miércoles, 24 de octubre de 2007

Leer

LEER

A veces, leer induce a la melancolía.


Discurría un arroyo verde por la angostura del valle.
Se ocultaba el poniente tras una gran nube amurallada, silueteada de fulgores bíblicos
y yo, casi sumergido en la penumbra de la noche,
pensaba en el acto de leer.

A veces, una página nos exalta, un capítulo nos hace contener el aliento.
Aquella tarde, alguien que viajaba en automóvil
experimentaba deseos de estar triste,
se supo aliviado por la nostalgia de un pasado joven, fallido y hermoso.
Las lomas, los bosques, los valles se prolongaban en sí mismos.

Los molinos o los gigantes. Dulcinea o Aldonza.
Ese impulso de leer, de multiplicar el mundo.
Ah, la velocidad del aire cuando se está en movimiento.
Fabricar un rojo intenso con cromo y con mercurio.
Pensar que es un criminal quien corta en dos a un centauro.

Pero la libertad también es ir de la Tierra a la Luna,
salir en busca de Molloy, ver descender a Icaro,
ser un ser montañoso que ama a Galatea,
disgregar en Justina pedazos de sí mismo;
atarse, sordo, a un mástil y mirar el azul.

Aunque yo, aquella tarde, mientras caían las sombras,
no soñaba con ascensiones del alma, ni con el baño de Arquímedes;
no adoré a Melibea, ni evocaba a los grandes califas.
Sólo pensaba y pensaba en cómo expresar, de la mejor manera posible,
que, a veces, leer induce a la melancolía.

Era de noche. El automóvil se detuvo en un pueblecito del Tirol.

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