lunes, 10 de diciembre de 2012

Adivinanzas ideológicas

Se me ha ocurrido un pequeño juego. Se trata de adivinar los autores de las citas siguientes. Las respuestas correctas, al final del artículo.

1 - "Nuestro proyecto se opone al individualismo y está en contra del liberalismo. El liberalismo niega el Estado en interés del individuo. Nuestra ideología reafirma el Estado."


¿José Luis Rodríguez Zapatero o Mariano Rajoy?

2 - "El nacionalismo es una enfermedad infantil. Es el sarampión de la Humanidad"

¿Albert Rivera o Albert Boadella?

3 - "Evitemos el mortal contagio, mantengamos firme la fe de nuestros antepasados y la seria religiosidad que nos distingue, y purifiquemos nuestras costumbres, antes tan sanas y ejemplares, hoy tan infestadas y a punto de corromperse por la influencia de los venidos de fuera."

¿Jean-Marie Le Pen o Calvin Jones (fundador del Ku Klux Klan)?

4 - "Morir por la patria [...] no es morir por causa mundana, sino morir por Dios, fin ultimo de todas las cosas".

¿José Antonio Primo de Rivera o el inquisidor Torquemada?

5 - "Tu hijo ya es de los nuestros. Tú morirás, pero tus descendientes están ya de nuestro lado. Pronto no habrán conocido más que esta comunidad"

¿Artur Mas o Iñigo Urkullu?







Respuestas correctas:

1 Benito Mussolini
2 Albert Einstein
3 Sabino Arana
4 Sabino Arana
5 Adolf Hitler

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domingo, 25 de noviembre de 2012

El océano de la vida

Hay días, como hoy, en que los veinte secretos de PostSecret contienen pura dinamita. Lo bueno que tienen los secretos es que son independientes de la clase social, de la raza y de la cultura y, en gran medida, de la edad o el sexo. No sé si todos los seres humanos tienen por lo menos algún secreto que esconder, pero los que lo tienen están repartidos por igual a lo largo y a lo ancho del planeta: los secretos son seguramente una de las mejores ventanas para atisbar en el alma humana.

Es cierto que no debería ser así. Recuerdo un episodio de Star Trek en el que un extraterrestre le dice a un miembro de la tripulación del Enterprise que no entiende por qué los seres humanos ocultan con tanta frecuencia sus pensamientos. Uno no suele pararse a pensar en esas cosas, pero ¿quién de nosotros no ha proferido alguna vez por lo menos alguna mentira 'piadosa'? En respuesta a aquel extraterrestre, de una raza probablemente utópica, se me ocurren dos explicaciones: una, altruista (o simplemente práctica), y otra, narcisista.

La primera es la consecuencia natural de que, querámoslo o no, los seres humanos somos muy susceptibles. Al ocultar a los demás lo que nos separa de ellos, damos más protagonismo a lo que nos une, que es básicamente el pegamento que nos permite vivir en sociedad. Además, en las relaciones de poder la ocultación es casi imprescindible. Atrévase usted a decirle a su jefe lo que piensa de él, y pronto conocerá las consecuencias.

Pero muchas personas no sólo son susceptibles a la realidad de los demás, sino también a su propia realidad. Todos tenemos una imagen de nosotros mismos, que no siempre nos gusta. Recuerdo que alguien me dijo en cierta ocasión: "Cuando descubrí que se podía mentir, mi mundo se multiplicó por mil". Para muchos, la falsificación de la propia realidad es la única manera de estar en paz consigo mismos. Quizá los escritores son, simplemente, personas que han optado por canalizar ese impulso mediante la creación de mundos imaginarios.

Es fácil suponer que, para muchos escritores, escribir tiene también efectos terapéuticos. Si Dostoievsky se hubiera atribuido como propias las pulsiones de alguno de sus personajes, no sólo habría sido rechazado por todos sus semejantes, sino que habría pasado la mayor parte de su vida en un sanatorio psiquiátrico. Que fue lo que le pasó al Marqués de Sade, aunque con una sutil diferencia: en una sociedad en que guillotinar públicamente gozaba de las simpatías de la población (de la población no guillotinada, se entiende), resulta que sodomizar al mayordomo con mutuo consentimiento era una aberración abyecta e intolerable.

Con tales antecedentes se entiende que, quien más o quien menos, se reserve celosamente algún secreto que, sin embargo, arde en deseos de confesar. La religión católica y los psicoanalistas han sabido explotar ese lado oscuro del ser humano. En muchos casos, revelar un secreto no resuelve seguramente el conflicto que lo ha originado, pero alivia.

Digo esto porque, después de varios años de leer las páginas de PostSecret, he llegado a la conclusión de que los secretos más terribles nacen de un conflicto insalvable entre las emociones y la razón. Que es, quizá por desgracia, la esencia de la naturaleza humana. Leo hoy, por ejemplo, un secreto de alguien que dice "Me gustaría creer en Dios", seguido, sólo unas líneas más abajo, de otro que declara "Me gustaría ser ateo". Los dos transmiten la misma impotencia, la misma vehemencia. En esa misma página, una participante confiesa "Soy judía, y no estoy a favor del Estado de Israel". A lo cual alguien, algo más adelante, replica "No soy judío, y estoy a favor del Estado de Israel".

Poco después, un comentarista trata de echar una mano a aquel que tanto deseaba ser ateo, y le dice: "Aunque no hayas caído en la cuenta, ya eres ateo. Seguro que no crees en Ra, ni en Poseidón, ni en Alá. Sólo tienes que dar un pasito más. Ánimo. Te quitarás un peso enorme de encima". Es fácil de decir, pero dudo que el consejo sirva para algo, porque creer o no creer es algo ajeno a la razón, y ese pequeño paso es en realidad un azaroso viaje a través de junglas intrincadas.

Así es el océano de la vida. A veces encalmado, pero a menudo tempestuoso. En ese mismo océano nos debatimos todos, con nuestras velas a veces extendidas, a veces rotas, o desplegadas en la dirección menos propicia. Sobre un mismo oleaje, son muchos los que navegan -navegamos- en cualquier momento en direcciones opuestas. Es el absurdo frenesí de la vida. En el fondo, como en las novelas de Dino Buzzati, tal vez no seamos mucho más que ratones de laboratorio recorriendo laberintos que desembocan siempre en otros laberintos.

Porque ese conflicto radical, inevitable, entre la razón y la emoción es parte inseparable de nuestra naturaleza. Uno de los secretos que he leído hoy lo resume certeramente en sólo dos frases:

"Siempre me habías dicho que podías aceptarlo todo a condición de que te dijera la verdad.

Hasta que te la dije".

Buen viaje, Ulises.

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jueves, 15 de noviembre de 2012

¿Mercancías o servicios?

Oí hace algunas semanas en la radio una noticia divertida pero, al mismo tiempo, de las que hacen pensar. Ante la reciente subida del IVA que grava los productos culturales, una empresa teatral española había decidido vender, en lugar de entradas, zanahorias. En vista de que el IVA de las zanahorias es el más bajo actualmente vigente, la venta de zanahorias como justificante de pago para asistir a una representación teatral permitiría a la empresa mantener el precio de las entradas, o incluso rebajarlo a una cuantía más asequible.

Por divertida que nos parezca la imagen de una larga cola de espectadores esperando para entrar al teatro con una zanahoria en la mano, lo interesante de la noticia no es el detalle anecdótico, sino una consideración de mucho mayor alcance. Lo que realmente había sucedido es que el empresario de aquel teatro había vinculado un servicio a una mercancía.

Tras la revolución industrial, el comercio de servicios ha ido en aumento en todo el mundo, hasta el punto de que, en los países desarrollados, más de la mitad de los puestos de trabajo se desenvuelven actualmente en el sector terciario. Sin embargo, en los últimos años, la aparición de Internet está desencadenando un nuevo cambio cualitativo de la economía mundial. En efecto, la posibilidad de comprar prácticamente cualquier cosa imaginable sin salir del hogar augura un futuro poco risueño para los negocios tradicionales de venta al público, basados en la compra o alquiler de un local, la dotación de unas instalaciones adecuadas y la contratación de dependientes que atiendan a los posibles compradores. En el mundo virtual de Internet, todos esos gastos desaparecen prácticamente, y el negocio se reduce a lo estrictamente esencial: un contrato con una empresa de logística y -lo único realmente importante- un conocimiento a fondo del mercado y de los productos que uno desea vender. En igualdad de condiciones, lo que decidirá la viabilidad o no de un negocio será su componente más abstracto: el conocimiento.

Todo esto es válido para los productos tangibles, es decir, aquellos que no pueden ser digitalizados y transmitidos por una red electrónica. Al menos, mientras alguien no invente el transportador de Star Trek, que permitiría a sus usuarios apretar un botón y trasladar instantáneamente un tomate de la huerta a su frigorífico. Pero hay una categoría de productos, hasta hace poco tangibles, que pueden ser sustituidos por su equivalente virtual, no sólo sin pérdida de eficacia, sino con ventajas añadidas.

La prensa escrita y los libros son el ejemplo más evidente. Cuando uno tiene acceso a Internet veinticuatro horas al día, parece absurdo molestarse en acudir a un kiosko a comprar un manojo de hojas de papel que, desde el momento en que han salido de la imprenta, estaban ya obsoletas. Del mismo modo que parece absurdo acumular una biblioteca que, además de acaparar muchos metros cuadrados de pared, pesa centenares de kilos, especialmente indeseables en caso de mudanza, cuando uno puede sustituirla por un único dispositivo de lectura ligero y manejable, capaz de acceder instantáneamente a millones de publicaciones en cualquier idioma.

Lo que en realidad ha sucedido es que los periódicos y los libros no eran realmente mercancías, sino servicios. Aunque nunca habíamos caído en la cuenta, el soporte de papel era prescindible, porque lo único que uno necesita de un texto escrito (haciendo abstracción de fijaciones sentimentales asociadas al tacto o el olor del papel, o a la costumbre) es su contenido. Es cierto que todo avance tecnológico deshumaniza un poco la vida cotidiana, pero así viene sucediendo desde que los ciegos empezaron a recorrer calles y aldeas sustituyendo parte de su humana narración por información visual en forma de aleluyas. Así sucedió también con la invención de la imprenta, que barrió a los amanuenses de la faz de la Tierra, y con el cine, que arrinconó el teatro en sólo unas cuantas generaciones.

