jueves, 10 de enero de 2008

El final de la riada

"… a little lower than the angels"
Alexander Pope

El caso es que el autor no sabe ahora cómo continuar. La novela quedó interrumpida justo antes de esa caída 'hasta lo más bajo' garrapateada en el esquema de la biografía de Manuel Zanzón. Tal vez el autor no quería que su estado de ánimo se contagiara de ese largo episodio sórdido y sin esperanza hacia el que él había previsto empujar a su protagonista. No estaba el horno para bollos.
El escritor idealizado es un cirujano: no puede inmutarse por las heridas que infiere a quien está en sus manos. Dicen que Stendhal se leía de un tirón un capítulo del Código Civil antes de sentarse a relatar una escena de amor. Y difícilmente puedo imaginarme a Flaubert, ese arquitecto desapasionado del lenguaje, emocionado por los avatares hormonales de su Emma Bovary. ¿Realmente Emma Bovary c'était lui!?

Sin embargo, sí podría imaginar a Balzac en mitad de la noche, entre taza y taza y taza de café, volcado sobre el papel, los cabellos revueltos y el chaleco manchado de ceniza, visualizando un paisaje emocional poblado por personajes en el acto mismo de transfigurarlos en letra escrita. O a Dostoievski, o a Kafka, atormentados por una mezcla de vivencias personales y angustia existencial (justificada).

Pero volvamos a Manolo. Manuel Zanzón está siendo arrastrado hacia el final de un largo viaje. Como casi todo lo que sucede en su vida -él sólo lo sospecha vagamente-, ese descenso que acaba de iniciar es también un símbolo. Estaba escrito: la caída será hasta lo más bajo. Pero, ¿dónde estará ese 'lo más bajo'? Lo habíamos dejado descendiendo con la riada, absurdamente sentado en un sillón incongruente, más resignado que desesperado, alejándose del bar de Remedios y, con ello, de un vertiginoso pasado que fue de involuntario esplendor.

Porque él nunca había querido ser ministro de nada. Lo suyo era el órgano. Y, desde ese punto de vista, no está ahora más lejos de su único anhelo que cuando, guiado por los consejos de Federico, administraba una porción de los destinos de la Patria. La riada que lo está arrastrando no es más que la natural conclusión -literaria- del caos sobrevenido en España tras la caída de Zapatero.

Un inciso: Me refiero al general Ovidio Zapatero, que en esta novela era dictador de una España imaginaria mucho antes de que un homónimo suyo ganase unas elecciones en otra España real. Casualidad, sí. Pero, en esta curiosa carrera entre una novela y la realidad, yo llegué antes.

Si Manolo, arrrastrado por las aguas, hubiera ido a parar a Aranjuez, esta novela habría retornado casi a su punto de partida. Pero no es esa la intención de su autor. En realidad, el sillón embarrancó en un paraje desolado cercano a una aldea miserable. Desde un altozano próximo, dos vagabundos contemplaban en silencio el desembarco de Manolo. En una pequeña fogata, junto a ellos, se asaba una especie de liebre ensartada en una vara. Manolo, con los pantalones escurriendo agua, se les acercó.

-Buen viaje hemos tenido -dijo con socarronería el más viejo de los dos-. Arrímate un rato al fuego y sécate esos pantalones. ¿Quieres un trago?

Manolo tomó la botella que el otro le tendía y bebió. La quemazón del alcohol descendiendo por su garganta lo reconfortó.

-Ya no lloverá más -prosiguió su interlocutor-. Has tenido suerte. Hemos visto pasar a unos cuantos antes que tú. Pero no había sillones para todos.

Manolo miró al otro vagabundo, que masticaba un palillo de dientes sin dirigirle siquiera la mirada.

-Es sordo. Pero sabe leer los labios. Y no le mires mucho, que tiene malas cosquillas.

Manolo bajó los ojos y fijó la mirada en el fuego. Se esforzaba por ordenar las ideas. Todos los recuerdos de sus últimos meses se habían condensado en una especie de único día boreal en el que nunca terminaba de anochecer: la arenga multitudinaria de Gagarin, el bar de Remedios, los disturbios de los pacifistas. Todo confuso.

-¿Qué ha pasado allá arriba? -preguntó entonces el vagabundo, señalando hacia Madrid con un movimiento de la cabeza-. Hemos visto bajar dos cebras muertas y un rinoceronte. ¿Se os ha inundado el zoológico?

-No -repuso Manolo-. Las jaulas las abrieron los pacifistas. Hace días.

Durante un largo rato, ninguno dijo nada. Los dos miraban las llamas, que chisporroteaban bajo la pitanza. El aire olía a carne quemada.

-En el pueblo se han quedado sin luz. Y el agua de la fuente, mejor no la bebas.

Levantó de nuevo la botella, bebió, y se la volvió a tender al recién llegado. Manolo, sin dejar de mirar el fuego, denegó con un gesto.

-Tienes hambre, ¿eh? -Estiró un brazo, retiró del fuego la carne y, quemándose un poco los dedos, la puso en un plato de latón que estaba en el suelo, junto a sus pies. Seguidamente, se sacó una navaja del cinturón, trinchó con ella la pieza, y le tendió una de las patas. Comieron en silencio. A intervalos, se pasaban la botella. El sordo se arrimó a la hoguera, y comió también.

-¿Y todo eso ha sido por política? -inquirió el anfitrión.

-Supongo -respondió Manolo, encogiéndose vagamente de hombros. Trataba de separar sus recuerdos unos de otros, pero no conseguía introducir la noción del tiempo en aquella maraña de imágenes que era ahora su memoria.

Los tres hombres masticaban sin hablar. Empezaba a caer la tarde. A medida que su estómago se llenaba, un sopor blando, irresistible, empezaba a apoderarse de Manolo. Intentaría llegar hasta el pueblo. Escrutó la lejanía. Tras la silueta del sordo, la aguja de un campanario asomaba, distante, entre dos lomas parduzcas desguarnecidas de árboles.

Tal vez podía descansar un rato antes de reemprender camino, se dijo. Sus pies habían entrado ya en calor, y su estómago no protestaba. Despacio, exhalando un suspiro prolongado, apoyó la espalda en el suelo y, casi sin querer, se dejó arrastrar, esta vez, por el sueño. Todo un símbolo de aquella vida suya pasada que ahora, suavemente, se difuminaba en su recuerdo al mismo paso que la realidad.

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