Siempre que paso por Playa Chica, en el Paseo de Las Canteras, reparo en el nombre de una calle que me trae resonancias tremebundas. Mi fantasía entonces se dispara y, en algún pasado terrible, imagino hazañas de legionarios heroicos, penitentes arrastrando cadenas en procesiones de Semana Santa, mártires de las Cruzadas, o estigmas de soldados deportados a la isla Molokai. Pero nunca me había tomado la molestia de investigar quién era ese misterioso personaje que da nombre a la calle: el sargento Llagas. Hoy lo he averiguado y, como era fácil de suponer, la cosa no era para tanto.
El sargento Llagas era un sargento de carabineros que vivía en la casa-cuartel del puerto de Las Palmas. Corría el siglo XIX. De creer a los cronistas, aquel edificio era algo así como el camarote de los hermanos Marx. En sólo dos estancias, se albergaban en él el comandante militar, el alcalde de mar, el delegado de sanidad, el alcalde pedáneo, el médico, el boticario y el sacristán de la ermita de La Luz. Cuenta la tradición que, cuando arribaba a tierra algún viajero fatigado por las penalidades de la navegación, el sargento lo acogía en la casa-cuartel y le daba de comer de lo que hubiera en la cocina: cazuela de pescado, escabeche, pan y vino, e incluso café, y acompañaba la comida con las últimas noticias que el viajero, venido de tierras lejanas, sin duda le pedía.
Frente a la casa-cuartel estaba el mesón de su hija, conocida por todos como Seña Rosarito, y rememorada también hoy con el nombre de otra calle no muy lejos del puerto, en el cercano barrio de La Isleta. Según un cronista llamado Cirilo Moreno, la Seña Rosarito era “dueña y señora del puerto, y preparaba como nadie la sopa de marisco”. De cuando en cuando, algunos jóvenes de la capital acudían al lugar montados en su propio burro y, los menos pudientes, a lomos de un borrico de alquiler. Por aquel entonces, para llegar al puerto había que atravesar las dunas de El Refugio. El viento, impenitente en esa parte de la isla, borraba frecuentemente los caminos y trochas que venían de Las Palmas, y no era raro que el pollino, debilitado por el calor y por el esfuerzo de caminar sobre la arena, se cayese con su pasajero a cuestas, o incluso rodase por las dunas hasta terminar encima de él. Los excursionistas, que iban a La Isleta a pasar el día, comían en el mesón de Rosarito y seguidamente, como buenos canarios, dedicaban el resto del día a cantar aires de la tierra y, según la edad, a perpetrar alguna que otra gamberrada, que las crónicas no especifican.
En el año 2000, una excavación arqueológica en la calle Rosarito descubrió dos esqueletos maniatados, testimonio, según los historiadores, del ataque del holandés Van der Does a la isla en el año 1599.
Uno de los puntos de referencia de la calle Sargento Llagas es el bar Texas, ya muy venido a menos, pero superviviente aún de los prósperos años 70, aquella época en que los turistas no habían descubierto todavía la Playa del Inglés. El propietario, Antonio Araña, trabaja en la hostelería desde los once años. Empezó como camarero muy cerca de allí, en un bar llamado Astor, frecuentado entonces por americanos que trabajaban en las plataformas petroleras de la costa africana. Un día, Antonio decidió abrir su propio bar, cuyo nombre escogió porque todos aquellos americanos, según él, eran de Tejas. Por eso, además, les ponía siempre música country.
Los americanos venían cargados de dólares, que se gastaban en los bares y cabarets del puerto hasta que, en los primeros años 80, las cosas cambiaron y dejaron de acudir. En los años buenos, Antonio abría a las diez de la mañana y ya tenía a 15 o 20 en la puerta, esperando. Ahora el Texas está más tranquilo, pero turistas, según él, no faltan. Incluso hay extranjeros de avanzada edad que regresan al bar después de muchos años. La mayoría, mujeres que se enamoraron de camareros y quieren rememorar aquellas horas felices. Algunos clientes, como Horacio, el hijo de Macario el futbolista, viene por allí desde que era un chiquillo. Han venido incluso periodistas suecos, sin que él lo supiese, y luego se ha enterado, por los clientes, de que en Suecia habían publicado algún reportaje sobre su bar.
Además de la barra, las mesas y las fotos que los clientes han puesto en las paredes, un elemento inseparable del bar Texas es el camarero Emilio Monagas, que lleva ya 30 años trabajando allí. La gente cree, incluso, que Antonio y él son los dueños, pero no, él es sólo un camarero. Empezó a trabajar en el Texas a los treinta y tantos y, si Dios quiere, se piensa jubilar en él. Los americanos eran tipos muy fuertes y rudos, explica, pero eran también gente muy buena. De vez en cuando había algún follón, claro, porque se tomaban muchas copas, pero dentro del bar nunca hubo problemas, porque eran muy respetuosos y, antes de empezar la pelea, salían a la calle.
De entonces recuerda Emilio a clientes muy queridos, como el gran boxeador Cloroformo Cabrera, gran amigo y compadre. Ahora, el cliente más viejo que tienen es un noruego al que llaman Finn, que vive allí al lado. Es pensionista. Emilio lo conoce desde que empezó a trabajar en el Texas. Pero hay muchos, muchos más. Tantos, que no sería capaz de nombrarlos a todos.
A partir de hoy, cuando pase por la calle del Sargento Llagas ya no pensaré en el lazareto del padre Damián ni en héroes mutilados en guerras de religión, sino en la sopa de Rosarito, en las dunas de Las Canteras y en los americanos de Tejas que frecuentaban el bar de Antonio Araña. Que eran, según dicen, todos ellos buena gente.
Y mi recuerdo de Las Palmas será, estoy seguro, un poquito más entrañable.
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