Pero se puede ir aún más lejos. En realidad, si lo analizamos en términos radicales, el concepto de mercancía se diluye hasta quedar absorbido en el concepto de servicio. ¿Cuáles son nuestras expectativas cuando compramos una manzana? Básicamente, dos: saborearla, y alimentarnos. Ninguna de estas dos funciones está estrictamente vinculada a la adquisición de una manzana. Los sabores no son sino señales eléctricas de ciertas neuronas en nuestro cerebro y, si en un futuro lejano alguien consigue la transmisión de energía a través del aire (cosa que es técnicamente posible), tanto el deleite de saborear una manzana como sus efectos nutricios en nuestro organismo podrán ser prestados como servicios, incluso a través de una red como Internet.

Si ese futuro lejano llega a hacerse realidad algún día (y yo espero no estar aquí cuando eso suceda), el concepto de mercancía pasará a los diccionarios históricos como reliquia de un pasado tan primitivo y pintoresco como es para nosotros ahora la producción de fuego a base de yesca y pedernal.

La principal conclusión que cabría sacar de todo esto es que, si desean sobrevivir, tanto la prensa escrita como el mundo editorial tendrán que asociar de alguna manera sus servicios a mercancías tangibles, igual que hizo aquel empresario de teatro con las zanahorias. O bien patrocinando productos tangibles, o vendiéndolos como medio para acceder a sus servicios virtuales, o haciendo uso de su imaginación para encontrar alguna idea viable. Estoy seguro de que acabarán encontrando unas cuantas.

¿Os apetece leer la última novela de Stephen King? Nada más fácil. Acercáos al supermercado más próximo, cocinad un sabroso cocido madrileño, y...  a vuestra butaca favorita. La lectura está servida.

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lunes, 5 de noviembre de 2012

El rescate (y 32) - El triunfo de la democracia

El bar estaba en las Ramblas, junto a una tienda de souvenirs. Encontraron una mesa libre cerca de la entrada, junto a un grupo de japoneses tocados con sombreros mexicanos. Las Ramblas bullían como siempre, pero en el ambiente se percibía algo extraño, una tensión imperceptible. Pidieron café. Estaban exhaustos, pero felices. En la tele del bar emitían noticias ininterrumpidamente. La estampida había causado varias muertes, pero las masas enardecidas habían levantado a hombros al entrenador de la selección autonómica, lo habían llevado hasta el Parlamento y lo habían nombrado presidente del Gobierno. Entre tanto, en las autonomías las multitudes sustituían a los presidentes autonómicos por jugadores de football. La democracia se extendía por toda España como la pólvora.

“Ya era hora”, dijo un borracho desaliñado, apoyado en un codo inestable sobre la barra. Y levantó su vaso de orujo frente al televisor, a modo de brindis.

Los cuatro amigos terminaron sus cafés y se miraron. Había llegado el momento de separarse.

“Pero no por mucho tiempo”, dijo Palau. “Os esperamos en casa para el verano que viene”.

La rubia y él se despidieron de Palau y Helena, y salieron a la calle. En ese momento, un coche se detuvo junto al bordillo. Desde el volante, Herbert los saludaba cariñosamente. Él se lo quedó mirando con una sonrisa burlona, no del todo sorprendido.

“Venga, sube”, dijo Herbert. “No te preocupes. El dormitorio de mi madre no es como el mío. Ella no tiene literas”

Apenas había arrancado el coche cuando oyeron unos golpecitos en la luneta trasera. Era Palau.

“¡Se me olvidaba!”, gritó. “Para el verano he invitado también a tu mujer. Te encantará conocer a su nuevo novio. Se llama Joe”.

El coche arrancó. Transcurrió un rato. El tráfico en las Ramblas era lento y pesado.

“¡Y es un espía!”, añadió debilmente la voz de Palau, con su habitual socarronería, en la distancia.

Pero ustedes y yo, queridos lectores, nos quedaremos sin saber si él oyó o no aquellas palabras.

Fin

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viernes, 2 de noviembre de 2012

La rendición sigilosa


Una de las pocas noticias no políticas ni económicas que han ocupado los medios de comunicación en los últimos días ha sido la muerte de varias chiquillas en un recinto de Madrid a causa de una marea humana. El desencadenante, según testigos, fue el lanzamiento de unos petardos o bengalas en mitad de la aglomeración. El recinto tiene un aforo nominal de aproximadamente 10.000 personas, y los organizadores aseguran que habían vendido mil entradas menos del máximo permitido. Sin embargo, muchos jóvenes han declarado haberse colado sin dificultad, por lo que el número total de personas que abarrotaban el recinto fue probablemente mucho mayor. Las salidas de emergencia estaban cerradas y, después del incidente, a pesar de que los organizadores sabían ya que había tres personas muertas y dos en estado crítico, la fiesta se prolongó hasta las habituales 6 de la mañana.

Como era de esperar, tanto la prensa escrita como las tertulias nacionales se han lanzado de cabeza a sacar conclusiones. Pero, salvo alguna alusión tangencial (y, por supuesto, temerosa de la incorrección política), ninguno ha acertado a diagnosticar el verdadero significado del suceso. Por supuesto, nadie quiere ser responsable de los hechos aunque, como es habitual, las miradas de periodistas, políticos y padres de familia se dirigen ya a las autoridades. No importa qué autoridades: el Ayuntamiento, la Comunidad Autónoma, el Ministerio, el Parlamento o el Presidente del Gobierno. Autoridades nunca faltan. Lo único que parece claro es que, a partir de ahora, los controles en los actos públicos, particularmente los de diversión juvenil, aumentarán inexorablemente. Naturalmente, cuando digo autoridades quiero decir: el Estado.

Es la tendencia del último medio siglo en las democracias occidentales: proclamar hermosas palabras, otorgar libertad rousseauniana al individuo y cuando, inexplicablemente, éste no se comporta como Rousseau había previsto, imponer prohibición tras prohibición y, de paso, burocratizar la vida cotidiana. Nuestra vida cotidiana. Hemos perdido ya libertad para construir en nuestro terreno, para abrocharnos o no el cinturón de seguridad, para usar o no casco en nuestras motos y bicicletas, para permitir o no fumar en nuestros negocios, para fumar en público sin molestar a nadie, para escoger el sexo de los miembros de nuestro consejo de administración, para castigar a nuestros hijos y, dentro de poco, hasta para decidir el contenido de las hamburguesas que queremos comer. Poco a poco, el Estado va metiendo las narices en nuestra sopa, en nuestros hábitos y en nuestra propiedad privada. Y nosotros, poco a poco, nos vamos dejando. Naturalmente, lo hacen por nuestro bien, y eso debería bastar.

El problema es que nuestro bien deberíamos decidirlo nosotros, no el Estado. En uno de los ensayos de su inefable “Less than one”, cuenta Joseph Brodsky cómo, por ser él hijo único, la vivienda que el Estado soviético había asignado a su familia debía tener estrictamente una habitación y media. La media habitación, que era la suya, no podía tener puerta, y el joven Brodsky trataba de suplirla con anaqueles de libros y otros artificios sin conseguir, pese a sus esfuerzos, tener jamás la sensación de tener una vida privada. La amenaza última era la delación –que podía provenir no sólo de un inspector del Estado, sino también de un amigo, de un vecino o incluso de un pariente- y, consiguientemente, la cárcel o, en los casos extremos, el gulag. Aquellas primeras barricadas revolucionarias de los obreros en las calles de Moscú habían terminado convirtiéndose en barricadas del individuo en el último reducto de su hogar frente al ojo omnipresente de Big Brother.

¿Llegaremos también nosotros a 1984? Nadie es adivino, pero el sendero que seguimos conduce en esa dirección. Hace poco tiempo, me he ofrecido como voluntario para colaborar con una asociación sin ánimo de lucro. Cuál no ha sido mi asombro cuando me he enterado de que también las actividades voluntarias están reglamentadas por ley. Para ayudar a un toxicómano a resistir el síndrome de abstinencia, para conducir la silla de ruedas de un discapacitado o para enseñar a leer a un grupo de inmigrantes es obligatorio hacer previamente un curso y tener contratado un seguro. La ley ni siquiera prevé la posibilidad de que yo firme un papel asumiendo toda la responsabilidad de mis actos. Faltaría más.

Uno tiende a pensar que hay alguna diferencia entre las democracias y las dictaduras. Al fin y al cabo, también las dictaduras afirman legislar “por nuestro bien”, también en las dictaduras se celebran elecciones “democráticas”, y también las dictaduras proclaman con grandes palabras la independencia del poder judicial. Es cierto que en tiempos del general Franco uno podía escoger entre el Opus, la Falange y el Movimiento, mientras que ahora uno puede elegir de entre dos o tres partidos con inmunidad parlamentaria que controlan los medios de comunicación y los sindicatos y que sólo rinden cuentas al que confecciona las listas electorales. Puede que esto sea una diferencia cualitativa, pero ¿quién ha elegido democráticamente a Mario Monti, Antonis Samaras, José Manuel Durao Barroso o Herman van Rompuy?

En el centro de este gigantesco laberinto de Creta hay un solo principio en juego: un individuo mayor de edad es capaz de votar y de pagar impuestos, pero no es responsable de sus actos. En particular, no deben ser los padres, sino el Estado, los responsables de la educación de sus hijos. Así pues, teniendo en cuenta que –ya lo anunció Rousseau, no sé si antes o después de enviar a sus cinco hijos a un hospicio- todo el mundo es bueno, los padres han ido cediendo a las consignas de libertad sacrosanta sin contrapartida, con el resultado de que, hace dos noches, doce mil jóvenes en estado de intoxicación aguda por alcohol y otras sustancias, muchos de ellos menores de edad, han aplastado a cinco niñas espantados por unos petardos.

No sé si alguien será declarado algún día responsable de esas muertes. De lo que no tengo duda es de que las Autoridades tomarán cartas en el asunto, y de que Big Brother avanzará un pasito más hacia la última barricada de nuestro cuarto de estar.


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domingo, 30 de septiembre de 2012

Coqueteos con la ciencia

La Retórica. Reinhold Timm, 1620
La anatomía del cerebro humano es perfectamente conocida pero, pese a que lo usamos con asiduidad -ya que no siempre con sensatez-, nadie ha sabido todavía describir sus funciones de una manera sistemática y, al mismo tiempo, verificable. Pese a los ríos de tinta y a los pixels de texto vertidos desde tiempo inmemorial tratando de explicar cómo pensamos, las ciencias de la mente humana no han pasado todavía de la etapa del coqueteo.

Esto no quiere decir que no haya modelos del funcionamiento de nuestro cerebro. Los hay, y todos ellos reflejan de algún modo la mentalidad o las modas de la época histórica en que fueron concebidos. Uno de los más antiguos que conocemos aparece en un manuscrito llamado Ars Magna, escrito en 1305 por el fraile franciscano Raymundus Lullus (o Ramon Llull, en grafía romance). En él se describía la mente humana como una compleja trama de conceptos, estructurados en dos círculos concéntricos y conectados entre sí por relaciones triangulares. Inspirado en la mecánica de los silogismos, que era conocida desde Aristóteles, Lullus incorporó a su teoría un conjunto de reglas de razonamiento que convertían a su modelo en una especie de 'máquina virtual' generadora de conceptos, y a su creador en el programador de software más consumado de la Edad Media.

