jueves, 30 de diciembre de 2021

Escribir (el arte de)

En alguna que otra entrega de este blog he comentado ya mi admiración por el comienzo de The Postman Always Rings Twice, el magnífico thriller de James Cain. Leer aquel comienzo fue para mí como una inyección de adrenalina. Imposible no seguir leyendo.

¿Por qué? Porque con sólo nueve palabras el autor nos sumerge de lleno en el punto de partida de la narración, y al mismo tiempo nos empuja irresistiblemente a seguir el hilo de la historia.

"They threw me off the hay truck about noon"

Así es el comienzo. Ocho monosílabos. Prepárese, amigo lector. No hay tiempo que perder en descripciones: esta va a ser una historia de acción. Trepidante. Con esas nueve palabras James Cain nos coloca en el extremo de un trampolín y nos empuja hacia los rápidos vertiginosos de la trama. Imposible retroceder; al llegar a la palabra número diez estamos ya cayendo.

'Me echaron del camión de heno a eso del mediodía'. No suena igual, ¿verdad? Lo que sucede es que ese 'off' es intraducible, porque en inglés el conductor imaginario del camión probablemente habria usado esa misma palabra para echar al intruso:

'Get off!' (¡Largo de aquí!)

o 'Buzz off!' (¡Piérdete!), o expresiones bastante más fuertes, que las hay. En la versión española no está tan claro cómo echaron del camión al protagonista. El conductor podría haberle dicho simplemente 'Ahí no puedes estar', o 'Venga, baja de ahí', que no es lo mismo. La versión original, en cambio, nos hace pensar que el conductor no ha sido tan condescendiente. Parece una minucia, pero no lo es, porque la novela que nos espera a partir de esa frase es una carrera desbocada hacia la destrucción desde el minuto cero: ese momento fatídico en que el protagonista es arrojado de un camión. Ese 'off' de 'threw me off' viene a ser como una sentencia: 'la suerte está echada, amigo; no hay retorno posible'.

Me he acordado hoy de esa frase escuchando un tema de jazz. Sonny Rollins y Coleman Hawkins. Nada menos. ¿Por qué me gusta tanto el jazz?, me he preguntado más de una vez. Y creo que tengo dos respuestas: por la prosodia y por la sorpresa.

En lugar de 'prosodia', en música se habla más bien de 'fraseo', pero la idea es la misma. Digámoslo sin miedo: en música hay intervalos de notas y transiciones armónicas que suenan mal (diga lo que diga Schönberg). El secreto de una narración sabrosa, musical o literaria, consiste en saber encadenar notas --o frases-- que nos suenen bien. Pero eso no basta. Si la narración es demasiado previsible, entonces estamos hablando de la musiquita de fondo de la consulta del dentista, o de la lectura prefabricada de las noticias por la televisión. Un sopor.

Para un espíritu inquieto, o creativo, eso de que las piezas clásicas se ajusten a una partitura es un poco irritante. Sí, uno disfruta, y mucho, de una buena interpretación. Valoramos los matices, el ritmo escogido, los acentos con que el intérprete colorea su versión, pero cuando uno ha escuchado la quinta sinfonía de Beethoven suficientes veces agradecería alguna que otra improvisación sobre la marcha. Con un poco de inspiración, esas cuatro notas tremendas podrían dar mucho de sí.

La improvisación en el jazz está basada en ir creando --y resolviendo-- tensiones inesperadas. En lugar de ese fa que el oyente de Beethoven estaría esperando, el saxofonista nos sorprende con una excursión imprevista por escalas que no estaban en la partitura, pero que terminan, sí, en fa. Sólo que siguiendo un camino diferente.

Esos mismos principios son trasladables a la escritura. Un texto puede ser tan aburrido como una sonata de Scarlatti, o tan impactante como... la quinta sinfonía de Beethoven. Esas cuatro notas del comienzo son como el "They threw me off the hay truck about noon" de James Cain. Pensándolo bien, una novela bien hecha es en realidad una improvisación sobre una historia que está sólo en la imaginación del autor.

Cuando escribo, procuro siempre atenerme a esos dos principios. No añadir ni una palabra más de lo que uno quiere decir, y no seguir una línea narrativa predecible. ¿Cómo se consigue eso? Por ejemplo, pensando en términos de jazz; es decir, sustituyendo la armonía por la prosodia. Como en la poesía, la prosodia nos obliga a encontrar las frases que nos conducirán elegantemente a la idea deseada. Sí, nos obliga. En arte, la libertad absoluta es un mito.

Todo esto lo aprendí del jazz, pero también de los artículos de The Economist, en los tiempos en que era una revista apasionante. Aquellos artículos me enseñaron a depurar --y a podar-- mis ideas para ir al grano, pero también a buscar el punto de vista más provocador (¿cómo se traduce 'thought provoking'?) Sin olvidar, claro, los toques de ironía, o alguna que otra pizca de humor.

No sé si he conseguido aplicar eficazmente esas recetas, pero es lo que me propongo hacer cada vez que me siento ante el papel imaginario de la pantalla. A veces, mis cambios de 'acordes' narrativos se traducen en cortocircuitos vagamente gongorinos que salpimentarán la lectura con algún que otro ataque de perplejidad. Pero estoy seguro de que los escasos (y selectos) lectores de este blog saben disculparlo.

Los otros, los lectores de paso, ya han sabido huir a tiempo.

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domingo, 19 de diciembre de 2021

Jornada 9

El tsunami está llegando. ¿Conseguirán salvarse los salvajes de la playa? Hay momentos en que Robinson apenas puede soportar el dolor. Se tapa los oídos, con todas sus fuerzas. No quiere seguir oyendo el crepitar de las llamas que devoran a aquellos niños.

En su corazón, una vieja herida que él creía cicatrizada se ha vuelto a abrir. Y esta vez no puede hacer nada para cerrarla.

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sábado, 18 de diciembre de 2021

Escribir

Escribir, cualquier cosa. ¿Por qué? Porque es la única realidad que le queda a Robinson. Recrear una instantánea, un planeta, una aventura imposible. Los juncos se doblan, e incluso se rompen, pero los troncos de los árboles no. Me gusta mirarme al espejo y ver a una persona con los tornillos en su sitio. That's all. 

Todas las historias comienzan en aquella playa de su infancia. ¿Por qué? Porque allí se bautizó en la libertad. Y siempre, desde entonces, la persiguió como los locos persiguen a un fantasma. A veces, rozándola, y no pocas veces saboreándola, cuando la encontraba.

No, no la encontraba por casualidad. La buscaba con ahínco, consciente de que es el único estado natural de un ser humano. Al menos, de este que está escribiendo. De modo que esta es una misiva a nadie en particular, en un blog que se titula Charlas con Nadie.

Sí, Nadie con mayúscula inicial. De niño leyó la Odisea, y supo mientras la leía que aquel Mediterráneo era su patria. Un mar poblado de cíclopes y laberintos y sirenas cuando los humanos no creían en Dios, sino en minervas y minotauros. Aquellos humanos, por fuerza, tenían que ser diferentes. 

Era el Mediterráneo de la vida sencilla, embriagada de realidad. En casa no había electricidad, y el agua había que sacarla de un pozo de aljibe. Pero la hierba, las dunas, los saltamontes, las hojas perfumadas de los naranjos, eran un descubrimiento que nunca cesaba. Cada mañana, a cada minuto, la ilusión era descubrir. Y percibir.

Los seres humanos estamos hechos para combinar. Esa es la clave de la conciencia. Pero, para combinar, hay que conocer, y para conocer hay que descubrir. Ay de quien no sienta a cada minuto ningún deseo de descubrir. 

Sí, ay. Porque el tiempo se mide no en esos minutos tediosos, sino en novedades. En sorpresas. En preguntas. La suma de todo eso es la vida. El resto, es relleno. Stuff.

Viajar es una forma de acumular novedades, sorpresas y preguntas, que a su vez permiten comparar... y combinar. La alternativa a viajar es instalarse mentalmente en aquella playa y dejar fluir la imaginación. Hay material suficiente.

En aquella playa, que ya habrá adivinado usted que es sólo un símbolo de mi libertad, me doy cuenta de que tengo muchas realidades que rememorar. Me refiero a las imaginarias, que son las que puedo controlar. Y de aquellas realidades acuden ahora a mi memoria unos cuantos personajes inventados. Novelescos. 

Por ejemplo, Zanzón. No sé por qué, cuando me pongo a escribir, me salen tan a menudo protagonistas anodinos, no-personajes, que actúan simplemente como testigos de una realidad también inventada. No sé si represento correctamente a Zanzón como un tipo sin relieve, menos que del montón, un humano más o menos sólido pero casi transparente. Los entusiasmos y derrotismos de sus amigos lo contagian apenas, quizá porque él está perpetuamente en un estado de absorber información. 

