sábado, 20 de junio de 2020

La espiral - 18

(Comienzo)

Pero, a través del visor de infrarrojos, era imposible saber si esa Belinda que ahora gemía con las piernas levantadas, enlazadas a la cintura de aquel semental, era rubia o pelirroja. Lo que sí parecía evidente era que estaba pasando un buen rato. En aquel rompecabezas que se estaba empezando a vislumbrar, Belinda era la pieza más difícil de encajar. Esposa infiel, amante infiel, tan previsiblemente rubia o pelirroja como las luces de un semáforo, y capaz de desplazarse desde el yate de Andy hasta la playa en menos tiempo del que tardaba yo al volante bajo los efectos de una tempestad de adrenalina. ¿Quién era realmente aquella mujer?

No me atreví a disparar la cámara por miedo a ser descubierto. Además, los buenos ratos como aquel se merecían un respeto. Poco a poco, reptando hacia atrás, me aparté de la duna, me sacudí la arena de la ropa y caminé hasta mi automóvil. Cuando estuve dentro, suspiré con resignación.

"Unos nacen con estrella, y otros nacemos estrellados", murmuré, recordando al mismo tiempo a Belinda entre los brazos de aquel tipo y a Rosario desprendiéndose lujuriosamente de su faja. Naturalmente, mis suspiros eran inútiles. El destino es el único energúmeno que ningún detective ha conseguido jamás investigar. 

Consulté mi reloj. Eran las tres de la madrugada, pero yo no tenía sueño. Rosario había consentido en pasar la noche sin mí y ya no me esperaba. En realidad, no me esperaba nadie. Cuando uno es dueño de su destino también es esclavo de su libertad. Pero la noche era larga, y yo conocía un par de sitios en la ciudad donde disfrutar de esa esclavitud. Puse el coche en marcha y, esquivando siluetas de peatones borrachos y faros de otros automóviles que seguían entrando, me zambullí en el tráfico oscuro de la autopista. 

La luna, amarilla y famélica, acababa de salir. No había ninguna ley que prohibiera a un detective enamorarse. Ni siquiera de la mujer de su cliente o de la amante de un mafioso, igual que no había ninguna ley que prohibiera llover o tener ojos, o volverse loco. Ni siquiera de melancolía. Antes de una semana yo conseguiría tomar las fotos que mi cliente me había encargado y Belinda desaparecería de mi vida. Para siempre. Intuí que aquella noche iba a ser larga. Muy larga.

La luna se diluyó en el resplandor de las luces de la ciudad, que a aquellas horas estaba casi desierta. Dejé atrás el hotel Sebastopol, me desvié a la derecha, y tres calles más adelante aparqué junto a un puesto de pizzas. Mientras aguardaban a que la vendedora cortara sus raciones, una pareja de adolescentes se besaba fogosamente. Antes de salir del coche miré por el retrovisor. Detrás de mí se acababa de detener otro automóvil. Apagó los faros, pero no vi salir a nadie. Hacía ya rato que sospechaba que me venían siguiendo.

Salí, cerré la portezuela y me acerqué a la ventanilla del conductor, pero no pude distinguir a ningún ocupante. Entonces apoyé la nariz en el vidrio y agité la mano, a modo de saludo. La ventanilla descendió lentamente, y unas clavículas familiares aparecieron ante mi vista. Enmarcada en un cabello lacio, presumiblemente cortado con una podadora, la rubia del puesto de helados me miraba, inexpresiva.

"¡Qué sorpresa!", dije, levantando las cejas. "No sabía que tus papás te dejaban salir por la noche"

"Sólo he salido a tomar una copa. Mis papás están en Bulgaria y no se van a enterar de nada"

Por un instante, sus labios dibujaron la tilde de una ñ. ¿Había sonreído?

"Envíales muchos recuerdos de mi parte", respondí, tan cariñosamente como le habría agradecido a mi dentista que me sacara una muela sin anestesia. "Yo tardaré todavía un rato. Puedes comprarte una pizza si tienes hambre"

"¿No me vas a invitar a una copa?", preguntó, sin mover un músculo de la cara. Me pareció que trataba de ser simpática.

"Oye, disculpa mi franqueza, pero no eres mi tipo. Me hace ilusión pensar que esta noche podría encontrarme con la mujer de mi vida", mentí. La posibilidad de que Belinda abandonase esa noche al feliz humano de las dunas para terminar emborrachándose conmigo en un tugurio sin nombre era tan verosímil como una invasión extraterrestre.

"Entonces te invitaré yo", sentenció la rubia con voz gruesa, como si me hablara desde dentro de una caverna.

La portezuela se abrió, y los dos metros de vendedora de helados se desplegaron ante mí. Se alisó desmañadamente la falda y me tendió la mano.

"Katia", dijo, a modo de saludo.

Estreché su mano, pero no dije mi nombre.

Después, me encogí de hombros y eché a andar. Llámame como quieras, pensé.

(Siguiente)

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