Un elemento que nunca falta ni en los esquemas del cerebro humano ni en los programas de software es la memoria y, para ser sinceros, hay que reconocer que el modelo de memoria digital de nuestras computadoras es, con mucho, el más aburrido. Cuenta Cicerón que, en cierta ocasión, el orador Simónides de Ceos fue invitado a una cena por un rico noble de Tesalia para que exaltara ante los comensales las virtudes de su empleador. Quizá perturbado por el vino, parece ser que Simónides se fue un poco por las ramas y dedicó una parte excesiva de su discurso a los dioses Cástor y Pólux, cosa que enfureció al homenajeado.

De modo que, al terminar el discurso, el anfitrión se acercó a Simónides y le dijo que le pagaría solamente la mitad de lo convenido. La otra mitad, añadió, debía ir a reclamársela a Cástor y a Pólux, a quienes había dedicado en su discurso tanto tiempo como a él. Misteriosamente, apenas un rato después alguien indicó a Simónides que había dos jóvenes a la puerta preguntando por él. Simónides salió a la calle, pero allí no encontró a nadie. En ese instante, el edificio entero se derrumbó a sus espaldas.

Excepto él, ninguno de los ocupantes del edificio se salvó, y bajo los escombros los cuerpos quedaron irreconocibles. Pero Simónides recordaba perfectamente el lugar que había ocupado cada uno de los comensales en la mesa, gracias a lo cual fue posible identificar todos los cadáveres. Meditando después sobre ese detalle, Simónides elaboró la primera teoría conocida de la memoria como estructura espacial.

La teoría, desarrollada durante la Edad Media por dominicos y jesuitas, en un principio para memorizar cómodamente los elementos de sus larguísimos sermones, consistía en imaginar un edificio con muchas dependencias e ir colocando en cada una de ellas un objeto que evocase un concepto específico. En la Edad Media no se sabía todavía, pero cada suceso acaecido en nuestra memoria, y más aún si está estructurado, estimula las neuronas de nuestro cerebro, que genera nuevas sinapsis en las que la información recién añadida se instala permanentemente.

Aquellos 'palacios de la memoria' eran, casi en sentido literal, modelos 'para andar por casa', cosa que no satisfacía a los más racionalistas. Seguramente por eso, el dominico Giordano Bruno, debidamente quemado por la Inquisición en 1600 por sugerir que el Sol era una estrella, ideó un modelo más teórico basado en la planta de los atrios romanos. Su modelo describía una superficie de conceptos reticulada en cuadrados (atrios), capaz de generar frases por métodos combinatorios. Por si aquello fuera poco, Bruno extrapolaba su modelo al macrocosmos, y las propiedades geométricas de sus atrios lo llevaron a pronunciar el anatema que terminaría costándole la vida: el Universo era homogéneo.

Alguien que no podía faltar en esas lides intelectuales era el gran Leibniz, una de las mentes más preclaras de todos los tiempos. La especialidad de Leibniz era descubrir cosas al mismo tiempo que otros. La idea de descomponer los conceptos como si fueran números primos, propuesta por Kircher en 1645, ya se le había ocurrido a Leibniz "durante su adolescencia", y lo que luego se llamó 'cálculo infinitesimal' había sido ya inventado por Newton cuando Leibniz lo utilizó por primera vez en uno de sus artículos. Todavía hoy, la controversia sigue en pie.

Los modelos de la mente humana no terminaron en Leibniz. En tiempos más recientes, Wittgenstein describió el lenguaje como un juego (en el sentido matemático) y, más recientemente, el desarrollo de las computadoras ha inspirado todo tipo de modelos basados en algoritmos, es decir, en series de instrucciones. A pocos sorprenderá saber que casi todos esos modelos describen el funcionamiento del cerebro humano como describirían el de una computadora.

Para un lenguaje como el humano, estructurado en categorías, tal vez es inevitable describir nuestra mente como un armario con cajones, pese a que algunos de esos armarios son tan abstrusos que significan o nada en absoluto o lo que uno quiera que signifiquen, como sucede por ejemplo con la gramática cognitiva de Langacker. Pese a que muchas de esas teorías no están confirmadas por otra experiencia que el ojo de buen cubero, han sido reconocidas oficialmente como disciplinas académicas. Inexplicablemente, quizá, porque hay desde antiguo otras teorías similares, tan estructuradas y tan endeblemente experimentales como ellas, que no han pasado el filtro.

La acupuntura es una de las más conspicuas. Inventada en la noche de los tiempos y practicada desde hace milenios, nos propone una estructura de 'meridianos' que recorren supuestamente el cuerpo humano, y por los que fluye una 'energía' que nadie ha conseguido todavía medir pero que sana a muchos pacientes, más o menos con la misma eficacia que el efecto placebo. Que, por cierto, nadie parece haber explicado todavía científicamente. La acupuntura es medicina en la misma medida en que la inteligencia artificial es inteligencia o en que las flores de plástico son flores. Y, sin embargo, mientras no averigüemos cuál es el modelo definitivo que triunfará sobre el pueril armario y sus metafísicos cajones, no podemos -ni debemos- descartarla.

Si nuestro cerebro es -simplificando mucho- una red de neuronas, toda percepción de calor, frío o dolor en la superficie de nuestro cuerpo se reflejará de algún modo en esa red. No es absolutamente imposible que las pautas de corriente eléctrica generadas en el cerebro por unos pinchazos a lo largo de unos 'meridianos' imaginarios generen algún tipo de equilibrio -o desequilibrio- en el funcionamiento de algún órgano. Al fin y al cabo, un fenómeno tan pedestre como la hipnosis es capaz de alterar sorprendentemente las percepciones de una persona. Dado que no se conoce ningún caso de asesinato por pinchazos de acupuntura, es de suponer que los efectos benéficos de esa terapia tampoco serán milagrosos, pero sólo un modelo acertado y una experimentación sistemática nos permitirán averiguarlo.

Un breve inciso por si alguien, leyendo esto, espera que me interne en territorios más pintorescos: no hablaré de la homeopatía o de la astrología, por la misma razón por la que no hablaré de los sahumerios o de la magia negra.

La hipnosis fue precisamente el punto de arranque de la técnica psicoanalítica. Partiendo de un método terapéutico, la teoría de Sigmund Freud fue evolucionando hasta convertirse en un modelo dinámico del funcionamiento de nuestras pulsiones. Su autor lo describió en su Proyecto de una psicología para neurólogos. Freud había sido alumno del físico Helmholz, por lo que toda su terminología psicoanalítica refleja los conceptos de la física del siglo XIX.

Desde mi punto de vista, su aportación más genial al conocimiento de la mente humana fue la Psicopatología de la vida cotidiana, es decir, su explicación de los actos fallidos. No parece fácil que alguien demuestre o refute algún día la validez del psicoanálisis pero, pese a los años transcurridos desde el sueño de Anna O., sus planteamientos marcan, en mi opinión, una forma de plantearse los procesos mentales mucho más refrescante que el tosco armario anglosajón.

Segundo inciso: tampoco hablaré de Lacan, por la misma razón por la que no hablaré de homeopatía o de astrología.

En la misma línea de significado simbólico de los actos humanos, la grafología sobrevive todavía en algunos gabinetes psicológicos. Partiendo de unos comienzos subjetivos, puramente basados en la intuición, los grafólogos han ido sistematizando esta disciplina en términos de rasgos psicológicos: introversión/extraversión, primariedad/secundariedad, etc. No hay forma conocida de demostrar que la jamba de una j simboliza una pulsión material y la de una l un anhelo espiritual, pero probablemente tampoco es casualidad que llamemos 'rastrero' a un timador, o que hablemos de un científico diciendo que 'está en las nubes'. No sé si la grafología es asignatura oficial en alguna Universidad del mundo, pero es una teoría estructurada y, con un planteamiento experimental adecuado, podría arrojar algún día resultados sorprendentes.

A lo largo de la historia, las teorías científicas que han conseguido explicarnos la realidad tienen tres componentes inseparables: estructura, experimentación y sentido común (este último es el que excluye la astrología). Las estructuras de estas teorías 'coquetas' podrían no ser del agrado de los popes que estudian la mente humana, pero ofrecen una alternativa interesante a los vetustos cajones de la segunda mitad del siglo XX. Si alguien encontrara algún día la forma de poner a prueba sus conceptos en un laboratorio, tal vez el coqueteo podría terminar en una relación formal, y el mundo académico no tendría más remedio que bajar la guardia y esconder los colmillos.

Que es, sorprendentemente, lo que han hecho con Langacker.

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viernes, 7 de septiembre de 2012

Terrorismo sanitario

Me invitaron hace algunas semanas a una comida multitudinaria. Los comensales eran casi todos gente de pueblo, y yo me resistí durante bastante tiempo a aceptar la invitación hasta que finalmente, ante la cariñosa insistencia de mis invitantes, tuve que ceder. Si me resistí en un principio no fue por prejuicio alguno contra la gente de pueblo -que, en muchos aspectos, prefiero a la de ciudad- sino porque tiempo atrás viví en un pueblo, y tenía ya una idea preconcebida de lo que me esperaba: una comilona pantagruélica con raudales de vino, café y licor, con el consiguiente tumulto hasta muy avanzada la tarde.

Pero me quedé pasmado cuando vi que casi todos los asistentes bebían agua mineral y comían parcamente, casi nadie fumaba, y los escasos cafés que se sirvieron eran en su mayoría descafeinados. No pude evitar un pensamiento: aquella buena gente estaba aterrorizada. Algo tremendo tenía que haber sucedido en los últimos veinte años para que todas aquellas personas se comportaran de manera tan distinta a la generación de sus padres. Y empecé a atar cabos.

El cambio de costumbres está ya tan integrado en nuestra vida cotidiana que ni siquiera somos conscientes de él. Pero el terror a la muerte llena a diario los parques de ancianos y jóvenes corriendo, pedaleando o caminando a paso frenético, estresadísimos, como si estuvieran a punto de perder un tren. Nadie pasea ya por el simple placer de pasear. El miedo al colesterol empuja a millones de personas a consumir masivamente una amplísima gama de placebos lácteos, a evitar las grasas y los huevos y a cocinar con aceite de oliva. Las jovencitas acarrean en sus bolsos voluminosas botellas de agua, que se obligan a beber diariamente en cantidades propias de un dromedario. Fumar es ya un hábito tan perseguido como asaltar bancos. El cinturón de seguridad pronto entrará a formar parte de los diez mandamientos. Los gimnasios se llenan. Los ancianos se vacunan contra la gripe. El miedo al sida obliga a millones de personas a descafeinar las relaciones sexuales usando preservativo. Los colorantes y conservantes alimentarios son anatema, y el azúcar y la sal empiezan a ser equiparados a la cicuta o el cianuro. La más mínima gordura está considerada como una plaga de Egipto. El atún pronto sustituirá en los altares al cáliz de la santa misa, y hasta las 'radiaciones' de los teléfonos móviles inspiran a más de uno tanto terror como para atreverse a caminar por la calle hablandos solos.