Don Blas Oropesa es uno de mis personajes más queridos. Siempre inventando, sin preocuparse demasiado de si la flauta algún día sonará por casualidad. Su taller de pirotecnia funciona admirablemente, y a él todavía le queda tiempo para sus... combinaciones. La conciencia de don Blas es un fulgor. Una pirotecnia permanente.

Doña Secundina es una mujer a la que siempre se le duermen las piernas. Es ordenada y posesiva, pero sabe dosificar sus exigencias. No tiene un pelo de tonta, y además posee esa habilidad femenina de urdir, tejer y destejer en la tela de araña de las relaciones sociales. Está muy floja en artes seductoras, pero también es cierto que el profumo di donna, por sí solo, a veces basta.

De otra novela más lejana en el tiempo y en la geografía me llega también la estampa inconfundible de Hermann Segré. El apellido lo saqué de la portada de un libro de matemáticas. Segré tiene también algo de su autor. Es descreído, resabiado. Tiene un poco de Sherlock Holmes y un poco de freudiano desencantado. El sabe que en el fondo estará siempre buscando a una mujer, pero se encoge de hombros y se pierde por parajes donde las moscas son tenaces y el tiempo no transcurre. Ah, y no se quita nunca la gabardina. ¿Se protege, o se resiste a cortar con el pasado?

Entre las dunas aparece ahora también Popeye, el dibujado. Está sin terminar, y verlo doblándose como una cerilla por falta de piernas acabadas inspira lástima. Pero no mucha. Es sólo un dibujo. 

Las novelas realistas son muy difíciles de escribir cuando sus personajes son verosímiles. ¿Por qué? Porque es muy difícil mantener el interés del lector por una realidad esencialmente tediosa. Es muy difícil conseguir que se sumerja en esa realidad imaginaria, apenas diferente de la suya, pero movida por poderosas pasiones más o menos subterráneas. Es el arte de decir sin expresar. Para un escritor, describir personajes movidos por emociones es muy difícil. 

Cuando el escritor no sabe decir sin expresar, o expresar sin decir, su obra es una cursilería. Si los enamorados se declaran amor eterno con el menor pretexto, o incriminan al inevitable malvado de la historia con pelos y señales, estamos ante una telenovela. Donde los malos y los buenos, los aliados y los enemigos, son evidentes. Las telenovelas no son arte porque no tienen sutilezas. Son, a su manera, brutales; como la pornografía.

Todo esto es así porque las pasiones humanas son como un iceberg. La parte que dejamos ver es sólo la más manejable, la que nos permite relacionarnos con otros icebergs sin acabar en trifulca o en acaparamiento. Precisamente por eso se inventó el arte. Nadie quiere que el iceberg salga completamente a flote. Pesa demasiado. Es preferible evocarlo, aquietarlo como calmaríamos a un volcán siempre pugnando por descargar lava. 

Es un poco freudiana la imagen del volcán, pero es necesaria porque los icebergs son fríos, y sólo los psicópatas tienen un iceberg en su glándula pineal. Esos no me interesan. Me interesa Ana Ozores, o el tío Goriot, o Huckleberry Finn. O Lolita, o Marlowe. O Julien Sorel. O incluso Elías Perera.

Todos ellos están ahora aquí, en esta pequeña fiesta improvisada junto a las dunas de la playa de mi infancia. Todos ellos son un símbolo de libertad. De la libertad de sus creadores y de la libertad de los que no se rinden. Porque sin libertad, digan lo que digan, la vida no vale nada. Salud, lector.

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jueves, 16 de diciembre de 2021

Dejar en paz

No, hoy no voy a escribir sobre la realidad --o, más bien, irrealidad-- que estamos viviendo desde hace ya dos inacabables años... O quizá sí, y usted, amigo lector, debería leer entre líneas lo que viene a continuación. En cualquier caso, la alegoría sirve para muchas otras situaciones similares de la vida real. O irreal.

Supongamos que mantiene usted una relación adúltera desde hace algún tiempo. Cierto día, le llegan por correo unas fotos comprometedoras. Resulta que su amante y usted se encontraban aquella noche en la cama de un hotel, más bien ligeros de ropa, cuando las fotos fueron tomadas, y no es posible dudar de lo que estaban haciendo.

Bajo las fotos lee usted un mensaje: "Sábado, 15.00 horas. Entrégueme 5.000 dólares, o enviaré estas fotos a su cónyuge. Un escalofrío recorre su espinazo. Si su cónyuge se entera, le pedirá el divorcio y terminará quedándose con el chalet aquel de la playa que a usted tanto sacrificio le costó pagar. De modo que decide ceder. "Para que me dejen en paz", razona usted. Y paga.

Sólo un mes después, las fotos vuelven a aparecer en su pantalla con una nueva exigencia: otros 5.000 dólares, o ... Usted suspira. Es un agobio, sí, pero si no paga no le van a dejar en paz. Y vuelve a pagar. Un mes después, copie usted este párrafo y péguelo a continuación. Y así sucesivamente.

¿Por qué sigue pagando? Bueno, en cada ocasión tiene usted la esperanza de que el chantajista le deje en paz ya de una vez. Pero ¿qué le hace pensar que ese chantajista va a renunciar a sus 5.000 dólares mensuales? Es más, ¿qué le hace pensar que no va a aumentar sus exigencias? Por evitar un divorcio, podría usted terminar divorciado y arruinado. Y sin el chalet de la playa.

¿Sigue usted pensando que lo mejor es ceder al chantaje "para que lo dejen a uno en paz"? Bueno, ya dijo Einstein que la estupidez consiste en intentar una y otra vez soluciones que nunca han funcionado esperando que a la siguiente sí que funcionen.

Si esa es su filosofía, le deseo mucha suerte. Y una butaca cómoda, para seguir esperando.

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martes, 7 de diciembre de 2021

Jornada 8

En los ultimos meses Robinson ha adivinado, en la línea lejana del horizonte, la silueta diminuta de dos barcos, en días diferentes. Ha corrido entonces hasta la pira de leña que tenía preparada, la ha encendido y ha aventado el humo cuanto ha podido, pero ninguno de los barcos ha alterado su ruta. Hoy, sin embargo, es distinto. Lo que distingue a duras penas entre la bruma remota no es un barco. El perfil de una montaña, irregular y misterioso, parece flotar muy lejos, empequeñecido por la distancia.

Pero algo raro está sucediendo. La montaña se mueve, tan despacio como un barco. Sus relieves se agrandan primero, hasta que Robinson acierta a distinguir las manchas erizadas de las palmeras decorando la costa, y unas horas después desaparecen por el sur, reducidos a un punto que se desvanece.

Entonces comprende. La isla en la que él creía haber naufragado no es una isla, sino un barco. Todos estos meses tratando de reconstruir una vida secuestrada por una tempestad, abrigando la ilusión de regresar algún día a ella, han sido en vano. El barco o isla en los que él creía ser náufrago son en realidad su vida. Una isla errante, fondeada ya en muchos puertos pero sin un lugar en el mapa. Una isla nómada, sin escapatoria posible, porque la circunferencia de la Tierra se cierra sobre sí misma. 

Absorto en esos pensamientos, no se había dado cuenta de que ha empezado a llover. Llueve con furia, y los latigazos incesantes del agua han empezado a formar grandes charcos a su alrededor. Pero Robinson no se mueve. La lluvia pasará. Siempre pasa.

De pronto, un rayo de sol inesperado atraviesa sus párpados. Abre los ojos. Está empezando a amanecer. A lo lejos los pájaros extienden su sinfonía habitual sobre el paisaje y, bajo sus pies, la isla no se mueve.  

Robinson respira hondo. Todo ha sido un sueño.

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domingo, 5 de diciembre de 2021

La teoría 'Superman'

Se me acaba de ocurrir. No es que explique del todo la locura que estamos viviendo, pero estoy seguro de que ayuda mucho.

Una de las preguntas que uno se hace desde meses atrás es: ¿cómo es posible que los políticos mientan tan flagrantemente o decreten leyes tan antidemocráticas sin que se les mueva una pestaña? No soy particularmente optimista respecto al género humano pero, hace no mucho tiempo, los políticos solían tener al menos algún atisbo de humanidad en sus venas. 

¿O eso creíamos nosotros? No lo sé, pero, si lo tenían, han conseguido anestesiarlo.

¿Cómo?, se preguntarán ustedes. Lo acabo de averiguar gracias a la siguiente noticia. Resulta que en el Parlamento británico la policía ha hecho una investigación con perros rastreadores, entrenados para detectar dr0gas. De los 12 lugares investigados, los perros han detectado rastros de c0caIna en 11. En otras palabras, el Parlamento británico rebosa de Supermanes.

