domingo, 14 de junio de 2020

La espiral - 17

(Comienzo)

Glamour 1 era una disco tan fea como cualquier otra. Era un edificio de dos plantas en las afueras de la ciudad, no muy lejos de la playa. A su entrada, dos tipos impasibles, posiblemente pertenecientes al género humano, perdonaban la vida a cada uno de los que conseguían pasar. A la mañana siguiente serían tan insignificantes como cualquier otro don nadie escribiendo idioteces en la pantalla de un teléfono. El cielo estaba surcado por haces de luz blanca que salían de la azotea y se entrecruzaban allá en lo alto, sin ningún significado en particular.

Cuando llegué a su altura, uno de ellos se puso delante de la puerta, bloqueando la entrada. En lo alto de su cráneo, una cresta picuda teñida de azul lo diferenciaba sin ninguna duda de una iguana. Era bizco. 

"¿Qué es lo que quieres?", me desafió.

"Entrar"

Sonrió, sinceramente divertido.

"No se puede. Está lleno"

"Verás cómo en seguida se vacía. Traigo un mandamiento judicial"

La sonrisa se borró de sus labios. Me miró de arriba a abajo.

"Es broma, hombre", exclamé, dándole una palmada en un brazo. Su compañero se acercó.

"La verdad es que el juez todavía no se ha decidido", aclaré. "Pero no te preocupes. No tardará"

Estaba desconcertado. Su compañero me preguntó:

"¿Eres policía?"

"¿Tú qué crees?"

"Demuéstramelo"

"Mira, vamos a llegar a un acuerdo. Digamos que yo no soy policía, y el juez por hoy se ha ido a dormir. Quién sabe, quizá nunca se decida. Pero me tenéis que dejar pasar"

Se miraron. El bizco vaciló unos segundos, y después asintió levemente con la cabeza. El otro se apartó, pero él no se movió. Procurando no rozarle, me deslicé entre su biceps y el cortinón que tapaba la entrada y pasé al interior.

Un huracán de gorgoteos electrónicos vapuleó mis tímpanos, y un alud de luces entrecortadas me envolvió en un éxtasis de pacotilla. Por comparación, el infierno de Dante era un remanso de paz. A empellones, me abrí paso hasta la barra y me acerqué a una de las camareras.

"¿Tienes un minuto?", grité, con toda la fuerza de mis pulmones.

"¿Qué?"

Repetí la pregunta. Tampoco esta vez me oyó.

"¿No podemos ir a un sitio más tranquilo?", volví a gritar, ahora prácticamente dentro de su oído.

"¡Pero si aquí está tranquilo...! ¡Donde está la movida es en la planta de arriba!", exclamó, señalando el techo.

Saqué mi teléfono del bolsillo y le mostré la foto de Belinda en el yate de Andy.

"¿La has visto por aquí?"

Se acercó a mirar. Pareció dudar unos segundos, pero en seguida denegó con la cabeza.

"¡No me suena! ¡Pero yo soy nueva. Pregúntale al dueño!", dijo, señalando entre las cabezas.

En efecto, allí estaba. La figura atildada de Andy habría sido inconfundible en mitad del Apocalipsis. Suponiendo que el Apocalipsis consiguiera ser peor que aquella barahúnda. Andy estaba eufórico. Las dos chicas que estaban con él, que él tenía enlazadas por la cintura, se reían a carcajadas. Me pareció que una de ellas era la chica de la tumbona. Me alejé hacia el fondo del local y di una vuelta completa en busca de alguna puerta privada, pero no encontré ninguna. Después, subí a la primera planta y repetí la exploración. Tampoco. Si Andy tenía algo que esconder, no era en aquel edificio. Bajé las escaleras y, sorteando como pude codos, vasos y pisotones, salí al exterior. El tipo de la cresta azul ni me miró.

Respiré hondo. No podía creer que estuviera pisando el suelo otra vez. Necesitaba recuperar el sentido de la realidad. En lugar de regresar al coche, bordeé el edificio y, caminando entre dunas, me dirigí a la playa. El rumor de las olas se fue acercando despacio hasta que, por fin, divisé la orilla allá a lo lejos. Entonces me tumbé sobre la arena y miré al cielo.

La luna no había salido todavía, y la playa estaba desierta. Me sentía como si hubiera escapado de una guerra. Poco a poco, fui recuperando la serenidad. No había sido una noche muy productiva. Mucho ruido y pocas nueces, pensé. Y cerré los párpados. Entonces oí los jadeos.

Era difícil saber de dónde venían, pero no estaban muy lejos. Por suerte, venía preparado. Me levanté sigilosamente y, lo más aprisa que pude, regresé al coche, saqué la cámara de visión nocturna y volví a la playa. Guiándome por la intensidad del sonido, ascendí una duna, me tumbé boca abajo sobre la arena y enfoqué mi cámara hacia los dos bultos.

Allí estaban. Era ella.

(Siguiente)

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