Todo esto no es casual. Es fruto de una política concienzuda de terrorismo, concebida por un lobby gangsteril de médicos integristas y ejecutada por unos medios de comunicación travestidos de prensa amarilla. Que nadie se engañe. Tan terrorismo es evocar la obstrucción de las arterias por comerse una ración de percebes como amenazar con una muerte violenta por subirse a un avión. El nuevo Pepito Grillo está saliéndose con la suya y, como ya ha sucedido otras veces antes, está causando más dolor y desolación del que pretendía evitar.

En 1962, Rachel Carson, una ecologista avant la lettre, escribió Silent Spring, un libro en el que explicaba que el DDT se transmitía por la cadena trófica, hasta el punto de que se habían encontrado rastros de esta sustancia en la grasa de las focas polares. No sólo nadie había padecido nunca trastorno alguno atribuible a ese insecticida, sino que en algunos bares de Estados Unidos el DDT era un ingrediente más de algunos cócteles, del mismo modo que el zumo de limón o la angostura. La campaña que se desató a continuación, y que condujo a la prohibición mundial del DDT, consiguió purificar el cuerpo de focas y morsas, pero asestó un golpe terrible a la lucha contra el paludismo, que en los años 60 muchos países habían conseguido erradicar. Millones de personas, en su mayoría niños, mueren desde entonces todos los años a causa del paludismo. Es cierto que casi todos ellos viven en países pobres pero, en descargo de los ecologistas, hay que decir también que ninguno de ellos era una foca.

Desde luego, el terrorismo de la medicina preventiva no está matando, sino evitando muertes, pero precisamente ése es el problema. Con su celo por salvarnos de las principales causas de enfermedad, esa política de terror está consiguiendo retrasar nuestra muerte. Pero no nuestra vejez. Con ello, condena a millones de personas al deterioro físico y mental y, en los casos extremos, a la vida vegetativa o meramente animal. ¿Es también eso vida? Probablemente sí, pero no es una vida que merezca ser vivida. La sociedad de nuestros días -en realidad, el fruto de medio siglo de socialdemocracia- está empeñada en eliminar el riesgo de nuestras vidas y, con el riesgo, el aliciente de estar vivo.

La obsesión por la cantidad en detrimento de la calidad es la expresión del paternalismo romo de unos gobernantes -en el mejor de los casos- mediocres. Tras el fracaso de la Unión Soviética, el socialismo consiguió sobrevivir un cuarto de siglo más gracias a una tolerancia relativa del libre mercado, pero en 2008 chocó con un iceberg, y ahora sólo hay lanchas salvavidas para unos cuantos pasajeros, naturalmente de primera clase. En España, el paternalismo del nuevo régimen -el PPSOE- no hizo sino continuar el de su precursor, el general Franco, y antes de éste, el practicado durante cinco siglos por la Iglesia Católica. Por eso el Titanic de la socialdemocracia se está empezando a hundir por su popa, que son los países del sur de Europa. Está por ver si el norte, de tradición protestante, se las arreglará para construir balsas que le permitan llegar a tierra pero, en cualquier caso, el Titanic se hunde. Esperemos que dentro de una generación la vida vuelva a ser una aventura digna de ser vivida.

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sábado, 14 de julio de 2012

Bocas de peces

Dicen que por la boca muere el pez. El ser humano se traiciona a veces en los comentarios más banales, y los políticos no son una excepción. Cuando José Luis Rodríguez Zapatero anunció que no volvería a presentarse a unas elecciones (que sabía perdidas), describió sus ansias de no hacer nada útil (en las que había perseverado durante los siete años de su mandato) explicando que quería ser "supervisor de nubes". Hasta las nubes tenía que supervisar este hombre. Ya se sabe que la obligación de los políticos de izquierdas -y hace ya muchos años que todos lo son- es averiguar lo que es bueno para nosotros e imponérnoslo por ley. Pero, al contrario que los seres humanos, la naturaleza es sabia. La sequía que subsiguientemente asoló España y las lluvias torrenciales en Estados Unidos fueron la respuesta de las nubes a las declaraciones de nuestro pazguato mayor: emigrar.

Sólo un año después, durante las últimas negociaciones con la UE para conseguir un dinero que nadie quiere prestar a los bancos españoles (y que la UE, a su vez, tendrá que pedir prestado, porque no lo tiene), Mariano Rajoy exclamó en privado ante sus adláteres, con tono dramático: "o resolvemos esto esta noche, o mañana nos sacan del despacho". El dramatismo estaba justificado. En público, el somnífero notario de provincias se declara muy preocupado por el desempleo en España, pero lo que realmente le enciende las alarmas es la posibilidad de que lo saquen del despacho. Y no sólo a él. En tan infausto supuesto, ¿qué sucedería con los enjambres de políticos, cuñados y amigos de políticos y cuñados de amigos de primos de políticos que supervisan créditos faraónicos y nubes en las 4.000 empresas públicas creadas exclusivamente para sus posaderas en toda España?

Para el ciudadano corriente, alcanzado ya el punto de saturación, la solución zen a la crisis económica es aceptar que la imbecilidad forma parte del paisaje. Otrora, el hijo primogénito heredaba todo el patrimonio familiar, y la única manera de colocar a los hijos tontos era metiéndolos a cura o a militar. Preferiblemente, a cura, si uno conocía las hazañas de la Armada Invencible y no sabía nadar. Pero el mundo ha evolucionado, y hoy la espiritualidad y el heroismo han perdido muchos puntos frente al iPad y el coche oficial.

Desde luego, el resultado de esa evolución ha sido catastrófico. El sacerdocio presuponía unas virtudes humanas y morales que para nuestros políticos son de origen extraterrestre pero, en fin de cuentas, con saberse el catecismo y aprender a interpretar las Sagradas Escrituras a gusto del señor obispo bastaba para llevar la parroquia sin muchos sobresaltos. Militares geniales, los ha habido, pero para el común de la tropa saber marcar el paso y desmontar el subfusil era prácticamente suficiente para asegurarse el rancho. Imagínese usted ahora esa misma mentalidad consagrada a administrar los bienes de cuarenta millones de personas, acaudilladas por líderes cuyo bagaje cultural proviene de haber leído unos cuantos comics de Spiderman y/o los números atrasados del Hola! en la peluquería.

Quizá estoy exagerando. Si me apuran, es posible que Zapatero haya leído uno o dos libros de autoayuda, y Rajoy, alguna que otra novela de Paulo Coelho. De sus declaraciones, al menos, no se colige mucho más. Me atrevo, pues, a recomendarles encarecidamente la lectura de una novela que es el trasunto de sus propias biografías: 'Dracula', de Bram Stoker.

La democracia, sin embargo, tiene una virtud irrebatible: es representativa. A Franco lo podíamos acusar de estar al servicio del Concilio de Trento, del ideario falangista o del sol geopolítico que más calentase en cada momento, pero a nuestros gobernantes los hemos elegido nosotros. No yo, desde luego, pero sí una mayoría suficiente de mis semejantes. ¿Realmente estábamos peor en Atapuerca? Cuando uno lee las noticias sobre los desmanes de nuestros políticos en los últimos 35 años, los intercambios de favores, el reparto de subvenciones, las intrigas periodísticas, la basura audiovisual, el hundimiento de la Universidad, los saqueos tribales de las autonomías, los cambalaches con jueces y fiscales, los delirios urbanísticos a crédito o el analfabetismo rampante, uno no tiene más remedio que preguntarse cómo es que en España todavía hay calles con aceras.

¿Era toda esta prosperidad de las últimas décadas sólo un gigantesco buñuelo de viento? Al fin y al cabo, ¿qué produce España para sobrevivir, además de tomates de invernadero y moscas en las mesas de los bares de playa? El crédito se ha terminado y, con él, el espejismo se ha esfumado. Devuelvan ustedes al banco las llaves del piso con jacuzzi y simulador de olas, cambien el BMW por una bicicleta de segunda mano y los pasajes del crucero por impresos de la loto, recuperen el botijo del desván del abuelo, y túmbense ustedes a echar la siesta bajo el algarrobo más cercano. En verano, en España, hace mucho calor.

Ah, y por supuesto sigan votando a todos esos clones del personaje de Bram Stoker. No se quiebren mucho la cabeza. En esta Vetusta eterna, es lo que hay.


Se me ocurre que viene a cuento aquí este soneto que escribí hace ya algún tiempo, recién instalado en España después de varios años viviendo en el norte de Europa. Tardé sólo unos cuantos meses en volver a marcharme:



              PASEN, SEÑORES

(A dos gatos españoles, que me despertaron 
a las siete de la mañana, jodiendo)

La entrada es gratis: cruce la frontera
y súmese también usté a la fiesta.
No sea cenizo. ¿Tanto le molesta
el polvo, los incendios, la escombrera?

No grite, como ellos: la sordera,
más que de oído, es trance de la testa.
Ah, y sea cauto: a la hora de la siesta
pueden muy bien robarle la cartera.

¿No sabe dónde está? ¿No reconoce
el sol, los bares, la fritanga, el goce
de jugarse hasta la última pestaña,

los crímenes, las hembras, los cojones,
el pan con toros, fútbol y elecciones?
Pues es muy fácil: está usté en España.



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sábado, 30 de junio de 2012

Deducir, construir


Aunque el primer modelo conocido de automóvil -un juguetito de 65 cm de largo- fue construido en 1672 por un jesuita flamenco para regalárselo al emperador de China, la fabricación de automóviles con carrocería, tal como hoy los conocemos, no comenzó hasta la invención de las técnicas de laminación de acero, a principios del siglo XX. Desde entonces, los diseños más o menos elegantes, prácticos o extravagantes no han dejado de sucederse, y no parece previsible que el proceso se detenga algún día. El ser humano, por lo visto, siempre se deja tentar por el brillo de los abalorios de la tecnología.

Probablemente no hay ya ningún museo en el mundo con cabida suficiente para albergar todos los modelos de automóvil diseñados a lo largo de la historia pero, aunque alguien reuniera todos los diseños jamás dibujados en un gigantesco catálogo, el contenido de ese catálogo sólo reflejaría una parte ínfima de la realidad. Porque, en el mundo real, las carrocerías se abollan y, desde la cadena de montaje hasta la chatarrería, la silueta de un mismo automóvil puede variar de infinitas maneras.