Sí, Supermanes. Si investigan ustedes los efectos de esa sustancia, leerán que genera una sensación de autoconfianza sobrehumana. Suficiente, en cualquier caso, para contrarrestar los más incómodos reparos morales. ¡Y a decretar!

Bueno, al menos esa es mi nueva teoría. Pónganse ustedes en su lugar. Recibe usted un discreto sobrecito, o una jugosa promesa, de alguna gran farmacéutica. ¿A cambio de qué? No importa. El sobrecito ha generado ya en su cerebro las suficientes endorfinas. Si queda en usted todavía algo de humanidad, tómese usted un respiro en los lavabos del Parlamento y dése una alegría suplementaria. ¿A que ahora sus votantes se transfiguran en hormigas? 

Nadie se siente culpable por pisar hormigas, ¿verdad? Ya, ya sé que usted preferiría no pisarlas. Pero un paso en falso acá, un resbalón allá... Es inevitable, y en fin de cuentas ¿qué importa? Son sólo hormigas.

Tampoco sería la primera vez que una banda de paranoicos gobierna el mundo. Hay ejemplos sobrados. Pero, como lo mío es la literatura, prefiero recordar la aventura de don Quijote frente a los molinos de viento.

No eran gigantes.

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domingo, 14 de noviembre de 2021

Mucho ruido y poca ciencia

Un buen amigo me escribió el otro día una frase tremenda: "la ciencia es una de las cosas en las que he perdido la fe". Supongo que es una exageración dictada por alguna que otra amarga decepción, pero es muy reveladora. De hecho, yo mismo he llegado últimamente a una conclusión muy parecida. En particular, hay unas cuantas ciencias que contemplo con escepticismo desde hace algún tiempo.

Empiezo con la física. En este blog he escrito ya alguna vez que la física teórica está invadiendo alarmantemente el territorio de la metafísica. La teoría de cuerdas sigue sin ser verificable. El multiverso es una teoría fascinante, pero a quién le puede importar que existan o hayan existido infinitos universos paralelos si, por definición de paralelo, no tendremos nunca la posibilidad de comprobar su existencia.

El llamado 'modelo standard' explica admirablemente lo que alcanzamos a conocer de este universo... con algunas inquietantes excepciones. Viene sucediendo desde Aristóteles. Cada vez que los científicos afirman que todo está descubierto es cuando aparecen las primeras grietas en el edificio, y uno empieza a sospechar que el descubrimiento de nuevas teorías cada vez más profundas sólo podrá terminar cuando los experimentos alcancen niveles de energía suficientes para volar en pedazos el planeta Tierra o el sistema solar.

Abrigo todavía dudas respecto a la realidad real de los agujeros negros, y las pocas veces que he expuesto esas dudas mis interlocutores me han salido por los cerros de Úbeda. El misterio de la materia oscura, las rupturas de paridad o de simetría y la falta de una teoría que explique a la vez la relatividad y la mecánica cuántica son nubes oscuras en el firmamento de la física teórica, y al menos algunas de ellas amenazan tormenta.

Pero, mientras los aceleradores de partículas no sean capaces de crear el agujero negro o el cataclismo que se tragará definitivamente la Tierra, la física teórica seguirá siendo caviar intelectual para espíritus exquisitos. Mucho más inquietante que eso, más que nada porque empieza a afectar ya a nuestra vida cotidiana, es la nueva superstición del cambio climático.

También he escrito ya en este blog sobre ese tema, de modo que no me extenderé mucho. Baste decir ahora que un modelo no es ciencia hasta que es comprobado experimentalmente. Y exhaustivamente. Los modelos del IPCC, en los que ha colaborado una legión de meteorólogos del tercer mundo con familias que mantener, fallan en sus predicciones retrospectivas, llevan cuarenta años haciendo predicciones incumplidas y carecen abrumadoramente de datos espaciales e históricos para resolver un problema que es matemáticamente insoluble. 

La propaganda oficial nos explica que la superstición del cambio climático está basada en el consenso. Para empezar, la ciencia no está basada en el consenso, sino en el disenso. Las teorías tienen que ser criticables, y sólo la experimentación puede confirmar una teoría. O un 'modelo'. Pero es que además el consenso es completamente falso. Hay miles de climatólogos que disienten de las conclusiones del IPCC; sólo que no salen en los periódicos.

Empieza a ser ya el pan nuestro de cada día. Nadie sabe si en algún lugar del mundo unos millonarios psicópatas o borrachos han creado secretamente un Ministerio de la Verdad, como profetizó George Orwell en '1984', pero lo que es indiscutible es que la verdad oficial (a) es mentira y (b) es la única verdad aceptada oficialmente. 

Mi farmacéutico, por ejemplo, no sabía que en Japón e India están erradicando ese virus misterioso simplemente con ivermectina. La inmensa mayoría de la población española no tiene ni idea de que medio mundo está en este momento bajo la bota del nazismo (no, no estoy usando una metáfora) y muchos padres van a sacrificar a sus hijos sin saberlo, gracias a una campaña de propaganda mundial que convierte a Göbbels en un pobre aficionado, y a los NoDos del franquismo en novelas de Émile Zola.

Pasaré de puntillas sobre el tema del virus, para evitar la censura del Ministerio de la Verdad o quizá algo peor. También lo he tratado más que ampliamente en otras entregas de este blog, igual que el circo de los estudios epidemiológicos. Por mi parte, no me han hecho nunca una analítica de colesterol, bebo vino, café y whiskey, he vuelto a fumar, me he pasado a la leche entera, como diariamente embutidos y quesos franceses y no echo a correr ni para coger el autobús. Y me encuentro estupendamente.

Le he dado muchas vueltas al problema de la ciencia contemporánea o, más bien, a lo que ahora llaman 'ciencia'. No me creo capaz de hacer un diagnóstico completo, pero hay un par de fenómenos que no me han pasado inadvertidos. 

Uno es la burocratización. Las universidades vomitan (sic) todos los años miles de licenciados, cada vez en mayor número y cada vez peor preparados. No todos son necesarios, y más de uno termina trabajando de operador telefónico o de camarero, pero las universidades, estatales o privadas, son un buen negocio, y llega un punto en que el científico o el historiador de vocación se ven engullidos por una masificación que no entiende de vocaciones. La valía intelectual empieza a ser un criterio en extinción, y el aflujo de mediocres termina creando lo que todos los mediocres han creado siempre: burocracia.

Otro fenómeno decisivo ha sido la penetración de las ideologías en las universidades. En ausencia de crítica, las ideologías se engordan a sí mismas, y en la pugna por ser el más catequista se llega a extremos psicopáticos, como es fácil comprobar si uno lee las noticias. Sí, de lo que estoy hablando es de la decadencia de Occidente. 

Hace poco descubrí una universidad del Reino Unido en la que todos los proyectos de investigación, tanto de letras como de ciencias, eran ideológicos. Puede  parecer difícil analizar la caída de una manzana desde la perspectiva de género, de la crisis climática y de la supremacía de la raza blanca, pero estamos sólo a un paso de conseguirlo, si es que alguien no lo ha conseguido ya.

No sé si con todo esto he aportado algo a la comprensión de la realidad histórica contemporánea, pero por lo menos me he desahogado. Y quizá algún historiador del siglo XXIV, si es que para entonces todavía existe el sistema solar, me lea con interés desde algún gulag de experimentación genética en las llanuras rojas del planeta Marte. Los demás, mientras podáis, id disfrutando del NoDo.

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sábado, 13 de noviembre de 2021

Jornada 7

Hay días en que Robinson siente tentaciones de añorar el pasado, y no se lo puede permitir. La vida es aquí y ahora, y retroceder en el tiempo es huir. Pero no siempre puede evitar rememorar tiempos pasados. Otros tiempos en los que él era, todos éramos, mucho más libres. O, simplemente, libres.

No pide mucho. Sólo recuperar el contacto con la naturaleza y la calma de la vida contemplativa. La que vivió de niño en una playa ondulada por dunas deslumbrantes, o la que lo aquietó hace muchos años en una isla del Mediterráneo, escuchando el aserrar persistente de cigarras lejanas y dejando resbalar su mirada por las cabelleras de los pinos que tapizaban el valle.

En la isla desierta que ahora habita no hay árboles frutales. Tenerlos sería el colmo de su felicidad.

Tal vez algún día una racha de viento inverosímil le traiga las semillas que tanto desea ver germinar.

O tal vez algún día algún barco improbable lo rescate...

