martes, 5 de febrero de 2008

Autopista

Aranjuez era el comienzo virtual de mi novela inconclusa 'Ruede la Luna'. Allí un Rey imaginario, repentinamente abandonado de todos -servidumbre y dignatarios extranjeros-, comprendía que para huir de aquel lugar no tenía más remedio que agacharse, hacer girar plebeyamente la manivela que ponía en marcha el motor, sentarse al volante y confiar en que la carretera que salía de Palacio condujera a algún lugar seguro. O, simplemente, a algún lugar.

Escribí la escena de memoria, porque no había regresado a Aranjuez desde que tenía 8 o 9 años, cuando el padre de mi amigo Paquito me invitó a hacer el viaje con ellos en un Citroën 'Pato' de segunda mano que se acababa de comprar. Entonces era primavera. Ahora era invierno. Entonces había una carretera desde Madrid. Ahora hay un enjambre de autopistas entrelazadas, un laberinto apocalíptico donde lo inverosímil es encontrar el camino deseado simplemente guiándose por las señalizaciones.

Después de mirar el mapa concienzudamente, el conductor sale de Aranjuez con el ingenuo propósito de alcanzar rápidamente la autovía de Valencia. El día es gris, infame. Llovizna. Los carriles de la primera autovía a la que accede se bifurcan, se multiplican, ascienden y descienden. Un reguero inacabable de camiones con jorobas gigantescas oculta las señales de tráfico hasta que el automóvil pasa justamente debajo de ellas: demasiado tarde. El conductor reduce la velocidad. Otros automóviles protestan a golpe de claxon. El camión que va delante se distancia, pero otros camiones alcanzan a su automóvil, lo adelantan, y el letrero informativo que estaba a punto de asomar desaparece de nuevo detrás de otros paralelepípedos humeantes.

Cuanto más reduce la velocidad, más camiones lo adelantan. A su alrededor, el paisaje es yermo, calizo, gris sucio. Por fin, un letrero: M-50, R3, R4, M15, M-306, A-3, E-51, Madrid, Aranjuez, Ocaña, Toledo, Córdoba. ¿Cuál de esas direcciones conduce a Valencia? Ha de tomar una decisión ya. En una autovía abarrotada de vehículos no puede detenerse a pensar. Se decide por Córdoba. Y tiene suerte. Un kilómetro después, otro letrero: Toledo, Tarancón. Lo sigue. Se relaja.

Pero el letrero siguiente reza sólo Toledo. Tarancón ha desaparecido. El cielo está cubierto. Si al menos se viera el sol, podría orientarse. Continúa hacia Toledo. Ve pasar una prisión, un campo árido, feo, desolado. Una angustia existencial se apodera de él. Miles de seres humanos viajan por aquellos laberintos diariamente, como ratas de laboratorio. Aquella pesadilla forma parte de sus vidas cotidianas. ¿A cambio de qué?, se pregunta. Añora su bicicleta, la sensación de libertad mientras pedalea a través de los jardines bajo un cielo azul, sin humos ni prohibiciones ni tubos de escape a su alrededor.

Pero la carretera se prolonga hacia Toledo, y a esas alturas ya ha comprendido que viaja en la dirección contraria a la que él pretendía. Da media vuelta y, después de varios kilómetros, regresa a la autovía. Empezar de nuevo. Dirección: Córdoba. Unos kilómetros más, y se encuentra otra vez... en Aranjuez. Direcciones: Madrid, Albacete, Córdoba. M15, R5, E02, A13, M324, R7, R6, R5, M215. Esta vez opta por Albacete. Muchos kilómetros después, vuelve a encontrarse con el letrero que indica la dirección a Tarancón. Respira hondo. Pero en el siguiente letrero Tarancón vuelve a desaparecer. Madrid, Ocaña, Albacete, Alicante. Y Córdoba. Por todas partes Córdoba. Siempre Córdoba.