Algo parecido sucede con la ciencia, es decir, con los esquemas que utilizamos para describir la realidad. Nuestro cerebro es una potente máquina de comprimir información y, cuando de eso se trata, los detalles estorban. Podemos analizar un fenómeno hasta sus últimas consecuencias pero, al terminar de hacerlo, nadie se quedará tranquilo si no extrae cierto número de conclusiones abstractas. Cuantas menos, mejor. En ese proceso, sin embargo, dejamos fuera una parte considerable de la realidad. Quizá la mayor parte de ella.

Gracias al formalismo de las ecuaciones algebraicas, podemos describir con exactitud la forma de circunferencias, elipses, hipérbolas, parábolas, y un número posiblemente infinito de curvas ideales que rara vez nos encontraremos en el mundo real. Podemos describir la trayectoria de un péndulo o la forma de una espiral, pero ante un péndulo caprichoso que, en lugar de retornar al extremo opuesto, prolongue su movimiento dibujando una espiral, necesitaremos no una, sino dos fórmulas diferentes: una a continuación de la otra.

Podemos describir una ola con una sola ecuación, pero para representar los dientes de una sierra necesitaremos encadenar una sucesión de ecuaciones idénticas, tantas como dientes tenga la sierra. Las olas son un fenómeno tan natural como las nubes y, sin embargo, la evolución de aquella nube que vemos en el cielo desafía a las computadoras más avanzadas. La geometría fractal permite describir formas de líquenes, relámpagos, galaxias, colas de pavo real, pirámides aztecas, pulmones, trilobites, copos de nieve, flores, e incluso contornos de islas, pero ¿cómo modificaremos nuestras ecuaciones cuando el árbol que estábamos describiendo se quema?

Los racionalistas del siglo XIX proclamaban ufanos que el Universo era perfectamente descriptible a partir de las leyes de la física. La aparición de la mecánica cuántica les heló la sonrisa en los labios. A día de hoy, las leyes que rigen el Universo son -que nosotros sepamos- cuatro: dos, macroscópicas (la gravitación y el electromagnetismo), y dos microscópicas (la fuerza que une a las partículas y la que las separa). De esas cuatro, nadie sabe exactamente cómo se comporta la gravedad en el mundo de los átomos, pero las otras tres, que son en realidad tres variantes de una única fuerza primigenia en un Universo enfriado, sólo son predecibles si consideramos las partículas elementales como poblaciones. No como individuos.

Lo miremos como lo miremos, todo son limitaciones, y la única manera que tenemos de afrontarlas es idealizando la realidad, frecuentemente extrapolándola hasta el infinito. Por supuesto, nadie puede llegar hasta el fin de los tiempos para comprobar si los números siguen aumentando de uno en uno, como los matemáticos postulan. Pero, desde su cómodo sillón de asépticas abstracciones, los científicos mezclan dos conceptos que no siempre diferencian explícitamente: lo que es deducible, y lo que es construible.

La idea de que los números, o las curvas descritas por ecuaciones, se prolongan indefinidamente hasta territorios a los que nadie puede llegar -digna de los ocultistas más recalcitrantes de la edad de piedra- es, así, aceptada como algo "natural". Al fin y al cabo, es tan difícil demostrarla como refutarla y, suceda lo que suceda, no habrá facturas que pagar. Sin embargo, si construimos una máquina que genere un número al azar cada segundo, el infinito quedará supeditado a la existencia eterna (o no) de nuestra máquina. ¿O acaso podemos concebir una sucesión infinita de números sin relación entre sí sin concebir una máquina que los genere? La sucesión de los números naturales es, en realidad, sólo construible, pero nosotros nos engañamos asociándoles la virtud mágica de la eternidad.

Pobres de nosotros. La realidad construible está abrumadoramente fuera del alcance de nuestro cerebro, y la razón es muy simple: el cráneo humano tiene un volumen finito. No podemos almacenar grandes cantidades de información si no la resumimos. Al hacerlo, sin embargo, nos tenemos que conformar con una humilde radiografía de la realidad. Todo tiene un precio. Si la realidad es infinita, nunca sabremos si las leyes físicas que creemos haber descubierto seguirán siendo válidas a partir de cierto punto. O, como ya advirtió el matemático Poincaré, tampoco sabemos si las leyes físicas que conocemos hoy cambiarán con el paso del tiempo.

Desde hace más de un siglo, los científicos siguen descubriendo que las partículas elementales se componen de otras cada vez más pequeñas, en un proceso que podría o no tener fin. Tal vez haya también una entropía de escala, en cuyo caso la realidad sería tanto más caótica cuanto más microscópica. O, a partir de cierto punto al que nosotros nunca podremos llegar, el Universo invertiría su tendencia al caos para seguir la tendencia opuesta, y en algún lugar más allá de nuestro alcance existiría un Universo en el que los añicos se reúnen espontáneamente para construir vasos y encaramarse sin ayuda a las mesas.

Un problema aparentemente simple que trae de cabeza a los matemáticos desde hace milenios son los números primos. Nadie ha descubierto todavía una fórmula que, a partir de un número primo cualquiera, permita predecir cuál será el siguiente. Pese a sus esfuerzos, lo único que los matemáticos han conseguido averiguar es el comportamiento estadístico de los números primos. Como sucede con las partículas elementales, la realidad individual se resiste a ser descrita mediante una fórmula deductiva. Dos mil trescientos años después de Euclides, lo único que podemos hacer para explicar los números primos es construirlos.

Lo cual no es sorprendente, porque los números primos se asemejan, en cierto modo, a los dientes de una sierra: el cociente entre dos números, interpretado como una tangente trigonométrica, genera una función que surca una cuadrícula tan caprichosa como queramos, y a su paso por esa cuadrícula va dejando dientes de sierra de distintos tamaños. Después de muchos años reflexionando sobre ese problema, mi conjetura es que los números primos no son deducibles, sino solamente construibles.

¿Qué sucedería si la realidad microscópica fuera también sólo construible? Los físicos, igual que el resto de las personas, dan por supuesto en sus fórmulas que el tiempo fluye de manera continua, es decir, sin saltos. Pero esa concepción clásica del tiempo se contradice con la realidad entrecortada de las leyes microscópicas. Parece absurdo imaginar el tiempo como una línea uniforme cuando a su alrededor todo se desdobla y muchas propiedades para nosotros inconciliables coexisten con naturalidad.

La naturaleza del tiempo es precisamente la pieza que no termina de encajar en la física teórica contemporánea, y las paradojas de Zenón no son seguramente ajenas a ese problema. Nuestro cerebro no está construido para enfrentarse a una realidad granulosa en la que, posiblemente, nada es deducible salvo cuando lo observamos con ojos suficientemente miopes. Una realidad intrínsecamente construible sería, para nuestro pobre cerebro macroscópico, poco más que una forma de caos. De ese caos oscuro, ignoto y metafísico del que posiblemente provenimos tanto nosotros como nuestro alardeado raciocinio.


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viernes, 25 de mayo de 2012

Al otro lado de la curva

Como saben en Haití, Chile y Japón, el descubrimiento, hace ya casi un siglo, de las placas tectónicas de la litosfera terrestre no ha hecho más fácil predecir los terremotos. La vulcanología, en cambio, sí ha hecho modestos avances en el último medio siglo. Es confortante saber que, aunque la tierra pueda seguir sacudiendo nuestras ciudades sin avisar, tal vez podamos evitar que la lava rugiente que arroje nos caiga encima.

Igual que sucede en geología, es muy difícil predecir el curso de la Historia. Aunque seamos capaces de identificar los contornos de los grandes bloques geográficos en que se agrupan los seres humanos, difícilmente podremos predecir cuándo, o dónde exactamente, va a sobrevenir un seísmo histórico. Nuestro único consuelo es que, como en vulcanología, si somos suficientemente perspicaces tal vez podamos evitar que la lava del próximo volcán nos queme los calcetines.

Apenas iniciada la reciente curva histórica, que nos podría conducir de regreso a la Edad Media, es muy difícil adivinar su trazado, en parte porque siempre hay un elemento aleatorio en los grandes movimientos humanos. Pero es tentador tratar de adivinar sus contornos a medida que nos internamos en ella, como el conductor que se enfrenta a una carretera sinuosa y desconocida.

A escala histórica, son tantas las cosas que han sucedido desde la caída del Muro que, según la perspectiva que uno adopte, casi cualquier cosa podría suceder. Hay demasiados árboles para saber dónde comienza el bosque. Empezamos a ser muchos los que pensamos que la Unión Europea ha fracasado y, en cualquier caso, la idea parece cada día menos descabellada. Pero ¿cuál será el desenlace de esta lenta caída a los infiernos? ¿Realmente desaparecerá la UE? Al fin y al cabo, también en Estados Unidos hubo antaño una gran depresión, y el país consiguió recuperarse.

Hay quien argumenta que la salida de la gran depresión fue posible gracias a la catarsis de la segunda guerra mundial. Las sociedades humanas tienen inercia y, al igual que está sucediendo ahora en Europa, los seres humanos nos resistimos a aceptar que ese pasado feliz, tan reciente aún en nuestra memoria, probablemente nunca regresará. Desde luego, esa misma inercia fue la que hizo pensar a millones de personas en todo el mundo que la vivienda que se acababan de comprar se revalorizaría un diez por ciento todos los años hasta el fin de los siglos.

En física, ese tipo de inercia se llama histéresis. Si sometemos a un campo eléctrico una cinta impregnada con óxido de hierro, la cinta se magnetizará. Pero si, a continuación, hacemos desaparecer el campo eléctrico, la cinta no retornará completamente a su estado inicial, sino que conservará una cierta 'memoria' de su antiguo magnetismo, que en los años 70 se utilizaba para grabar música en forma de cassettes.

En economía se habla también de histéresis cuando, en periodos de gran desempleo, los trabajadores que conservan su puesto de trabajo presionan para conseguir un nivel de sueldos desproporcionado, que impide que los desempleados encuentren trabajo de nuevo y, por lo tanto, que la economía se recupere.

La inercia y la memoria reciente parecen ser los dos grandes motores de los acontecimientos, hoy, en Europa. Los industriosos alemanes se resisten a compartir sus ahorros con países dilapidadores de un dinero que 'algún día pagarán', y quienes han vivido durante años en el cuento de la lechera se resisten a aceptar que ese futuro soñado nunca será realidad, sobre todo cuando los partidos políticos y los medios de comunicación llevan años convenciéndolos de que aquellos espejismos eran derechos adquiridos, e incluso 'conquistas sociales'.