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domingo, 7 de noviembre de 2021

Los ricos y los tontos

Ya lo he dicho alguna vez antes: la diferencia entre dictadura y fascismo es que la dictadura es impopular. Por eso el fascismo es mucho más peligroso. En una sociedad fascista (o comunista), tu vecino puede ser  tu opresor. Una parte de la población somete a todos los demás en nombre de un supuesto "bien colectivo". El disidente vive permanentemente en territorio enemigo, y la solución más práctica es, a menudo, huir. Al fin y al cabo, sólo se vive una vez.

Pero el fascismo tiene dos caras: una, los pastores; otra, los borregos. Con esto no digo que todos los borregos sean crédulos, o tontos. Muchos de ellos, la mayoría, lo son. Otros son indiferentes, quizá porque no le piden a la vida mucho más que un plato de lentejas. O un móvil y un tatuaje de moda. Pero unos cuantos, los suficientes, callan por miedo y prefieren consentir.

Esos, naturalmente, son los peores porque, si ellos no callaran, los crédulos y los tontos abrirían los ojos a la realidad. No, esos que callan no son esclavos inocentes. Son cómplices. Los crédulos y los tontos, de buena fe, confían en ellos. Esperan de ellos que velen por su salud, por su seguridad, por su igualdad ante la ley. Entre los ahorcados tras los juicios de Nuremberg había unos cuantos y, por cierto, de nada les sirvió escudarse en la "obediencia debida". 

Hace poco averigüé los beneficios que cierta empresa farmacéutica muy conocida esperaba obtener este año: 36 000 millones de dólares. En un solo año. Y lo primero que pensé es que 36 000 millones de dólares dan para mucho.

¿Para cuánto, exactamente?

Veamos. Para pequeñas componendas los negocios sucios pueden ser un recurso aceptable, pero para negocios en gran escala son arriesgados. Pueden terminar saliendo a la luz, y los juicios de Nuremberg son un precedente inquietante. Seamos realistas. Es preferible crear una fundación supuestamente filantrópica y repartir 'estímulos' entre los sectores de la sociedad que más nos convienen. No es difícil. Uno siempre encuentra a algún puñado de paranoicos o de imbéciles que creen en alguna crisis climática, en alguna epidemia devastadora o en las virtudes del colectivismo. 

Aunque sean pocos. No importa. Bastará con conseguir que salgan en los noticieros. ¿Y cómo se consigue eso? Con generosidad, hombre. A ninguna revista científica le disgusta que le compren cada mes unos cuantos miles de ejemplares de sus publicaciones, o que incluyan a su director en algún consejo de administración. Tampoco a los políticos les molestan los cargos honoríficos en empresas privadas. Es más, les agradan. Y los medios de comunicación, que desde la desaparición del papel están al borde de la ruina, estarán encantados de recibir un empujoncito de fundaciones dedicadas a fines tan nobles como la igualdad, la salud, el medio ambiente, los niños o la pobreza.

Sí, 36 000 millones de dólares dan para mucho. Por ejemplo, un millón de dólares para 6 000 personas. O 500 000 dólares para 12 000. O, si me apuran, 100 000 dólares para 60 000 estómagos agradecidos, y todavía le quedan a uno 30 000 milloncetes limpios, que no están nada mal. 

Además, pensemos que esas 60 000 personas no tienen por qué estar concentradas en un solo país. Pueden estar distribuidas, por ejemplo, entre cien países, a 600 personas por país. Piense usted en lo que se puede conseguir 'ayudando' con 100 000 dólares a 600 personas en puestos clave de un solo país. ¿No es suficiente? No importa. Multipliquemos por dos: 1 200 personas por país, y todavía nos quedan 24 000 millones limpios de beneficio.

¿Dónde está el límite? Hay mucho margen. Entre ganar cero dólares con un producto inútil y dañino que nadie compraría y ganar, digamos, sólo seis mil millones de dólares, quién dudaría. 'Donamos' generosamente 100 000 dólares a tres mil personas en cada país y todavía nos embolsamos una pasta. En un país como España, por ejemplo, tres mil estómagos agradecidos darían mucho juego. 

Así que, con cifras como esas y con un puñado de psicópatas en el vértice de la pirámide, el fascismo (o el comunismo) es pan comido. Y, para dormir, a contar ovejas.

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lunes, 18 de octubre de 2021

Odio, soberbia, miedo

La pesadilla mundial que estamos viviendo, tan fulgurante como la Blitzkrieg que dio comienzo a la segunda guerra mundial, me intriga desde hace tiempo. A veces pienso que es un asalto de inspiración comunista, en la línea futurista de 1984, pero otras veces se me antoja mucho más parecido al fenómeno alemán de los años 30. Los dos son igualmente totalitarios, es cierto. Pero, si nos fijamos bien, hay diferencias de fondo entre ellos.

La revolución bolchevique estaba movida por el odio. El odio de las clases proletarias contra sus 'explotadores', y aquel odio fue el motor visceral de un asalto al poder que duró tres cuartos de siglo. El estereotipo inicial de proletarios frente a capitalistas se convirtió en ideología, y la ideología terminó materializándose en una estructura de estado inexpugnable. 

El movimiento nacionalsocialista alemán, en cambio, estaba movido por la soberbia. En parte, como reacción a la humillación del tratado de Versalles, y en parte gracias al estereotipo de las razas superiores, o puras, e inferiores, o contaminantes.

Lo que está sucediendo ahora es más complejo, porque se asienta en una sorprendente combinación de esos dos estados emocionales más un tercero, igualmente visceral: el miedo. Probablemente, esa yuxtaposición refleja una confluencia de intereses diferentes.

En muchos países de América Latina, el asalto al poder está siguiendo claramente la línea bolchevique: el odio al explotador, aderezado en esta ocasión con el odio indigenista al colono dominante. Comunista es también la estrategia de Black Lives Matter, generando odio entre razas, y la estrategia de la destrucción de símbolos del pasado (nombres de calles, estatuas) y de instituciones sociales como el matrimonio o la procreación. 

El componente ultraderechista, en cambio, está presente en los nodos clave de la sociedad. En particular, las universidades y los medios de comunicación han adoptado un supremacismo moral con el que justifican su veto a cualquier información alternativa con la etiqueta de "desinformación", y que condena a los disidentes a una humillante escombrera en la que han de coexistir con una fauna de supersticiosos, alucinados y fanáticos de lo más pintoresco. 

La tercera pata de la guerra relámpago que estamos viviendo es la más novedosa, y está basada en un viejo instigador de comportamientos irracionales: el miedo. El miedo omnipresente frente a un enemigo que, por definicion, es impalpable. Es el peor enemigo imaginable: puede estar en cualquier parte, y ni siquiera podemos ver dónde está ni cuándo nos ataca. El miedo, como el odio o la soberbia, es un estado mental altamente contagioso, y sus promotores han hecho una genial aportación a la historia del poder absoluto.

He hablado de 'ideología' pero, en este trance que estamos atravesando, igual podía haber escrito 'mitología', porque los estereotipos enarbolados para justificar la toma del poder recuerdan mucho a los dioses de las antiguas religiones. El más prominente, la Ciencia, es un dios sin rostro, pero se manifiesta a través de sus oráculos: los "científicos". Igual que los oráculos de la antigüedad, los científicos del Olimpo actual no aciertan ni una, pero dictan las decisiones de los reyezuelos de turno y, lo que es peor, son ciegamente obedecidos por el sector más crédulo (o menos crítico, o más vago) de la población.

En conclusión: no hemos avanzado tanto desde las cuevas de Altamira. O quizá no hemos avanzado nada. Si exceptuamos el Renacimiento y la Ilustración, el resto de la historia de la humanidad ha sido, simplemente, una perpetua estampida.

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lunes, 11 de octubre de 2021

Jornada 6

La tribu de salvajes continúa en la playa. Robinson ha comprendido que tendrá que trasladarse a otra ladera de la isla. ¿Verá pasar menos barcos desde allá? No lo sabe.

Por suerte, la estructura de su cabaña está en buen estado. Tendrá que tener paciencia para ir trasladándola poco a poco. 

Su única esperanza es que pase algún barco. Necesita agarrarse a ella, porque sabe que, para ser feliz, necesita un futuro.

Un futuro alejado de los salvajes de la playa.

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jueves, 7 de octubre de 2021

Sin novedad bajo el Sol

Hace algún tiempo fui entrevistado para un podcast de literatura. Concretamente, sobre la novela La Regenta, que todavía hoy considero la mejor novela escrita en español. Antes de la entrevista, naturalmente, tuve que releerla y, a medida que la leía, fui tomando notas. 

El comienzo de La Regenta es una panorámica a vista de pájaro de lo que poco a poco iremos averiguando en las páginas siguientes: la ciudad de Vetusta, extendida allá abajo, y en ella, como topos en sus madrigueras, sus imaginarios habitantes, contemplados desde lo alto de la torre de la catedral. 

