lunes, 18 de mayo de 2020

La espiral - 9

(Comienzo)

La terraza del Club Náutico estaba desierta. Me senté a una mesa apartada, resguardada del sol por una sombrilla amarilla que cabeceaba con la brisa que venía del mar. El yate de Andy estaba suficientemente lejos para que ninguno de sus ocupantes reparara en mí. ¿A quién le podía importar la presencia de un don nadie en una terraza remota, teniendo allí alrededor aquella colección de chicas elegantemente desvestidas?

Miré a mi alrededor. Bajo un cielo sin nubes, el mar azul cobalto se rizaba lo justo para navegar perezosamente, en casi todos los casos zigzagueando de acá para allá, simplemente por placer. El yate de Andy era el único que estaba fondeado. Más allá de la escollera se adivinaba una playa, no muy concurrida. Respiré hondo. El aire olía a mar.

Un tipo larguirucho se interpuso entre mis gafas de sol y la poesía idílica del paisaje.

"¿Qué va a tomar?"

Retorné a la realidad. Esperar pacientemente frente a la casa de Andy y seguirle después en coche hasta el puerto deportivo me había llevado unas cuantas horas, y entre tanto se había hecho muy tarde. Tenía hambre.

"¿Tienes algo para comer?", pregunté.

"Lo siento. La cocina está cerrada"

"No necesito comerme al cocinero. ¿Tengo pinta de ser un caníbal?"

No le gustó mi comentario. Con un gesto de fastidio, apoyó el cuerpo en una pierna y cruzó los brazos, sin soltar el bloc de notas ni el bolígrafo.

"Le puedo hacer un sándwich, si quiere. Jamón y queso"

"Que sean tres", dije. "Y una cerveza. Bien fría"

No se molestó en anotar el encargo. Estaba ya girando sobre sus talones cuando oyó mi pregunta.

"Los del yate aquel, ¿vienen todos los días?"

Miró de reojo hacia donde yo le indicaba.

"Las chicas, sí"

"¿Y los chicos?"

Esbozó media sonrisa sardónica.

"¿Usted qué cree?"

 "Creo que deberían invitarte a ti. Con ese tatuaje en el brazo, romperías unos cuantos corazones"

Se miró el tatuaje, con aires halagados. Las invocaciones al ego nunca fallan.

"Es que soy Piscis", se ufanó. Su sonrisa era ahora simpática. Asomé los ojos por encima de las gafas de sol y le hice un guiño de complicidad.

"En seguida le traigo los sándwiches", dijo. Y se alejó hacia el interior con paso vivo.

Desde el yate de Andy me llegaban risas apagadas por la distancia. De pie en la cubierta, Andy descorchó una botella de champagne que le tendía una de las chicas. Un poco temprano para empezar una fiesta, pensé... A menos que estuvieran celebrando algo, claro. No me atrevía a sacar los prismáticos. A aquellas horas yo era el único cliente del restaurante, pero no podía permitirme despertar sospechas. Mi amistad con el camarero todavía no era inquebrantable.

Cuando llegaron mis sándwiches, una de las chicas, que probablemente había bebido demasiado, se había echado en una tumbona y se había quedado dormida. Su brazo izquierdo, con una copa todavía en la mano, caía desmadejado sobre la cubierta. Me recordó a Severo Smith, roncando estrepitosamente en su cama bajo los efectos de algún enigmático anestésico para hipopótamos. Comí a toda prisa, pagué una cantidad generosa y salí al aparcamiento. Pero esta vez no me dirigí a mi automóvil. Unos trescientos metros más al oeste, entre unas rocas, una especie de mirador natural poblado de arbustos parecía el lugar ideal para espiar con mis prismáticos sin ser visto.

(Siguiente)

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