Esta diferencia radical entre el norte y el sur de Europa parece delimitar la línea de separación entre dos grandes placas tectónicas sociales. A estas alturas, pocos en su sano juicio son capaces de imaginar una Unión Europea en la que griegos y alemanes, por ejemplo, compartirían gobernantes, horario laboral, régimen fiscal y niveles de ahorro. Difícilmente, pues, podrán seguir compartiendo moneda eternamente.

La ruptura del euro en Grecia sería (¿será?) una primera ficha de dominó que probablemente arrastre a otras en su caída. Nadie sabe cuántas, y el próximo siglo en Europa dependerá de hasta dónde llegue el tsunami si lo peor llega a suceder. La lógica de deudores y acreedores apunta a que los siguientes en la lista podrían ser España, Portugal, Irlanda, Italia y -lo siento por el ectoplasma de de Gaulle- Francia. Más o menos por este orden. Por supuesto, ninguna economía planetaria imaginable sería capaz de soportar esa cadena de seísmos, al cabo de los cuales las nuevas placas tectónicas mundiales podrían quedar claramente configuradas.

En este contraste radical de pareceres Alemania no está sola. En caso de ruptura, Holanda, Finlandia, Austria y muchos de los países de la antigua URSS podrían alinearse con ella. Al otro lado del canal, el Reino Unido se mantiene expectante: el Continente -oh, dear- podría volver a quedar aislado y, de todos modos, los British nunca simpatizaron mucho ni con el mastodonte burocrático europeo ni con la pérdida de soberanía a que se veían empujados.

El problema, como siempre, está en las fronteras. La llamada 'primavera árabe' podría terminar uniendo a los países musulmanes del norte de Africa, tradicionalmente divididos hasta ahora. Ante esa nueva realidad, el experimento turco de 'islamismo moderado' podría sentirse alentado a rememorar su pasado imperial. Al fin y al cabo, Grecia empieza a ser el flanco más débil de una exhausta Europa, y el conflicto de Chipre lleva varios decenios congelado.

Quizá por suerte para nosotros, los musulmanes también tienen sus problemas, que cabría resumir en una guerra larvada entre la sunita Arabia Saudita y la chiita Irán. Es posible que esa confrontación sorda sea lo que ha salvado a Europa hasta ahora de un futuro todavía más sombrío. Las mezquitas florecen en este continente como setas en otoño, y un desglose de nuestro crecimiento demográfico augura un futuro poco halagüeño para la tradición cristiana en la región. No digamos ya laica.

La placa tectónica musulmana tiene a su favor un arma formidable: el petróleo. No tiene capacidad militar para emprender una guerra clásica contra Europa o China, pero tampoco la tenía España para enfrentarse a las tropas de Napoleon Bonaparte. Seguramente los imanes de las mezquitas europeas predican la paz pero, en caso de conflicto, sus fieles pueden convertirse en temibles granitos de arena en el engranaje del viejo reloj europeo.

En el continente americano, la placa tectónica de Estados Unidos está más debilitada de lo que parece. Japón, probablemente el país más espartano del mundo en su actitud hacia el trabajo, lleva veinte años intentando salir de una crisis parecida, sin conseguirlo. El dólar sigue siendo la moneda de las transacciones internacionales, pero la deuda de Estados Unidos es delirante y, si se confirmara el estancamiento de su recuperación, el único imperio superviviente del siglo XX podría estar llegando a su fin.

Al sur de Estados Unidos, en cambio, las cosas parecen ir un poco mejor, aunque de manera desigual. Brasil, Chile y Colombia, y tal vez México, podrían ser un motor de prosperidad en la región en los próximos años, aunque también podrían tropezar con dos obstáculos serios en su camino: la tentación del caudillismo, siempre latente en América Latina, y la posibilidad de que, exceptuando a ellos mismos, no encuentren a nadie a quien vender sus productos.

Es el mismo problema al que posiblemente se empieza a enfrentar ya China, inmersa además en una gigantesca burbuja inmobiliaria, con un enorme porcentaje de su población todavía en la miseria, y sin la flexibilidad que le proporcionaría una verdadera economía de mercado.

Aunque, en realidad, es posible que la pieza clave en esta apasionante partida de ajedrez sea la placa tectónica rusa, a mitad de camino entre Oriente y Occidente (no sólo geográficamente). Rusia tiene la llave del gas que abastece a Europa y, de Niza hacia arriba, los inviernos son realmente fríos, hermano. Las alianzas que establezca Rusia en los próximos años serán, probablemente, las balizas que nos indiquen la trayectoria de esa curva que, nos guste o no, podría terminar depositándonos no muy lejos de la Edad Media. La Historia, a veces, tiene esos caprichos.


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lunes, 2 de abril de 2012

La semana en que siempre era de noche


La semana empezaba Un domingo soleado.
Los balcones se llenaban de Ramos y en la procesión
los sacerdotes paseaban la sangre de Cristo o algo así.
Por lo visto, hubo un señor que había entrado en burro
a una ciudad para que lo matasen.

En la radio, esa noche, ya sólo se oía música clásica
y al día siguiente comenzaban las procesiones.
Mucha gente se reunía a verlas, como para ir al teatro o al Cine.
Había anochecido ya, y el tiempo siempre era desapacible.
Enmarcadas de flores y luces, las Vírgenes parecían muertas,
los Corazones de Jesús relumbraban con un destello escarlata
y a continuación, tras las espaldas dobladas de unos hombres ocultos,
unas señoritas vestidas de negro
y unos Hombres con cara de dolerles el estómago.

A la mañana siguiente era otra vez de noche.
Cuando llegaba el jueves cerraban todas las tiendas
y no era ya posible comer bocadillos De chorizo.
Como en una película de miedo, las noticias que uno oía
eran cada vez más oprimentes: ahora, el señor del burro
estaba empeñado en que un tal Pilatos lo crucificase.

La agonía de cada hora era lenta, insistente.
A todas partes llegaba la sombra de aquel dios airado,
sangriento, dolorido.
En las iglesias resonaban los Sermones de las siete palabras,
el vinagre en las llagas, los arrepentimientos.
El sudario del dios estaba ya dispuesto
y los soldados romanos hincaban mecánicamente la lanza
en el sitio acostumbrado.

Por fin, todo se convertía en cenizas.
El de la Cruz exhalaba un gran grito
y los cielos se cubrían de nubarrones.
Era la venganza del todopoderoso.
La lepra, las ratas, las grandes epidemias
merodeaban por los contornos de la Historia.
Lo único que quedaba era esperar la Resurrección
aguantándose las ganas de comer sobrasada.

Durante el sábado, las cosas estaban más tranquilas.
Se adivinaba el bullicio del lunes, los concursos de la radio.
Aquel tipo que estaba muerto, por fin iba a marcharse al Cielo.
Incluso, por alguna extraña impaciencia, el acontecimiento se adelantaba en un día.

El Domingo de Pascua todos estrenaban, por lo menos, calzoncillos
y los futbolistas en camiseta volvían a pelearse por un balón.
Sobre las nubes, tras el azul del Cielo,
un viejo enorme con unas barbas aguardaba el momento
de repetir aquella original representación.

Si en aquel momento el Angel de la Guarda me hubiese pedido mi opinión
yo habría respondido: Maldito sea el dios que inventó esto.


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domingo, 4 de marzo de 2012

Interpretaciones

Leopoldo II de Bélgica nunca llegó a ser tan famoso como Stalin o Hitler, pese a que, bajo sus órdenes directas, un contingente de soldados y mercenarios sin escrúpulos llamado Force publique esclavizó, torturó, violó, mutiló y, finalmente, exterminó a la mitad de la población del entonces Congo belga. A falta de un censo, es posible que nunca se llegue a determinar el número total de víctimas, que las estimaciones más fiables cifran en torno a 10 millones de personas. La escasa frecuencia con que se oye incluir ese genocidio entre las grandes atrocidades humanas ¿podría tener que ver con la circunstancia de que todos los asesinados eran negros? Se admiten apuestas.

En 1904, el misionero Samuel Phillips Verner, enviado a África por los organizadores de la Feria Mundial de Saint Louis para reunir un cargamento de pigmeos que incorporar al muestrario de curiosidades 'científicas' de la exposición, se encontró un buen día con el esclavo Ota Benga. En una de las habituales incursiones de la Force publique, mientras Benga estaba de cacería, su poblado había sido arrasado, y su familia, asesinada. El misionero compró al esclavo por una libra de sal y una pieza de tela, y el agradecido Benga convenció a otros nueve 'aborígenes', cuatro de ellos pigmeos como él, para que lo acompañaran a América.

Los acompañantes de Benga, que algún periódico sensacionalista llegó a calificar de 'caníbales' por el torneado en punta de flecha que exhibían sus dientes, gozaron de gran popularidad -no exenta de incidentes-, aunque finalmente todos ellos regresaron a su país. Tiempo después, Benga acompañó a Verner en una nueva expedición a África. Se instaló en un poblado batwa, de su tribu originaria, donde tomó esposa, pero su mujer murió por la mordedura de una serpiente y Benga, desarraigado de nuevo, decidió regresar con Verner a Estados Unidos.

Nadie parecía saber muy bien qué hacer con Benga. Excepto, naturalmente, exhibirlo. El Museo de Historia Natural de Nueva York lo alojó durante un tiempo en un recinto que simulaba una selva, decorado con unos cuantos arbustos y una hoguera de pacotilla, pero el silencio de la civilización, sin murmullos del viento entre las ramas ni cantos de pájaro en la distancia, lo enloquecía. Intentó escapar, camuflado entre la multitud, pero fue descubierto. Su natural risueño y despreocupado se iba haciendo agresivo.

En 1906, Verner consiguió instalar a Benga en el zoológico del Bronx, donde el destino le deparó por fin un amigo fiel: el orangután Dohong. Aquella amistad, sin embargo, inspiró arteras ideas al director del zoológico, que proveyó a Benga de un arco y unas flechas, sugiriéndole que fingiera cazar para deleite del público 'civilizado'. Hubo protestas. El asunto suscitó una enconada disputa entre darwinistas y cristianos, y finalmente Benga fue autorizado a pasearse libremente por el zoológico.

La actitud del público hacia él, sin embargo, dio pie a más de un incidente, y al cabo de un tiempo Verner pudo internar a Benga en un orfanato hasta que, algún tiempo después, fue adoptado por una familia. Bajo la protección de aquella familia, sus dientes fueron 'restaurados' y, vestido ya a la usanza occidental, asistió a una escuela baptista, donde aprendíó inglés. Cuando su nivel de inglés fue suficiente, el propio Benga decidió dejar la escuela y se puso a trabajar en una fábrica de tabaco.