Quien está pasando revista a la realidad cotidiana de Vetusta es, por supuesto, el Magistral. Provisto de unos prismáticos, su mirada va recorriendo calles, puertas y ventanas y, en ellas o tras ellas, repasando mentalmente la vida y peripecias de cada vetustense y de sus familias, que él conoce mejor que nadie.

Estamos hablando del siglo XIX, y en aquellos tiempos la única tecnología de que disponía un sacerdote era el confesionario. ¿Redes sociales? Por supuesto. La ciudad hervía de intrigas, amoríos, trifulcas, envidias y bostezos, y casi todos conocían más o menos la vida privada de todos los demás. 

Más o menos. Los secretos más íntimos estaban, por definición, al abrigo de miradas indiscretas, salvo cuando la casualidad o algún error de cálculo los sacaban a la luz. Pero en un confesionario, también por definición, no hay secretos, y el perdón de los pecados llevaba aparejado algo mucho más poderoso: la posibilidad de controlar a toda la población.

El Magistral juega con esos ases en la manga aunque, para ser justos con él, no abusa tanto como podría. En aquel paisanaje sempiterno del siglo XIX, sólo alterado de cuando en cuando por noticias lejanas y pronunciamientos militares, los personajes de la buena --y de la mala-- sociedad se limitan a repetir una y otra vez las mismas representaciones. Heráclito, sin duda, estaba equivocado: en Vetusta todos los habitantes se bañan siempre en el mismo río.

Pero el Magistral lo sabía todo de todo el mundo: quién engañaba a su cónyuge con quién, quién abusaba, traicionaba, padecía, envidiaba, aparentaba o idolatraba a quién. Con pelos y señales. El Magistral era el Google (o el Facebook, si ustedes lo prefieren) del siglo XIX, y así lo comenté en aquella entrevista. No, a estas alturas ya no hay nada nuevo bajo el Sol.

Ni, seguramente, bajo la Luna. Los sueños y las fantasías también se repiten y se combinan para crearnos la impresión de que son originales. Naturalmente, en vano. Toda la primera mitad del siglo XX fue un esfuerzo denodado de los artistas por ser más originales que todos los demás. Así fue como nacieron el impresionismo, el cubismo, el urinario de Duchamp, la música dodecafónica o el teatro del absurdo. Pero ¿fueron todos ellos realmente originales?

Posiblemente no. Los efectos de la absenta en los pintores impresionistas no eran diferentes de los efectos de otras hierbas y hongos en las tribus primitivas. El cubismo lo inventaron en Africa muchos siglos antes de Picasso, la destrucción de la armonía musical fue un hallazgo de los payasos y bufones de la corte, y el teatro del absurdo lo inventaron los niños y los locos.

Desde luego, hoy ya no es necesario estar loco para ir hablando solo por la calle. Basta con tener un aparatito incrustado en una oreja. Pero el resultado es el mismo. Los locos hablan con alguien que nosotros no vemos. Los del aparatito en la oreja, igual.

Todo esto no quiere decir que las obras de Derain, Schönberg o Beckett sean tan toscas como las de sus antepasados. Sólo quiere decir que ellos no fueron los inventores. Contra lo que muchos creen todavía, el arte no consiste en tener ideas originales, sino en saber elaborarlas. El verdadero arte, en realidad, es simplemente artesanía. Y a mucha honra.

Voy a poner un ejemplo. Escojamos al azar un mensaje cualquiera de los millones que circulan todos los días por las redes sociales, y comparémoslo con este poema de Gerardo Diego, igualmente incomprensible:

¿Quién dijo que se agotan la curva el oro el deseo
el legítimo sonido de la luna sobre el mármol
y el perfecto plisado de los élitros
del cine cuando ejerce su tierno protectorado?

Registrad mi bolsillo
Encontraréis en él plumas en virtud de pájaro
migas en busca de pan dioses apolillados
palabras de amor eterno sin
carta de aterrizaje
y la escondida senda de las olas.

Los locos se adelantaron a Gerardo Diego, pero la buena artesanía hay que cultivarla, porque el mundo, más que consumidores, necesita artesanos. Las sociedades, como los templos de la antigüedad o las pirámides, se deterioran con el tiempo.

Es más: la mayoría de ellos terminan desapareciendo.

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miércoles, 29 de septiembre de 2021

Jornada 5

El granero de Robinson está construido casi en la cima de la montaña. Allá arriba, lejos del mar y de la vegetación exuberante de la costa, la humedad y los insectos apenas llegan, y sus provisiones están seguras.

O eso creía él. Porque hace pocos días, al apoyarse en una de sus paredes, ha oído un crujido a sus espaldas y ha notado que la madera cedía. La empalizada de ramas y troncos que con tanto esfuerzo había conseguido erigir para sostener la techumbre del granero está podrida. 

Las termitas la han agujereado por mil lugares. Ahora está casi completamente hueca, y en cualquier momento puede venirse abajo. Robinson no se había dado cuenta, pero las termitas llevaban ya muchos años devorando el interior de la madera. Sus provisiones, y con ellas su futuro, peligran.

Las cosas como esa no suceden de la noche a la mañana, murmura Robinson. Le llevará mucho tiempo construir un granero nuevo.

Si lo consigue.

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viernes, 10 de septiembre de 2021

Jornada 4

Desde el promontorio más alto de su isla, Robinson otea el horizonte. Está viendo el tsunami acercarse y todavía no ha encontrado dónde refugiarse.

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lunes, 6 de septiembre de 2021

Jornada 3

Apenas avistó la flotilla de canoas que se dirigía a la playa, Robinson se trasladó a su refugio de la montaña, donde no podía ser visto por los recién llegados. Desde allí, durante días, observó su comportamiento. Al principio, las decisiones las tomaban los ancianos de la tribu, y en aquella pequeña sociedad reinaba una relativa armonía. Los conocimientos de los ancianos, sin duda basados en la experiencia, mantenían el orden y permitían resolver los conflictos sin grandes altercados.

Un día, sin embargo, los brujos consiguieron suplantar a los ancianos. Invocando a dioses terroríficos y exhibiendo talismanes protectores, sembraron el pánico en la tribu. Al poco tiempo, todos se miraban con desconfianza y escrutaban constantemente el cielo y el océano, al acecho de las señales apocalípticas que los brujos habían anunciado.

Por fin una noche, alrededor de una hoguera, comenzaron los rituales. Había que sacrificar niños para aplacar a los dioses. Desde lo alto de su refugio, Robinson oía los cánticos y los tambores, y a veces incluso los llantos de los niños y el chisporroteo de las hogueras. No quiso seguir mirando. Sólo se asomaba por las mañanas para ver si los salvajes seguían aún en la playa. Entre tanto, ordeñaba sus cabras, reparaba la techumbre del refugio y recogía las cosechas de la temporada, evitando salir del bosque.

Deseaba con todas sus fuerzas que regresaran a su lejana isla.

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lunes, 16 de agosto de 2021

Jornada 2

Paseando por la playa, Robinson encuentra sobre la arena un libro que el mar ha arrojado a la orilla. Sus páginas están mojadas, y no se atreve a abrirlo para no deteriorarlas. Lo dejará secar. En su remota isla, cualquier vestigio de la lejana civilización es un enorme consuelo. Con el libro mojado entre sus manos, como si fuera una reliquia, se dirige hacia su cabaña y, una vez allí, lo pone a secar al sol, sobre una roca plana.

A la mañana siguiente las páginas se han secado. Robinson toma el libro entre sus manos, avariciosamente, trata de aplanar las rizadas hojas haciendo presa contra sus dos tapas y, por último, se sienta a leer.

Es un diccionario. Habría preferido una narración, real o imaginaria, pero no importa. Para él, cualquier recuerdo del mundo que dejó atrás es reconfortante. Lo abre al azar, y su dedo índice se detiene en una palabra. Lee en voz alta.

"Fe:

- Creencia en algo sin necesidad de que haya sido confirmado por la experiencia o la razón, o demostrado por la ciencia.

- Creencia que se da a algo por la autoridad de quien lo dice o por la fama pública."

El sol de la mañana es templado, y la brisa, suave. Robinson cierra de nuevo el libro, entorna los párpados y piensa...

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sábado, 7 de agosto de 2021

Jornada 1

Robinson respira hondo. Si ha contado bien las muescas que va marcando en el poste de su cabaña, hoy es su cumpleaños. Merece la pena celebrarlo. De modo que abre el baúl, saca de él unos cuantos objetos, y se coloca. En su pobre yacija. 

Desde ella ha visto ya muchos soles, lunas y nubes, y muchos pájaros sobrevolando la costa. Incluso, a veces, algunas aves de rapiña, pero a estas alturas ha conseguido ya ahuyentar a casi todas.

