domingo, 24 de mayo de 2020

La espiral - 11

(Comienzo)

Bajo el tamarindo había ahora instalado un puesto de helados de color frambuesa, con un cornete gigante pintado en su cara exterior. Al otro lado, sentada en un taburete, una mujer rubia, de hombros anchos y facciones duras, se encorvaba ensimismada sobre la pantalla de una tablet. Me pareció extraño. No tenía mucho sentido abrir un puesto de helados en aquella calle. El acceso a la playa quedaba lejos, y en aquel barrio de familias adineradas las cocineras servían cada día de postre los rascacielos de helado más altos de la ciudad. En lugar de detenerme, pasé de largo y aparqué en una calle paralela, al otro lado de la manzana. 

Mi excitación inicial se empezaba a disipar, y ahora veía las cosas con más calma. A aquellas horas de la tarde, Severo Smith no tenía por qué estar bajo los efectos de ningún somnífero. Belinda podía tranquilamente haber pretextado salir de compras, o ir a visitar a alguna amiga, sin necesidad de recurrir al jarabe sospechoso. Comprendí que había reaccionado demasiado aprisa. Cada vez que aquella mujer aparecía ante mi vista mi capacidad de razonamiento se reducía a cero. Saqué el teléfono del bolsillo y seleccioné el número de mi cliente. 

Pero no llegué a llamar. Pensándolo mejor, salí del coche y, dando un pequeño rodeo por un callejón lateral, salí a la playa. Severo Smith solía pasarse las tardes en la terraza de su despacho, hojeando revistas financieras y mirando al mar. No necesitaba hablar con él. Me bastaba con comprobar que seguía allí como todas las tardes. Al fin y al cabo, las pruebas que yo acababa de conseguir no eran suficientes todavía. La mujer que aparecía en mis fotos no era exactamente la misma que me habían encargado vigilar, y que yo mismo había visto en la ventana la noche anterior. Había una diferencia. Antes de seguir adelante, necesitaba averiguar si Belinda era realmente rubia o pelirroja.

No tuve que esforzarme mucho. A cincuenta metros de mí, chapoteando en la orilla del mar, Belinda y dos niñas pequeñas jugaban alegremente con un gran balón de colores. De cuando en cuando Belinda se zambullía entre las olas para alcanzar el balón, y al salir del agua su cabello mojado escurría sensualmente por encima de sus hombros. 

Era pelirrojo.

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