Su idea, naturalmente, era ahorrar dinero para regresar a África. Pero la primera guerra mundial truncó  sus ilusiones. El tráfico marítimo quedó interrumpido, y Benga cayó en una profunda depresión. El 20 de marzo de 1916, Ota Benga encendió una hoguera ceremonial, arrancó las prótesis que 'corregían' sus dientes de escualo y se disparó un tiro en el corazón.

La primera conclusión que a uno se le ocurre es que los verdaderos salvajes de esta historia no eran los aborígenes, sino los colonos, y que, aparte de Benga y de su amigo el orangután, los únicos seres bondadosos en este episodio eran los antidarwinistas, que proclamaban la igualdad (ante Dios) de todos los seres humanos.

No está del todo claro que los estudios de Darwin fueran el detonante de las atrocidades racistas que protagonizaron la Historia del siglo XX. Cuatro años antes de salir a la luz "El origen de las especies", Arthur de Gobineau había publicado ya "La desigualdad de las razas humanas", por lo que tendría que haber sido Darwin, en todo caso, el influido por aquellas ideas racistas, que de todos modos empezaban a estar en boga en el mundo 'civilizado'. Sin duda, no fue por haber leído a Darwin que Sabino Arana escribió por aquellas fechas: "gran número de ellos [los no vascos] parece testimonio irrecusable de la teoría de Darwin, pues más que hombres semejan simios poco menos bestias que el gorila".

La teoría creacionista, recientemente resucitada en ciertos sectores sociales de Estados Unidos, es a todas luces absurda. Pero ello no quita para que la teoría de la evolución tropiece con difíciles escollos, sólo sorteables con una gran dosis de credulidad. Las avispas de la especie Pompilidae, por ejemplo, desovan en el interior de una araña para que sus larvas, al eclosionar, se alimenten de su portadora aún viva. Es de suponer que la araña no simpatiza mucho con la idea, por lo que la avispa madre debe paralizarla antes de la puesta. Para ello, tiene que clavar su aguijon en un punto extremamente preciso del abdomen de la araña. ¿Tenemos que suponer que esa información está en el código genético de la avispa y se ha incorporado a él por seleccion natural?

En otras especies, la avispa no paraliza a la araña, que sigue fabricando su telaraña mientras las larvas la devoran poco a poco, reservándose -y, por lo tanto, discerniendo (¡una larva!)- las partes vitales para el final. Justo antes de que la araña muera, la larva 'convence' de alguna manera a su hospedante para que la última telaraña que ésta fabrique tenga una estructura diferente: una estructura específicamente adaptada para ser el nido de la futura avispa.

Los ejemplos abundan, pero los estudiosos siempre encuentran alguna explicación para justificar la existencia de tal o cual cornamenta, forma de garra o color de plumaje como resultado de una selección natural. Pocas personas en su sano juicio llamarían a eso 'ciencia', pero prestigiosas revistas científicas perseveran en su publicación. En 2011, por ejemplo, Evolutionary Psychology publicó un artículo según el cual el autismo, que conlleva una mayor capacidad de concentración, podría haber constituido una ventaja evolutiva entre los cazadores prehistóricos. Un par de milenios más cazando, y todos autistas.

Pero a mí me gustan más los contraejemplos, que llevan el razonamiento a conclusiones surrealistas. ¿Por qué roncan los seres humanos -y, particularmente, los varones-? El ronquido nocturno dificulta el apareamiento, ya que ahuyenta a las posibles consortes e impide la formación de parejas estables. Los varones que no roncan son mucho más apreciados por las hembras, dado que, además de dejarlas dormir, no llaman la atención de las alimañas nocturnas, particularmente si el roncador no duerme a la intemperie, sino en el interior de una cueva con gran capacidad de resonancia.

Sin embargo, todo es cuestión de interpretación. Algún 'científico' evolutivo podría alegar que el feroz ronquido del cazador durmiente transmite a la hembra una sensación de seguridad que estimula la combinación de hormonas adecuada para inducir la procreación. Dudo seriamente que una encuesta entre la población femenina respaldara esta segunda interpretación pero, desde la rehabilitación de Galileo, la ciencia tiene a gala no dejarse doblegar por argumentos democráticos. Y, desde la formulación de la mecánica cuántica, ni siquiera por el sentido común.

¿Tendremos, pues, que rehabilitar a los creacionistas, al fin y al cabo? No tengo ninguna objeción, siempre que consigan convencerme de que Dios creó todas las especies al mismo tiempo y de que no era racista. Pero les va a costar trabajo, al menos si su alternativa a Charles Darwin es la Biblia. Puede que todos los seres humanos seamos iguales ante Dios, pero ¿estamos hablando del mismo Dios que escribió (Deuteronomio 7):

"Cuando Jehová, tu Dios, te haya introducido en la tierra a la que vas a entrar para tomarla, y haya expulsado de delante de ti a muchas naciones: al heteo, al gergeseo, al amorreo, al cananeo, al ferezeo, al heveo y al jebuseo; siete naciones mayores y más poderosas que tú, y Jehová, tu Dios, te las haya entregado y las hayas derrotado, las destruirás del todo. No harás con ellas alianza ni tendrás de ellas misericordia. No emparentarás con ellas, no darás tu hija a su hijo ni tomarás a su hija para tu hijo"?

Por qué no. En algunas ciencias, como en religión, todo es cuestión de interpretación.

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martes, 28 de febrero de 2012

En la plaza Bolívar

La niña se acerca al banco donde estoy sentado y mira hacia arriba. Tras ella llegan otros dos niños, que miran hacia arriba también. Uno de ellos, alborozado, señala con el dedo. Allá en lo alto, una iguana como de un metro de largo trepa sin prisa por el tronco de un árbol gigantesco, justo encima de mi cabeza. Es la primera vez que yo veo una iguana en libertad pero, aparte de los niños, nadie más en el parque parece sorprendido.

De pronto, me doy cuenta de que estoy rodeado de niños jugando y no me molesta en lo mas mínimo. Es más, la niña que ha avistado la iguana es un encanto. La sigo con la mirada. Ríe constantemente, y juega con los otros niños. Es perfectamente feliz. No necesita gritar para llamar la atención. No tiene teléfono móvil, ni playstation. Simplemente, juega como todos los niños del mundo han jugado hasta que el primer avieso directivo de marketing descubrió que también la infancia podía ser un mercado.

Tal vez sea un poco descabellado juzgar un país por el comportamiento de sus niños, pero todavía tengo grabada en mi memoria la mirada de felicidad de aquellos pequeños que vi, hace ya años, en un barrio pobre de Nassau, en las Bahamas. Olvídese usted del Prozac y váyase a vivir a un país donde los niños sean felices.

La iguana ha desaparecido, y yo me doy cuenta de que no conozco el nombre de ninguno de los árboles que me rodean, cuyas copas se espesan formando una pequeña jungla más alta que los edificios circundantes. Le pregunto a un paisano que está sentado en el banco de al lado. "Este es almendra", dice con aplomo señalando el árbol de la iguana, que no se parece ni remotamente a un almendro. Después, apuntando a un espécimen formidable con ramas de trazo harapiento, añade: "Aquél es matarratón". Pero no parece saber más. "Y aquéllas son palmeras", agrega débilmente, sospechando que yo ya sé reconocer una palmera.

La estatua de Simón Bolívar ocupa el centro exacto del parquecito, en mitad de una ancha replaza a la que se accede en línea recta desde las cuatro puertas de entrada. Allá afuera, en la calle, varias negras vestidas con el polícromo traje típico de los paquetes de café se dejan fotografiar a cambio de unos pesos junto a un carrito con sandías, bananas, mangos y papayas provocadoramente cortados en trozos de todos los colores. En las cuatro esquinas de la plaza, sendas fuentes murmullan incesantes con un fragor remoto, intercalado aquí y allá por el tintineo de las campanillas de los vendedores de helados.

Nunca pensé que existiera el paraíso, pero la plaza de Simón Bolívar, en esta tarde de domingo, es una aproximación casi perfecta. Nadie parece tener prisa, pero nadie parece tampoco abandonarse al sopor de la sobremesa. Todo es apacible. Perfectamente apacible. Unos cuantos bancos más allá, un hombre sentado mira tranquilamente avanzar la tarde junto a un carrito de libros ordenadamente colocados. "Carreta literaria", leo en uno de sus lados. Es una iniciativa del ayuntamiento. Los libros están a disposición del público, pero nadie se acerca a curiosear siquiera.

Y con razón. ¿Quién necesita libros en una tarde como ésta? Todo en este instante es perfecto. La temperatura es perfecta. El color de la luz es perfecto. La brisa es una caricia, los niños juegan, los pájaros gorjean, los adultos charlan, animados, o callan plácidamente. En el otro extremo de la plaza una mujer ocupa un banco con cinco niños sentados en hilera, y los escasos turistas se funden armoniosamente con el resto de los paseantes. Una tentación irresistible cruza por mi mente. Nunca más leer un libro, nunca más esforzarse por resolver problemas abstractos, informarse de la actualidad política o de la economía internacional. Soltar el equipaje, y descansar. ¿Realmente es necesario dedicar tantos años de la vida a desentrañar símbolos y a sacar conclusiones?

Tal vez no. Tal vez uno ha equivocado su camino, persuadido sin querer por el tráfago de los automóviles y los televisores y los semáforos y los correos electrónicos y los teléfonos móviles. Tal vez la felicidad habría sido vivir con lo justo. Dormir con una mujer amorosa en una cama humilde y comer mango, pan de queso y pescado frito. Y, simplemente, día a día dejar que las horas, que la vida, transcurran, sin prisa, a su propio ritmo.


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sábado, 18 de febrero de 2012

El arte de los secretos

No sé cómo ni cuándo descubrí PostSecret, pero no debió de ser ninguna hazaña si uno considera que, desde su creación en 2005, contabiliza ya más de 500 millones de visitas.  PostSecret ha alcanzado las más altas cimas de popularidad, principalmente en Estados Unidos, y recientemente su creador, Frank Warren, ha comenzado a concertar exposiciones en diversos museos del mundo. Uno de los últimos ha sido el MOMA de Nueva York.

Me hice fanático inmediatamente. La propuesta de PostSecret es muy simple: ¿tiene usted algún secreto tremendo que desea fervientemente contar pero no se atreve? Escríbalo en una postal, o cree un collage similar que dé fuerza visual a su mensaje, y envíelo a cierta dirección postal, a nombre de Frank Warren. Ignoro si hay una criba previa del material recibido, pero en cualquier caso todos los domingos Frank publica veinte secretos para todos los gustos.

La idea es simple, pero poderosa, y el resultado no es, como sería fácil imaginar, una colección de confidencias de colegio de monjas, sino un puñado de obras que, en algunos casos, encajan perfectamente en la definición de arte.

