(Comienzo)
“Ya era hora”, dijo un borracho desaliñado, apoyado en un codo inestable sobre la barra. Y levantó su vaso de orujo frente al televisor, a modo de brindis.
Los cuatro amigos terminaron sus cafés y se miraron. Había llegado el momento de separarse.
“Pero no por mucho tiempo”, dijo Palau. “Os esperamos en casa para el verano que viene”.
La rubia y él se despidieron de Palau y Helena, y salieron a la calle. En ese momento, un coche se detuvo junto al bordillo. Desde el volante, Herbert los saludaba cariñosamente. Él se lo quedó mirando con una sonrisa burlona, no del todo sorprendido.
“Venga, sube”, dijo Herbert. “No te preocupes. El dormitorio de mi madre no es como el mío. Ella no tiene literas”
Apenas había arrancado el coche cuando oyeron unos golpecitos en la luneta trasera. Era Palau.
“¡Se me olvidaba!”, gritó. “Para el verano he invitado también a tu mujer. Te encantará conocer a su nuevo novio. Se llama Joe”.
El coche arrancó. Transcurrió un rato. El tráfico en las Ramblas era lento y pesado.
“¡Y es un espía!”, añadió debilmente la voz de Palau, con su habitual socarronería, en la distancia.
Pero ustedes y yo, queridos lectores, nos quedaremos sin saber si él oyó o no aquellas palabras.
Fin
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