Toma en sus manos la barrica que rescató de un antiguo naufragio, abre la espita y deja caer en el cuenco una ración generosa de whisky. Lo paladea. Y recuerda.

Tiene que vivir de los recuerdos, porque en una isla desierta sólo hay océano, cabras y recuerdos. Como aquellos suyos antiguos que tenían música de rock and roll.

Recuerda sobre todo la presencia de ella. La felicidad del presente y la felicidad anticipada. La vida era hermosa y, aunque el tiempo no tenía fronteras, él sabía que esa noche la abrazaría largamente y sentiría aquel cuerpo de mujer junto al suyo.

Palpitando y riendo. Intensamente viva, como él. Por eso cada diminuto acontencimiento junto a ella era una fuente de felicidad. Era como un hilo que conectaba el presente con la noche cercana. Bajo la luna. En silencio.

Sólo murmullos, muy cerca. Un aliento agitado. Unas alas repentinas en los hombros, y luego la calma. El océano.

Por eso todo tenía sentido y todo significaba vivir. Sin hacer esfuerzos, simplemente dejándose llevar por la ola de la vida. 

No sabe por qué, pero entre sus recuerdos inconexos hay uno a oscuras, ante la pantalla de un cine. Quizá era Buster Keaton el que hacía acrobacias en lo alto de un vagón de tren. Quizá no. Daba igual. Lo único importante era que faltaban pocas horas para que el cuerpo de él y el de ella volvieran a encontrarse, enteros, bajo la luna.

Qué sencillo es vivir, pensó. Y qué difícil cuando uno se equivoca de camino. 

Entre tanto, el tiempo se deslizaba gota a gota hasta que, inevitablemente, se escapó de las manos. Después vinieron muchos barcos, muchas calmas chichas y muchas tempestades. Y, por último, el naufragio.

No ha vuelto a ver naves en el horizonte. No es ni feliz ni infeliz, o quizá es las dos cosas a la vez. Pero en este instante que está viviendo no hay más futuro que el recuerdo de ella y la anticipación de otro futuro que, en realidad, está en el pasado.

Robinson se sirve otro cuenco de whisky y se deja llevar por los recuerdos...

¿O eran fantasías?

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martes, 13 de julio de 2021

The beginning of the journey

I was born in the year 1632, in the city of York, of a good family, though not of that country, my father being a foreigner of Bremen, who settled first at Hull. He got a good estate by merchandise, and leaving off his trade, lived afterwards at York, from whence he had married my mother, whose relations were named Robinson, a very good family in that country, and from whom I was called Robinson Kreutznaer; but, by the usual corruption of words in England, we are now called—nay we call ourselves and write our name—Crusoe; and so my companions always called me...

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sábado, 10 de julio de 2021

Comadres y pontífices

La mayoría de nosotros hemos oído o leído alguna vez historias sobre las cazas de brujas, pero quizá no tantos nos hemos preguntado cómo fue posible un fenómeno así. 

Todos tenemos un territorio irracional en nuestra mente. Y en nuestro comportamiento. Si ese componente sólo aflora de cuando en cuando en nuestra vida cotidiana es, en buena parte, porque vemos que a nuestro alrededor la irracionalidad está controlada. 

Autocontrolada. Es un ciclo que se alimenta a sí mismo. Tus emociones no dominan completamente tu vida porque necesitas encajar en la sociedad, y las emociones tampoco dominan el comportamiento de los demás porque tú, entre otros, evitarías relacionarte con ellos.

Esa pauta no se cumple en algunos casos. Los espectadores de algunos deportes acuden unidos por un mismo deseo y eso los une. Se pueden permitir gritar desaforadamente o insultar a quienes no comparten su deseo colectivo.

Es un desahogo, claro, pero también es un regreso al tiempo de los primates. Basta con desempolvar el sentimiento de tribu, o de manada, para ser capaz de romper las pautas de comportamiento 'normales' y no sentirse culpable de nada.

Pero, como mis lejanos antepasados, me estoy yendo por las ramas. Lo que yo me he preguntado hace un rato es, literalmente, cómo es posible que una colectividad llegue a entrar en esa dinámica. Quiero decir, qué pudo haber sucedido en aquellas sociedades para que en ellas se desatara una caza de brujas.

Como mínimo, creo yo, tendrían que darse dos condiciones:

· uno o varios individuos del grupo difunden una noticia que inspira terror o rechazo
· una autoridad respetada por la mayoría confirma la noticia

No hace falta mucho más. Una o varias comadres empiezan a comentar las prácticas sospechosas de ciertas vecinas, el rumor se extiende, el miedo y el rechazo se apoderan del grupo... y seguidamente el sacerdote asume el mando e instiga a la persecución de las disidentes. Problema resuelto.

Han pasado ya algunos siglos desde las primeras cazas de brujas, pero si alguien quisiera hoy reproducir aquel fenómeno sólo tendría que introducir algunos retoques en esas dos condiciones.

Por ejemplo, podría empezar convenciendo a los medios de comunicación para que difundieran una y otra vez alguna noticia terrorífica. Una vez extendido el miedo y el rechazo entre la población, le bastaría con seleccionar a unos cuantos científicos respetados y convencerlos para que confirmaran el rumor.

'Convencer' es una palabra quizá demasiado ambigua, pero lo dejaré así. Que cada uno la interprete como quiera. En cualquier caso, el resultado es el mismo. Unos medios 'convencidos' cribarán celosamente la información que proporcionan, o la distorsionarán convenientemente. Y unos científicos 'convencidos' pontificarán sobre esa nueva realidad.

En realidad, siempre ha sucedido, sólo que en menor escala.

En aquellos tiempos lejanos, la mayoría de las comadres no tenían ganas de cuestionar lo que les contaban las vecinas, y otras no se atrevían por miedo a ser incluidas entre las perseguidas. Pero, aunque alguna se hubiese atrevido, nadie la habría escuchado.

Así fue como la tierra fue plana durante milenios, y como Miguel Servet fue quemado en una hoguera y Galileo terminó sus días arrestado por la Inquisición. Pero el hecho de que la humanidad terminase aceptando la realidad no quiere decir que la tierra nunca más volverá a ser plana, o que las comadres nunca más volverán a ver a alguna vecina volando en una escoba. Seguimos siendo lo que somos.

Ah, se me olvidaba preguntar: ¿alguno de vosotros ha visto recientemente a algún vecino volando desnudo, montado en una escoba? Pues, si no lo veis en la televisión, ni se os ocurra mencionarlo.

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lunes, 21 de junio de 2021

Experimentos

Hasta el día de hoy he escrito aquí ya varias veces sobre el famoso virus. Hace ya tiempo que no encuentro informaciones nuevas, y me he hecho una idea muy clara de la situación. No sé cuál es el porcentaje de maldad y cuál es el porcentaje de imbecilidad entre nuestros gobernantes y medios de comunicación, pero mi conclusión es ya inamovible: nos han engañado y nos están engañando. El virus no es más peligroso que la gripe, y todas las cifras que vomitan continuamente los medios son indiscutiblemente mentira. 

Quienes me conocen saben que no hablo por hablar. No soy un paranoico. He dedicado muchas horas, días y meses a investigar la realidad, y soy extremadamente exigente con la veracidad de las informaciones que voy encontrando. Pero, naturalmente, estoy ante una situación de fe colectiva. Por lo tanto, irracional. Y contra el miedo y la culpa colectiva es prácticamente imposible luchar a título individual.

Ahora voy a hablar de las vacunas. No me apetecía mucho, pero lo considero un deber moral, pese a que ya sé, de antemano, que no va a servir para mucho. Los pocos que lean esto, al menos, no podrán decir que nadie les ha informado. Y empiezo.

Hay tres tipos de vacunas actualmente en el centro de la histeria colectiva. Las vacunas de tipo tradicional consisten en introducir un virus inactivado en el organismo, con el fin de que nuestro sistema inmunitario genere anticuerpos contra él. Ninguna de esas vacunas está siendo administrada en la Unión Europea, pero encuentro extraño que aleguen que usan un virus inactivado cuando el virus ni siquiera ha sido aislado. Lo que conocemos como tal es una construcción por ordenador, basada en trozos aislados del ARN del presunto virus. Ahí dejo ese misterio.

Otro tipo de vacuna consiste en introducir en el cuerpo un adenovirus, de chimpancé o humano, previamente vaciado y rellenado con ARNm. Y un tercer tipo consiste en inocular ARNm envuelto en distintas sustancias que le permitan llegar intacto hasta la membrana celular. Esas sustancias no han sido suficientemente ensayadas en humanos, y sus efectos a corto y largo plazo son desconocidos. 