Al menos en lo que yo entiendo por arte. En estos tiempos modernos en que el arte parece buscar sólo un efecto estético, las postales de PostSecret son un soplo de aire fresco. Ya habría querido Tàpies. El texto y las imágenes no sólo se refuerzan mutuamente, sino que consiguen un salto cualitativo. El resultado es una serie de mensajes a menudo conmovedores, pero a veces también filosóficos. Incluso jocosos:

"Me gusta tomar malas decisiones. La vida es más divertida"

"Disfruto torturando a mis amigos enviándoles regalos imposibles de desempaquetar".


Para quienes gustan de leer a Dostoievsky (no me cuento entre ellos), hay terribles confesiones de culpabilidad:

"Mi mujer es una enferma mental. Quiero tener una amante cuyo marido sea un enfermo mental, para sentirme mejor"

Otras veces, en cambio, la culpabilidad parece ausente:

"Sueño despierta imaginando cómo me gastaría el seguro de vida si mi marido muriera en Iraq"


¿Y qué decir de la infancia perdida? Acompañada de un simple texto, la imagen de una fábrica consigue recordarnos a Rousseau el aduanero, cuya obra se sitúa exactamente en las antípodas estéticas:

"Cuando era niña creía que las chimeneas industriales eran realmente fábricas de nubes" 

"Esto es un cheque en blanco. Escribe la cantidad que quieras y te la pagaré. Sólo por volver a ser niño de nuevo"



Otras veces, uno no sabe si reír, indignarse o sentir compasión ante la añoranza de esa infancia perdida:


"Falté una semana entera al trabajo por 'gripe'. En realidad, estuve en casa jugando a Angry Birds. Soy un juez de delitos de drogas. Angry Birds es mi adicción"



Las drogas son otro de los temas recurrentes en las postales:

"Mi papá estaba colocado cuando yo nací"

"Fumo hierba de camino hacia la escuela casi todos los días. Soy profesor... y enseño mucho mejor cuando estoy colocado"

"Me drogo en clase de religión. Nadie se da cuenta"


Algunos secretos nos hacen dudar de la salud mental de su autor, pero podrían dar pie para una novela:

"Estoy completamente convencido de que mi profesor de arte soy yo mismo, enviado desde el futuro"

"Tengo un trastorno esquizoide de personalidad. Y he estado fingiendo emociones desde que tenía 12 años. Nadie se ha dado cuenta"


Haciendo balance, quizá una mayoría de los secretos tienen un trasfondo religioso:

"Todavía estaríamos juntos si yo creyera en Dios"

"Perdí a mi primer amor porque le dije que no veo futuro para nosotros si él no se convertía al cristianismo. Todos los días siento deseos de retirar lo que dije. Tengo miedo de que él haya sido el hombre de mi vida"

"La experiencia que más me ha acercado a Dios es la misma que hizo de mí una adúltera"

"Estoy completamente solo en este mundo. No quiero encontrar a Dios. Quiero encontrar una mujer"

"Sólo me siento cerca de Dios cuando estoy bajo la influencia de narcóticos"

"¿Es malo dar gracias a Dios todos los días por el hombre con el que tengo un affaire?"


Las reflexiones vitales son otro de los componentes conmovedores de PostSecret:

"Me preocupa pensar que el camino que tanto he luchado por seguir es el que me conducirá al lugar más lejano del que deseo alcanzar"

"Cuando las cosas empiezan a ir bien, me veo impulsado a destruir mi vida y comenzar de nuevo"


"Dentro de 33 días, 15 horas, 57 minutos y 18 segundos me graduaré en una universidad privada con dos títulos superiores cum laude, y lo único que realmente quiero ser es una buena ama de casa"


"La persona que creo ser me impide convertirme en la que podría llegar a ser"


"Me habría gustado heredar los genes de la belleza, y no los de la inteligencia"


No podían faltar tampoco, por supuesto, los secretos de amor y los conyugales:

"Pasé toda la semana en París con mi marido, enviándole a mi amante fotos de mí misma desnuda"

"Soy la amante de mi ex marido"

"Dejé de sentirme sola cuando rompiste conmigo"

"La muñeca vudú que hice de ti no dio resultado"


"Voy a rememorar mi vida y preguntarme por qué he pasado tanto tiempo buscando amor, en lugar de simplemente vivir"


Los secretos poéticos son una de mis debilidades:

"Siempre que voy a una nueva peluquería me reinvento a mí misma. He sido ya cirujano, piloto, artista, científica de la NASA, ... semifamosa, ... rica. Es esa hora en que vivo la simpatía de los otros. Nunca regreso a la misma peluquería. No sería capaz de sostener en pie todas mis historias"


"Sin que nadie lo sepa, le corto el césped a mi anciana vecina. A ella le digo que lo han cortado los gnomos del jardín. Tengo la impresión de que me cree"


Y, para terminar, el secreto más nefando de todos es también el más enigmático:

"Me masturbo durante las llamadas telefónicas a tres o más personas"


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domingo, 22 de enero de 2012

El nombre de la calle

Siempre que paso por Playa Chica, en el Paseo de Las Canteras, reparo en el nombre de una calle que me trae resonancias tremebundas. Mi fantasía entonces se dispara y, en algún pasado terrible, imagino hazañas de legionarios heroicos, penitentes arrastrando cadenas en procesiones de Semana Santa, mártires de las Cruzadas, o estigmas de soldados deportados a la isla Molokai. Pero nunca me había tomado la molestia de investigar quién era ese misterioso personaje que da nombre a la calle: el sargento Llagas. Hoy lo he averiguado y, como era fácil de suponer, la cosa no era para tanto.

El sargento Llagas era un sargento de carabineros que vivía en la casa-cuartel del puerto de Las Palmas. Corría el siglo XIX. De creer a los cronistas, aquel edificio era algo así como el camarote de los hermanos Marx. En sólo dos estancias, se albergaban en él el comandante militar, el alcalde de mar, el delegado de sanidad, el alcalde pedáneo, el médico, el boticario y el sacristán de la ermita de La Luz. Cuenta la tradición que, cuando arribaba a tierra algún viajero fatigado por las penalidades de la navegación, el sargento lo acogía en la casa-cuartel y le daba de comer de lo que hubiera en la cocina: cazuela de pescado, escabeche, pan y vino, e incluso café, y acompañaba la comida con las últimas noticias que el viajero, venido de tierras lejanas, sin duda le pedía.


Frente a la casa-cuartel estaba el mesón de su hija, conocida por todos como Seña Rosarito, y rememorada también hoy con el nombre de otra calle no muy lejos del puerto, en el cercano barrio de La Isleta. Según un cronista llamado Cirilo Moreno, la Seña Rosarito era “dueña y señora del puerto, y preparaba como nadie la sopa de marisco”. De cuando en cuando, algunos jóvenes de la capital acudían al lugar montados en su propio burro y, los menos pudientes, a lomos de un borrico de alquiler. Por aquel entonces, para llegar al puerto había que atravesar las dunas de El Refugio. El viento, impenitente en esa parte de la isla, borraba frecuentemente los caminos y trochas que venían de Las Palmas, y no era raro que el pollino, debilitado por el calor y por el esfuerzo de caminar sobre la arena, se cayese con su pasajero a cuestas, o incluso rodase por las dunas hasta terminar encima de él. Los excursionistas, que iban a La Isleta a pasar el día, comían en el mesón de Rosarito y seguidamente, como buenos canarios, dedicaban el resto del día a cantar aires de la tierra y, según la edad, a perpetrar alguna que otra gamberrada, que las crónicas no especifican.


En el año 2000, una excavación arqueológica en la calle Rosarito descubrió dos esqueletos maniatados, testimonio, según los historiadores, del ataque del holandés Van der Does a la isla en el año 1599.


Uno de los puntos de referencia de la calle Sargento Llagas es el bar Texas, ya muy venido a menos, pero superviviente aún de los prósperos años 70, aquella época en que los turistas no habían descubierto todavía la Playa del Inglés. El propietario, Antonio Araña, trabaja en la hostelería desde los once años. Empezó como camarero muy cerca de allí, en un bar llamado Astor, frecuentado entonces por americanos que trabajaban en las plataformas petroleras de la costa africana. Un día, Antonio decidió abrir su propio bar, cuyo nombre escogió porque todos aquellos americanos, según él, eran de Tejas. Por eso, además, les ponía siempre música country.


Los americanos venían cargados de dólares, que se gastaban en los bares y cabarets del puerto hasta que, en los primeros años 80, las cosas cambiaron y dejaron de acudir. En los años buenos, Antonio abría a las diez de la mañana y ya tenía a 15 o 20 en la puerta, esperando. Ahora el Texas está más tranquilo, pero turistas, según él, no faltan. Incluso hay extranjeros de avanzada edad que regresan al bar después de muchos años. La mayoría, mujeres que se enamoraron de camareros y quieren rememorar aquellas horas felices. Algunos clientes, como Horacio, el hijo de Macario el futbolista, viene por allí desde que era un chiquillo. Han venido incluso periodistas suecos, sin que él lo supiese, y luego se ha enterado, por los clientes, de que en Suecia habían publicado algún reportaje sobre su bar.


Además de la barra, las mesas y las fotos que los clientes han puesto en las paredes, un elemento inseparable del bar Texas es el camarero Emilio Monagas, que lleva ya 30 años trabajando allí. La gente cree, incluso, que Antonio y él son los dueños, pero no, él es sólo un camarero. Empezó a trabajar en el Texas a los treinta y tantos y, si Dios quiere, se piensa jubilar en él. Los americanos eran tipos muy fuertes y rudos, explica, pero eran también gente muy buena. De vez en cuando había algún follón, claro, porque se tomaban muchas copas, pero dentro del bar nunca hubo problemas, porque eran muy respetuosos y, antes de empezar la pelea, salían a la calle.


De entonces recuerda Emilio a clientes muy queridos, como el gran boxeador Cloroformo Cabrera, gran amigo y compadre. Ahora, el cliente más viejo que tienen es un noruego al que llaman Finn, que vive allí al lado. Es pensionista. Emilio lo conoce desde que empezó a trabajar en el Texas. Pero hay muchos, muchos más. Tantos, que no sería capaz de nombrarlos a todos.



A partir de hoy, cuando pase por la calle del Sargento Llagas ya no pensaré en el lazareto del padre Damián ni en héroes mutilados en guerras de religión, sino en la sopa de Rosarito, en las dunas de Las Canteras y en los americanos de Tejas que frecuentaban el bar de Antonio Araña. Que eran, según dicen, todos ellos buena gente.


Y mi recuerdo de Las Palmas será, estoy seguro, un poquito más entrañable.



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