La Retórica. Reinhold Timm, 1620 |
Esto no quiere decir que no haya modelos del funcionamiento de nuestro cerebro. Los hay, y todos ellos reflejan de algún modo la mentalidad o las modas de la época histórica en que fueron concebidos. Uno de los más antiguos que conocemos aparece en un manuscrito llamado Ars Magna, escrito en 1305 por el fraile franciscano Raymundus Lullus (o Ramon Llull, en grafía romance). En él se describía la mente humana como una compleja trama de conceptos, estructurados en dos círculos concéntricos y conectados entre sí por relaciones triangulares. Inspirado en la mecánica de los silogismos, que era conocida desde Aristóteles, Lullus incorporó a su teoría un conjunto de reglas de razonamiento que convertían a su modelo en una especie de 'máquina virtual' generadora de conceptos, y a su creador en el programador de software más consumado de la Edad Media.
Un elemento que nunca falta ni en los esquemas del cerebro humano ni en los programas de software es la memoria y, para ser sinceros, hay que reconocer que el modelo de memoria digital de nuestras computadoras es, con mucho, el más aburrido. Cuenta Cicerón que, en cierta ocasión, el orador Simónides de Ceos fue invitado a una cena por un rico noble de Tesalia para que exaltara ante los comensales las virtudes de su empleador. Quizá perturbado por el vino, parece ser que Simónides se fue un poco por las ramas y dedicó una parte excesiva de su discurso a los dioses Cástor y Pólux, cosa que enfureció al homenajeado.
De modo que, al terminar el discurso, el anfitrión se acercó a Simónides y le dijo que le pagaría solamente la mitad de lo convenido. La otra mitad, añadió, debía ir a reclamársela a Cástor y a Pólux, a quienes había dedicado en su discurso tanto tiempo como a él. Misteriosamente, apenas un rato después alguien indicó a Simónides que había dos jóvenes a la puerta preguntando por él. Simónides salió a la calle, pero allí no encontró a nadie. En ese instante, el edificio entero se derrumbó a sus espaldas.
Excepto él, ninguno de los ocupantes del edificio se salvó, y bajo los escombros los cuerpos quedaron irreconocibles. Pero Simónides recordaba perfectamente el lugar que había ocupado cada uno de los comensales en la mesa, gracias a lo cual fue posible identificar todos los cadáveres. Meditando después sobre ese detalle, Simónides elaboró la primera teoría conocida de la memoria como estructura espacial.
La teoría, desarrollada durante la Edad Media por dominicos y jesuitas, en un principio para memorizar cómodamente los elementos de sus larguísimos sermones, consistía en imaginar un edificio con muchas dependencias e ir colocando en cada una de ellas un objeto que evocase un concepto específico. En la Edad Media no se sabía todavía, pero cada suceso acaecido en nuestra memoria, y más aún si está estructurado, estimula las neuronas de nuestro cerebro, que genera nuevas sinapsis en las que la información recién añadida se instala permanentemente.
Aquellos 'palacios de la memoria' eran, casi en sentido literal, modelos 'para andar por casa', cosa que no satisfacía a los más racionalistas. Seguramente por eso, el dominico Giordano Bruno, debidamente quemado por la Inquisición en 1600 por sugerir que el Sol era una estrella, ideó un modelo más teórico basado en la planta de los atrios romanos. Su modelo describía una superficie de conceptos reticulada en cuadrados (atrios), capaz de generar frases por métodos combinatorios. Por si aquello fuera poco, Bruno extrapolaba su modelo al macrocosmos, y las propiedades geométricas de sus atrios lo llevaron a pronunciar el anatema que terminaría costándole la vida: el Universo era homogéneo.
Alguien que no podía faltar en esas lides intelectuales era el gran Leibniz, una de las mentes más preclaras de todos los tiempos. La especialidad de Leibniz era descubrir cosas al mismo tiempo que otros. La idea de descomponer los conceptos como si fueran números primos, propuesta por Kircher en 1645, ya se le había ocurrido a Leibniz "durante su adolescencia", y lo que luego se llamó 'cálculo infinitesimal' había sido ya inventado por Newton cuando Leibniz lo utilizó por primera vez en uno de sus artículos. Todavía hoy, la controversia sigue en pie.
Los modelos de la mente humana no terminaron en Leibniz. En tiempos más recientes, Wittgenstein describió el lenguaje como un juego (en el sentido matemático) y, más recientemente, el desarrollo de las computadoras ha inspirado todo tipo de modelos basados en algoritmos, es decir, en series de instrucciones. A pocos sorprenderá saber que casi todos esos modelos describen el funcionamiento del cerebro humano como describirían el de una computadora.