Ahora vamos con el ARNm. El ARNm que están inoculando es similar a un programa informático: codifica instrucciones para producir la proteína S2, que supuestamente es una parte externa del virus. Para ello, atraviesa la membrana celular y entra en el ribosoma, que inmediatamente lo descodifica y, obedeciendo sus instrucciones, empieza a fabricar copias de la proteína, que pasan al torrente sanguíneo. ¿Durante cuánto tiempo? No lo sabemos. Quizá sólo durante unos días, quizá durante toda la vida. 

Para evitar que la proteína circule por la sangre, el ARNm está diseñado de modo que las proteínas salgan de la "fábrica" provistas de un anclaje que las fije a la membrana celular. Sin embargo, recientes investigaciones han descubierto que la proteína no se queda anclada y circula efectivamente por la sangre de los inoculados. También se ha averiguado que se fija a los receptores ACE2 de la membrana celular, en particular a las plaquetas, el  bazo, el endotelio (el recubrimiento interior) de los vasos sanguíneos, los ovarios, la placenta (los abortos espontáneos se han multiplicado por 3 000) y la médula ósea (donde a más largo plazo podría causar leucemias). 

La alteración de las plaquetas genera trombos y trombocitopenia, y de hecho esos efectos están siendo observados en millares de personas, información que no aparece nunca en los medios de comunicación y que es sistemáticamente censurada en las redes. Son miles los que han muerto ya por trombosis o infartos por esa causa, muchísimos más de los que habrían muerto si no se hubieran "vacunado". Además, se ha comprobado que la proteína atraviesa la barrera hematoencefálica y penetra en el cerebro, donde puede afectar al sistema nervioso: ceguera, parálisis facial, deterioro mental son sólo algunos de esos efectos, que, pese a su ausencia en los medios, están siendo observados. Hablo de cifras oficiales, científicas o autorizadas. 

En Israel, por ejemplo, las muertes y las miocarditis en jóvenes han aumentado exorbitantemente desde el comienzo de la campaña de vacunación. Y ahora van a por los niños. Estadísticamente, es más probable que a tu hijo lo fulmine un rayo que muera a consecuencia del virus. Inocularlo con un tratamiento genético experimental no aprobado puede terminar causando un genocidio. El peor de todos los imaginables: un genocidio de niños. Indefensos, dependientes fundamentalmente del terror de sus padres, inducido por una campaña perfectamente malévola y premeditada.

Las compañías farmacéuticas han firmado contratos que las eximen de toda responsabilidad, y si finalmente algún juez dictamina que el responsable es el gobierno, las indemnizaciones las pagarán con nuestros impuestos, no con los multimillonarios beneficios de esas compañías.

¿Por qué hemos permitido que nuestros gobiernos firmen esos contratos? En parte, por terror, en parte por inanidad de la oposición, y en parte por "presiones" (léase sobornos) de las farmacéuticas. Pero no sólo hemos permitido la firma de esos insensatos contratos. Hemos permitido que nos despojen de nuestra libertad, mucha más de la que nos quitó cualquier dictadura, salvo en el caso de los ghettos judíos en la Alemania nazi. Hemos entregado de buena gana nuestra libertad, ¿y esperamos que nos la devuelvan graciosamente? No seamos ingenuos.

Esto no se va a terminar mañana, ni este verano. Con el invierno, volverán los resfriados y las gripes, incluso quizá el famoso virus. Nos hablarán otra vez de asintomáticos y de nuevas variantes mortíferas, retornarán a los falsos positivos y seguirán sujetando el dogal en torno a nuestro cuello. No sé si tienen un plan, aunque todo parece indicar que lo tienen, pero estamos a un paso del control total de buena parte de la población mundial. Sí, a eso se refieren cuando se llenan la boca con la palabra "digitalización".

Por las buenas, no creo que consigamos recuperar las libertades que hemos entregado sin rechistar. No importa el color del gobierno que elijamos. Esto es un juego de poder. Puro y simple. 

Por favor, os imploro de rodillas: no vacunéis a vuestros hijos. Tienen toda una vida por delante, y no podéis poner en riesgo su salud para el resto de su vida. Puede que mis aprensiones no se cumplan, pero el riesgo es real, y no sabemos durante cuánto tiempo los convertirán en una fábrica de toxinas. Por favor, no los vacunéis. Enviadme un comentario si queréis más información, y os la daré con mucho gusto. Si creéis que hay la más mínima posibilidad de destruir la vida de vuestros niños, por favor, ponéos en contacto con otros padres o abuelos que piensen como vosotros. Organizáos. Hay que ofrecer resistencia a esta dictadura demente que nos atenaza. 

Resistamos en los colegios, en los parques infantiles. Interpelemos a los pediatras, pidamos información exhaustiva y verídica. No nos dejemos chantajear. Si no permiten que los niños sin vacunar asistan a clase, que no asista ningún niño a ninguna clase hasta que el gobierno ceda. Los niños no mueren del virus y no contagian. Y no tienen posibilidad de elección. Apaguemos la televisión. Recuperemos nuestra dignidad de seres humanos. No somos ovejas de ningún rebaño, ni ratas de laboratorio. Seamos personas libres y con criterio propio. Eso, y no otra cosa, es el verdadero progreso.

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martes, 15 de junio de 2021

Tres cuadros

Tres originales de Ricky Mango:
Higo

Tríptico

Ballena
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domingo, 13 de junio de 2021

DDT

En 1948, el químico suizo Paul Müller recibió el premio Nobel de medicina por su descubrimiento de las propiedades insecticidas del DDT. Gracias a aquel descubrimiento, el tifus había sido prácticamente erradicado en gran parte del mundo. Después de la segunda guerra mundial, el uso de DDT consiguió eliminar prácticamente el paludismo en América del Norte, en el continente europeo y en muchos otros países. En India, por ejemplo, habían muerto en 1945 cerca de un millón de personas por paludismo. En 1960, gracias al DDT, esa cifra se había reducido a unos pocos millares.

Sin embargo, un acontecimiento imprevisto iba a cambiarlo todo. En 1962, la escritora Rachel Carson saltó a la fama con su libro Silent Spring. Según ella, el DDT reducía el grosor de la cáscara de los huevos de las aves de rapiña. Si los huevos no protegían suficientemente a esos pajaritos, razonaba Carson, llegaría un día en que no veríamos ya pájaros en las ramas, y las primaveras serían silenciosas: Silent springs. Los asustados lectores se preguntaban: ¿sería el DDT nocivo también para las personas? Acababa de nacer el alarmismo “verde”.

Pero en los países pobres nunca faltaron pajaritos, y las investigaciones científicas no respaldaban el nuevo terrorismo. Los efectos sobre los huevos eran reversibles, y en 1971 la Environmental Protection Agency (EPA) convocó una larga serie de audiencias científicas sobre el DDT. A lo largo de ocho meses declararon 125 testigos y se aportaron 365 pruebas. Finalmente, la Agencia concluyó que el DDT no causaba cáncer ni mutaciones genéticas, ni perjudicaba el desarrollo de los fetos humanos.

Eso fue en 1971. Sólo un año después, el funcionario William Ruckelshaus, recién nombrado Administrador de la EPA, revocó el dictamen sobre el DDT. Ruckelshaus no había asistido a una sola de las audiencias, y ni siquiera se había leído el informe. Su decisión fue exclusivamente política. De hecho, sólo un año antes de incorporarse a la EPA, había declarado que el DDT era “indispensable para proteger la salud humana”y que, aplicado adecuadamente, no tenía efectos tóxicos en las personas ni en otros mamíferos y no era peligroso. Apenas se incorporó a la EPA, sin embargo, declaró que, bien pensado, “abrigaba muchas sospechas sobre el DDT”. En 2000, el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) aprobó un tratado internacional contra el uso de varias sustancias químicas, entre ellas el DDT.

Después de 1972, el DDT siguió en uso, aunque sólo en casos excepcionales. Pero los alarmistas ricos de los países ricos siguieron insistiendo ante los gobiernos de los países ricos para que lo prohibieran, no fuera que el equilibrio ecológico de los países ricos se deteriorara insufriblemente. Los países pobres, en cambio, no tenían alternativas. Dependían de la financiación exterior para sustituir el DDT por otros insecticidas, por cierto mucho menos eficaces. Malathion, el sustituto más barato, cuesta más del doble y sus efectos duran la mitad del tiempo que el DDT. La impregnación de una sola mosquitera cuesta 4 dólares y hay que renovarla con frecuencia, y eso para cada miembro de cada familia (generalmente, muy numerosa). Y, como todos sabemos, los mosquitos que te quieren picar no suelen esperar a que te metas en la cama.

