domingo, 4 de marzo de 2012

Interpretaciones

Leopoldo II de Bélgica nunca llegó a ser tan famoso como Stalin o Hitler, pese a que, bajo sus órdenes directas, un contingente de soldados y mercenarios sin escrúpulos llamado Force publique esclavizó, torturó, violó, mutiló y, finalmente, exterminó a la mitad de la población del entonces Congo belga. A falta de un censo, es posible que nunca se llegue a determinar el número total de víctimas, que las estimaciones más fiables cifran en torno a 10 millones de personas. La escasa frecuencia con que se oye incluir ese genocidio entre las grandes atrocidades humanas ¿podría tener que ver con la circunstancia de que todos los asesinados eran negros? Se admiten apuestas.

En 1904, el misionero Samuel Phillips Verner, enviado a África por los organizadores de la Feria Mundial de Saint Louis para reunir un cargamento de pigmeos que incorporar al muestrario de curiosidades 'científicas' de la exposición, se encontró un buen día con el esclavo Ota Benga. En una de las habituales incursiones de la Force publique, mientras Benga estaba de cacería, su poblado había sido arrasado, y su familia, asesinada. El misionero compró al esclavo por una libra de sal y una pieza de tela, y el agradecido Benga convenció a otros nueve 'aborígenes', cuatro de ellos pigmeos como él, para que lo acompañaran a América.

Los acompañantes de Benga, que algún periódico sensacionalista llegó a calificar de 'caníbales' por el torneado en punta de flecha que exhibían sus dientes, gozaron de gran popularidad -no exenta de incidentes-, aunque finalmente todos ellos regresaron a su país. Tiempo después, Benga acompañó a Verner en una nueva expedición a África. Se instaló en un poblado batwa, de su tribu originaria, donde tomó esposa, pero su mujer murió por la mordedura de una serpiente y Benga, desarraigado de nuevo, decidió regresar con Verner a Estados Unidos.

Nadie parecía saber muy bien qué hacer con Benga. Excepto, naturalmente, exhibirlo. El Museo de Historia Natural de Nueva York lo alojó durante un tiempo en un recinto que simulaba una selva, decorado con unos cuantos arbustos y una hoguera de pacotilla, pero el silencio de la civilización, sin murmullos del viento entre las ramas ni cantos de pájaro en la distancia, lo enloquecía. Intentó escapar, camuflado entre la multitud, pero fue descubierto. Su natural risueño y despreocupado se iba haciendo agresivo.

En 1906, Verner consiguió instalar a Benga en el zoológico del Bronx, donde el destino le deparó por fin un amigo fiel: el orangután Dohong. Aquella amistad, sin embargo, inspiró arteras ideas al director del zoológico, que proveyó a Benga de un arco y unas flechas, sugiriéndole que fingiera cazar para deleite del público 'civilizado'. Hubo protestas. El asunto suscitó una enconada disputa entre darwinistas y cristianos, y finalmente Benga fue autorizado a pasearse libremente por el zoológico.

La actitud del público hacia él, sin embargo, dio pie a más de un incidente, y al cabo de un tiempo Verner pudo internar a Benga en un orfanato hasta que, algún tiempo después, fue adoptado por una familia. Bajo la protección de aquella familia, sus dientes fueron 'restaurados' y, vestido ya a la usanza occidental, asistió a una escuela baptista, donde aprendíó inglés. Cuando su nivel de inglés fue suficiente, el propio Benga decidió dejar la escuela y se puso a trabajar en una fábrica de tabaco.

Su idea, naturalmente, era ahorrar dinero para regresar a África. Pero la primera guerra mundial truncó  sus ilusiones. El tráfico marítimo quedó interrumpido, y Benga cayó en una profunda depresión. El 20 de marzo de 1916, Ota Benga encendió una hoguera ceremonial, arrancó las prótesis que 'corregían' sus dientes de escualo y se disparó un tiro en el corazón.

La primera conclusión que a uno se le ocurre es que los verdaderos salvajes de esta historia no eran los aborígenes, sino los colonos, y que, aparte de Benga y de su amigo el orangután, los únicos seres bondadosos en este episodio eran los antidarwinistas, que proclamaban la igualdad (ante Dios) de todos los seres humanos.