Para un lenguaje como el humano, estructurado en categorías, tal vez es inevitable describir nuestra mente como un armario con cajones, pese a que algunos de esos armarios son tan abstrusos que significan o nada en absoluto o lo que uno quiera que signifiquen, como sucede por ejemplo con la gramática cognitiva de Langacker. Pese a que muchas de esas teorías no están confirmadas por otra experiencia que el ojo de buen cubero, han sido reconocidas oficialmente como disciplinas académicas. Inexplicablemente, quizá, porque hay desde antiguo otras teorías similares, tan estructuradas y tan endeblemente experimentales como ellas, que no han pasado el filtro.
La acupuntura es una de las más conspicuas. Inventada en la noche de los tiempos y practicada desde hace milenios, nos propone una estructura de 'meridianos' que recorren supuestamente el cuerpo humano, y por los que fluye una 'energía' que nadie ha conseguido todavía medir pero que sana a muchos pacientes, más o menos con la misma eficacia que el efecto placebo. Que, por cierto, nadie parece haber explicado todavía científicamente. La acupuntura es medicina en la misma medida en que la inteligencia artificial es inteligencia o en que las flores de plástico son flores. Y, sin embargo, mientras no averigüemos cuál es el modelo definitivo que triunfará sobre el pueril armario y sus metafísicos cajones, no podemos -ni debemos- descartarla.
Si nuestro cerebro es -simplificando mucho- una red de neuronas, toda percepción de calor, frío o dolor en la superficie de nuestro cuerpo se reflejará de algún modo en esa red. No es absolutamente imposible que las pautas de corriente eléctrica generadas en el cerebro por unos pinchazos a lo largo de unos 'meridianos' imaginarios generen algún tipo de equilibrio -o desequilibrio- en el funcionamiento de algún órgano. Al fin y al cabo, un fenómeno tan pedestre como la hipnosis es capaz de alterar sorprendentemente las percepciones de una persona. Dado que no se conoce ningún caso de asesinato por pinchazos de acupuntura, es de suponer que los efectos benéficos de esa terapia tampoco serán milagrosos, pero sólo un modelo acertado y una experimentación sistemática nos permitirán averiguarlo.
Un breve inciso por si alguien, leyendo esto, espera que me interne en territorios más pintorescos: no hablaré de la homeopatía o de la astrología, por la misma razón por la que no hablaré de los sahumerios o de la magia negra.
La hipnosis fue precisamente el punto de arranque de la técnica psicoanalítica. Partiendo de un método terapéutico, la teoría de Sigmund Freud fue evolucionando hasta convertirse en un modelo dinámico del funcionamiento de nuestras pulsiones. Su autor lo describió en su Proyecto de una psicología para neurólogos. Freud había sido alumno del físico Helmholz, por lo que toda su terminología psicoanalítica refleja los conceptos de la física del siglo XIX.
Desde mi punto de vista, su aportación más genial al conocimiento de la mente humana fue la Psicopatología de la vida cotidiana, es decir, su explicación de los actos fallidos. No parece fácil que alguien demuestre o refute algún día la validez del psicoanálisis pero, pese a los años transcurridos desde el sueño de Anna O., sus planteamientos marcan, en mi opinión, una forma de plantearse los procesos mentales mucho más refrescante que el tosco armario anglosajón.
Segundo inciso: tampoco hablaré de Lacan, por la misma razón por la que no hablaré de homeopatía o de astrología.
En la misma línea de significado simbólico de los actos humanos, la grafología sobrevive todavía en algunos gabinetes psicológicos. Partiendo de unos comienzos subjetivos, puramente basados en la intuición, los grafólogos han ido sistematizando esta disciplina en términos de rasgos psicológicos: introversión/extraversión, primariedad/secundariedad, etc. No hay forma conocida de demostrar que la jamba de una j simboliza una pulsión material y la de una l un anhelo espiritual, pero probablemente tampoco es casualidad que llamemos 'rastrero' a un timador, o que hablemos de un científico diciendo que 'está en las nubes'. No sé si la grafología es asignatura oficial en alguna Universidad del mundo, pero es una teoría estructurada y, con un planteamiento experimental adecuado, podría arrojar algún día resultados sorprendentes.
A lo largo de la historia, las teorías científicas que han conseguido explicarnos la realidad tienen tres componentes inseparables: estructura, experimentación y sentido común (este último es el que excluye la astrología). Las estructuras de estas teorías 'coquetas' podrían no ser del agrado de los popes que estudian la mente humana, pero ofrecen una alternativa interesante a los vetustos cajones de la segunda mitad del siglo XX. Si alguien encontrara algún día la forma de poner a prueba sus conceptos en un laboratorio, tal vez el coqueteo podría terminar en una relación formal, y el mundo académico no tendría más remedio que bajar la guardia y esconder los colmillos.
Que es, sorprendentemente, lo que han hecho con Langacker.
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