jueves, 31 de enero de 2008

Talismán

Hace muchos años, en mi primer viaje a México, compré, no sé si en Acapulco o en el D.F., un pequeño candelabro de artesania. Era el año 1985. Había llegado desde La Habana, a bordo de un avión de hélice que atravesó lo que a mí me pareció el Triangulo de las Bermudas en medio de una tormenta pavorosa. Me gusta recordar mi vida como una novela. Un intelectual diría 'literaturizar' la vida. Reminiscencia, quizá, de una infancia en la que mis mejores amigos eran libros.

Siempre sentí predilección por aquel candelabro. Mudanza tras mudanza y país tras país, todos aquellos objetos de artesanía que traje conmigo fueron desapareciendo en una especie de agujero negro de avatares extraviados en la memoria. Sólo quedaba el candelabro, y esta noche se ha roto. La tristeza que me ha embargado era extraña, un poco desmesurada. ¿Podría ser que aquella enternecedora figurilla de terracota fuera para mí un talismán?

Qué exótica idea. Un racionalista del siglo XXI, acostumbrado a avanzar siempre por los cordajes de la razón, inesperadamente prendado de un talismán. Mientras me afeitaba, pensando en el asunto, se me ha ocurrido de pronto que aquel candelabro recién quebrado simbolizaba mi juventud. Una juventud con unos horizontes dilatados y luminosos, ante un futuro embosquecido de puertas por abrir.

¿Quedan todavía puertas por abrir? No tengo duda de que sí. Tal vez las más interesantes, porque después de tantos años uno ya sabe de sobra qué puertas no quiere abrir. La vida es una larga sucesión de puertas que se abren, casi siempre, a callejones sin salida. De valles y montañas sin eco. Una breve novia mía me dijo una vez una frase que, según ella, resumía la filosofía de su abuela, una centroeuropea alejada del Mediterráneo: El mundo es como un océano en la noche, surcado por diminutas luces de barcos que entrecruzan sus aguas. Los barcos navegan solos en la oscuridad. De cuando en cuando, se acercan a otra luz de otro barco y navegan en paralelo durante un tramo de la noche. Pero, tarde o temprano, sus caminos divergen y las luces se hunden de nuevo en la sombra, siguiendo su camino, solas.

Esa metáfora es también muy literaria. Pero lo bueno que tiene la literatura es precisamente que permite contemplarla como biografía o como ficción, según convenga. A diferencia del candelabro, la metáfora de los barcos es literatura pura. Apurándolas un poco, todas las metáforas sirven lo mismo para un barrido que para un cosido. Según se mire.

Desaparecido el talismán, me queda la sensación de que se ha roto un hilo impalpable que conectaba mi presente con mi pasado. ¿El hilo de Ariadna? ¿Paradise Lost? ¿El retrato de Dorian Gray?

Literatura, literatura. Pero, ¿acaso la vida tiene otro sentido que servir de pretexto para hacer literatura?

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