No está del todo claro que los estudios de Darwin fueran el detonante de las atrocidades racistas que protagonizaron la Historia del siglo XX. Cuatro años antes de salir a la luz "El origen de las especies", Arthur de Gobineau había publicado ya "La desigualdad de las razas humanas", por lo que tendría que haber sido Darwin, en todo caso, el influido por aquellas ideas racistas, que de todos modos empezaban a estar en boga en el mundo 'civilizado'. Sin duda, no fue por haber leído a Darwin que Sabino Arana escribió por aquellas fechas: "gran número de ellos [los no vascos] parece testimonio irrecusable de la teoría de Darwin, pues más que hombres semejan simios poco menos bestias que el gorila".

La teoría creacionista, recientemente resucitada en ciertos sectores sociales de Estados Unidos, es a todas luces absurda. Pero ello no quita para que la teoría de la evolución tropiece con difíciles escollos, sólo sorteables con una gran dosis de credulidad. Las avispas de la especie Pompilidae, por ejemplo, desovan en el interior de una araña para que sus larvas, al eclosionar, se alimenten de su portadora aún viva. Es de suponer que la araña no simpatiza mucho con la idea, por lo que la avispa madre debe paralizarla antes de la puesta. Para ello, tiene que clavar su aguijon en un punto extremamente preciso del abdomen de la araña. ¿Tenemos que suponer que esa información está en el código genético de la avispa y se ha incorporado a él por seleccion natural?

En otras especies, la avispa no paraliza a la araña, que sigue fabricando su telaraña mientras las larvas la devoran poco a poco, reservándose -y, por lo tanto, discerniendo (¡una larva!)- las partes vitales para el final. Justo antes de que la araña muera, la larva 'convence' de alguna manera a su hospedante para que la última telaraña que ésta fabrique tenga una estructura diferente: una estructura específicamente adaptada para ser el nido de la futura avispa.

Los ejemplos abundan, pero los estudiosos siempre encuentran alguna explicación para justificar la existencia de tal o cual cornamenta, forma de garra o color de plumaje como resultado de una selección natural. Pocas personas en su sano juicio llamarían a eso 'ciencia', pero prestigiosas revistas científicas perseveran en su publicación. En 2011, por ejemplo, Evolutionary Psychology publicó un artículo según el cual el autismo, que conlleva una mayor capacidad de concentración, podría haber constituido una ventaja evolutiva entre los cazadores prehistóricos. Un par de milenios más cazando, y todos autistas.

Pero a mí me gustan más los contraejemplos, que llevan el razonamiento a conclusiones surrealistas. ¿Por qué roncan los seres humanos -y, particularmente, los varones-? El ronquido nocturno dificulta el apareamiento, ya que ahuyenta a las posibles consortes e impide la formación de parejas estables. Los varones que no roncan son mucho más apreciados por las hembras, dado que, además de dejarlas dormir, no llaman la atención de las alimañas nocturnas, particularmente si el roncador no duerme a la intemperie, sino en el interior de una cueva con gran capacidad de resonancia.

Sin embargo, todo es cuestión de interpretación. Algún 'científico' evolutivo podría alegar que el feroz ronquido del cazador durmiente transmite a la hembra una sensación de seguridad que estimula la combinación de hormonas adecuada para inducir la procreación. Dudo seriamente que una encuesta entre la población femenina respaldara esta segunda interpretación pero, desde la rehabilitación de Galileo, la ciencia tiene a gala no dejarse doblegar por argumentos democráticos. Y, desde la formulación de la mecánica cuántica, ni siquiera por el sentido común.

¿Tendremos, pues, que rehabilitar a los creacionistas, al fin y al cabo? No tengo ninguna objeción, siempre que consigan convencerme de que Dios creó todas las especies al mismo tiempo y de que no era racista. Pero les va a costar trabajo, al menos si su alternativa a Charles Darwin es la Biblia. Puede que todos los seres humanos seamos iguales ante Dios, pero ¿estamos hablando del mismo Dios que escribió (Deuteronomio 7):

"Cuando Jehová, tu Dios, te haya introducido en la tierra a la que vas a entrar para tomarla, y haya expulsado de delante de ti a muchas naciones: al heteo, al gergeseo, al amorreo, al cananeo, al ferezeo, al heveo y al jebuseo; siete naciones mayores y más poderosas que tú, y Jehová, tu Dios, te las haya entregado y las hayas derrotado, las destruirás del todo. No harás con ellas alianza ni tendrás de ellas misericordia. No emparentarás con ellas, no darás tu hija a su hijo ni tomarás a su hija para tu hijo"?

Por qué no. En algunas ciencias, como en religión, todo es cuestión de interpretación.

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