Está a punto de tirar la toalla y pernoctar esa noche en Córdoba cuando descubre por fin la desviación que conduce a Tarancón. Pero Tarancón vuelve a desaparecer en los letreros subsiguientes. Para no perderse otra vez en un dédalo de autovías, decide salir e internarse en Ocaña. Un pueblo sórdido, desconchado, desolado. La España profunda. El automóvil se estremece, salta al pasar por los montículos que atraviesan la calzada para reducir la velocidad. En los cruces frena, lee desesperadamente todos los letreros de tráfico. Centro urbano, Ayuntamiento, Mercado, Biblioteca Municipal. Ni rastro de Tarancón. Los automóviles que vienen detrás tocan el claxon, con furia.

Se detiene. Pregunta. ¿Por donde se va a...? Muy fácil, le responden. Siga por la derecha (señalando con la mano a la izquierda), ya verá la Feria, y luego dé la vuelta hacia Correos. Pero ¿dónde es la Feria? Muy fácil: como si fuese al polígono industrial, pero del lado del campo de football. Verá un semáforo, nada más pasar el bar de los mellizos...

Decide ignorar las instrucciones de los neanderthales y salir hacia las afueras. Necesita aire. De pronto, milagro: la carretera de Tarancón. Le molesta el cinturón de seguridad. Se lo quita. Un pitido intermitente lo conmina a abrochárselo. Abre la ventanilla. Todo es una pesadilla. El coche que lo lleva es una jaula, y él es un pollo anónimo alimentado con soylent green. Para calmar el nerviosismo, enciende un cigarrillo. Apenas lo ha encendido, ve a lo lejos la figura de un guardia civil.

Debe tirar el cigarrillo, pero en el automóvil no hay ceniceros. El copiloto recoge su cigarrillo y esconde el que, a su vez, acababa de encender. El guardia civil le señala la cuneta. Se pone frenéticamente el cinturón de seguridad y obedece. Ya en la cuneta, el agente le informa de que no puede seguir hacia Tarancón. Un accidente muy grave ha cortado la circulación. Entonces, ¿por dónde debe desviarse? El agente de tráfico se encoge de hombros. No lo sabe. Sic. El conductor deberá encontrar una vía alternativa.

Dos horas después de salir de Aranjuez, llega por fin a Tarancón. Dos horas para recorrer cincuenta kilómetros. El viaje apenas ha comenzado, y está ya agotado. Se detiene junto a una gasolinera a comprar un bocadillo. El camarero también es neanderthal. Mientras mastica el sandwich frío, contempla el paisaje lunar ensuciado por la llovizna y, a lo lejos, la autovía recorrida por camiones rugientes y jaulas sobre ruedas. Comprende que, sin que nadie se dé cuenta, Big Brother ha llegado, y está allí para quedarse.

¿Cómo resumiría aquella experiencia? Prohibiciones, prohibiciones, prohibiciones. Laberintos, soledad, fealdad, jaulas, cinturones, cláxones, pitidos, policías, letreros, códigos, señales, analfabetos, semáforos, advertencias. Bienvenido a la civilización.

Y, por unos instantes, cierra los párpados y, mientras mastica el pan áspero con queso extraído de un envase de plástico, sueña con la quimera más lejana posible en el espacio: la Polinesia... Tal vez la verdadera civilización no sea mucho más que una cabaña junto al mar, una bicicleta, una caña de pescar y un piano frente a una ventana tras la que susurran las palmeras.

1 comentario:

Laura García dijo...

¿Qué decirte, querido Rick? Gracias al medio de transporte de tu prosa impecable, me fui internando en un laberinto de autopistas, en una bulla interminable de bocinas (claxons), en una selva de señalizaciones que ahora te conducen a X y cinco minutos más tarde, o 100 km después, da lo mismo, te llevan a la locura. Y me fui ahogando en esa misma jaula.
La metáfora de la vida!!: un viaje a Aranjuez.
Tú ya lo has escrito, solo quiero dejar algunos desvaríos en este, tu blog.
Saludos,
Laura.

 
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