Los países que pudieron mantenerse fieles al DDT experimentarion mejoras espectaculares. En 2000 Sudáfrica reintrodujo el DDT y, en un solo año, vio sus casos de paludismo disminuir un 80 por ciento. Cinco años más tarde, el número de casos era un 97 por ciento menor. También en 2000, una empresa minera de Zambia emprendió un programa de control del paludismo mediante DDT. En la actualidad, la mortalidad por paludismo en las clínicas de la empresa es igual a cero. 

Pero desde 2005 ningún otro país ha regresado al DDT. Los alarmistas ricos siguen clamando en favor de sus pajaritos con dinero de los contribuyentes de los países ricos. Y los autores de publicaciones científicas, o por ascender en el escalafón o por no quedarse sin trabajo, siguen haciendo méritos ante los sacerdotes del miedo. Y ante sus financiadores. A tan ubérrimo panal de rica miel se unieron también las Naciones Unidas, la OMS, medios de comunicación agradecidos, fabricantes de insecticidas piretroides y, simplemente, tontos útiles que no quieren complicarse la vida averiguando y tan sólo desean un mundo (rico) mejor.

¿Es o no nocivo el DDT? Según un artículo publicado en The Lancet en 2000, “hay probablemente pocas sustancias que hayan sido tan estudiadas como el DDT, experimentalmente o en personas. Desde los años 40 se han producido miles de toneladas de DDT, y millones de personas han estado en contacto directo con esa sustancia... Considerando las ingentes cantidades usadas, el nivel de seguridad para las personas es extremadamente alto”.

Por su parte, la London School of Hygiene and Tropical Medicine concluyó que, en Brasil y en India, la salud de los fumigadores de DDT era “semejante a la de otras personas de su edad”. La Agency for Toxic Substances and Disease Registry (ATSDR) no econtró ninguna relación entre el DDT y el número de casos de cáncer. Dos toxicólogos de renombre evidenciaron que, incluso en el apogeo del uso de DDT en cultivos agrarios, el riesgo de cáncer asociado a esa sustancia era mucho menor que el de muchos alimentos de consumo cotidiano: una sola taza de café, por ejemplo, es más peligrosa que un año entero de exposición a DDT. Y muchos otros estudios han llegado a las mismas conclusiones.

En la actualidad, el paludismo causa millones de muertes cada año, muchas de ellas de niños, casi únicamente en los países pobres. Y no existen alternativas. En 1996, Sudáfrica sustituyó el DDT por piretroides y vio el número de casos de paludismo incrementarse en más de un 1 000 por ciento en cuatro años. Sólo los pocos países que se atrevieron a seguir usando DDT han conseguido contener o reducir el paludismo.

En el año 2006, después de 30 años de oposición enconada, la OMS declaró que el DDT es un insecticida aceptable en la lucha contra el paludismo. Después de 30 años ¿y de cuántos millones de muertos? Pero no se alarmen. Me refiero sólo a los países pobres. Los países ricos han conseguido evitar el sufrimiento de sus pajaritos.

Y con esto, por hoy, termino. Es mi hora del café.

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viernes, 28 de mayo de 2021

Historia de un delirio (colectivo)

He cometido muchos errores en la vida, como casi todo el mundo. Y también he sufrido las consecuencias. En eso no creo ser distinto de los demás seres humanos. Pero siempre he aprendido de mis errores, aunque la vida es suficientemente corta para que no siempre consigamos rectificar. Muchas veces, el camino que pudimos seguir y no seguimos está ya definitivamente fuera de nuestro alcance. Sin embargo, a mí cada lección aprendida me ha servido para sentirme más a gusto conmigo mismo. Incluso contra viento y marea.

Es cierto que muchos de mis errores lo han sido porque no encontraba alternativas. Hay una realidad colectiva y hay otra realidad individual, y uno no siempre es consciente de esa diferencia. Los grandes errores de mi vida los he cometido por seguir la corriente, pero también he tenido la suerte de sentirme siempre incómodo dentro de la corriente. Y de no resignarme. Yo, al menos, siempre he luchado por encontrar alternativas.

El contacto con la moral protestante, en mi primera juventud, me descubrió el valor del individuo, y por aquellas mismas fechas un panfleto leído en la calle me abrió la ventana de la libertad. La palabra libertad, en realidad, es un concepto negativo. Uno quiere ser libre porque se siente atado, y aspira a ser libre cuando no quiere que le pongan ataduras. El problema es que, frente a las ataduras que imponen las mayorías, es muy difícil encontrar el camino de la libertad.

Es un largo proceso. De niño, tuve la suerte de admirar a los grandes científicos, y de ellos aprendí que el empeño por averiguar la verdad permitía abrir puertas a un mundo mucho más apasionante que el mundo previsible, repetitivo y monótono impuesto por la masa. Por eso estudié una carrera de ciencias. Las leyes del universo, el fenómeno de la vida, el intrincado territorio de las matemáticas y, en otro orden de cosas, el universo de la ficción me libraban del aburrimiento cotidiano y me incitaban a hacerme preguntas. Pero la ciencia me enseñó también a descartar respuestas.

¿Qué respuestas? Las que no son coherentes con el resto de la realidad. Vivir en la incoherencia no es raro. Es más bien habitual, y los conformistas son capaces de sentirse perfectamente a gusto sin hacerse preguntas incómodas, ni sobre ellos mismos ni sobre el mundo que los rodea. Han encontrado un punto de equilibrio entre las dificultades de la vida y la aplicación de un puñado de normas inconexas. Muchos de ellos vuelan a ras del suelo y son felices así. Otros se vuelven amargados, o resentidos, y buscan culpables que sólo existen en su miedo y en su fantasía. Tratar de apartarse de ellos, de todos ellos, es para mí la definición de nadar contra la corriente.

Es un camino muy duro, pero la vida es, en todo momento, lo que toca. No podemos escoger. Unos, los más, pierden la curiosidad de los años infantiles, mientras que otros tenemos que seguir acarreando la terrible y maravillosa maldición de seguir haciéndonos preguntas. Y tratando de responderlas.

Naturalmente, no podemos ser capaces de responder a todas las preguntas, simplemente porque no somos expertos en todos los campos del conocimiento. En algún momento tenemos que confiar en otros que, suponemos, saben más que nosotros. Eso es lo que hice yo cuando el mundo se puso patas arriba a causa de un virus. En un principio, me fié de las explicaciones que me iba dando un amigo médico, si no de profesión, sí de titulación, al que además siempre he considerado una persona inteligente.

Pese a todo, yo me seguía haciendo preguntas. Había muchos puntos oscuros. Cierto día, mirando un mapa de la incidencia geográfica del virus, observé que no estaba uniformemente distribuida. Me pareció raro. ¿Por qué en unas regiones apenas había casos y en otras había muchísimos? Más aún: ¿por qué la densidad de casos disminuía radialmente, con algunas misteriosas excepciones? Parecía como si la enfermedad se hubiera ido diluyendo desde el centro hacia la costa, pero pueblo a pueblo, incluso con cordilleras o extensiones despobladas de por medio. Además, las líneas de tren con mayor tráfico de pasajeros no parecían haber influido nada en la propagación de los contagios. No tenía sentido.

Busqué mapas estadísticos de todo tipo: régimen de vientos, temperatura, humedad relativa, horas de insolación, nubosidad, relieve, altitud, presión atmosférica, densidad de población, grado de industrialización. Ninguno de aquellos mapas coincidía con el de los contagios. Hasta que un día, semanas después, me encontré con un mapa de composición demográfica, por edades. Aquel mapa sí coincidía, casi exactamente, excepto en Madrid y Barcelona, donde se encuentran los dos mayores aeropuertos de España. La clave era la edad.

Poco tiempo después se conocieron las estadísticas: la enfermedad, efectivamente, afectaba mucho más a los ancianos que a los jóvenes. Mi deducción había sido correcta. A finales de junio, la incidencia empezó a disminuir y se extendió la impresión de que la epidemia había terminado, o casi. Pero, al llegar el otoño, las noticias empezaron a comunicar un aumento alarmante de casos. Era muy extraño. Si las variables meteorológicas no influían para nada en los contagios, como yo había averiguado, ¿por qué ahora estaban aumentando? Durante el verano, la población se había desplazado mucho más que en los meses anteriores y no había sucedido nada.

Hacia finales de octubre, encontré unas estadísticas oficiales que abarcaban dos decenios: número semanal de muertes por todas las causas. Anoté cada dato, lo ajusté para reflejar el aumento de población y saqué el promedio. No conseguía salir de mi asombro. El número de muertes era exactamente el mismo que el promedio de los últimos 21 años. Exactamente. Y eso, teniendo en cuenta el menor número de accidentes de tráfico, de operaciones quirúrgicas y de quimioterapias, a causa de la supuesta “saturación” de los hospitales. Con los centros de salud cerrados y gran parte de la población evitando entrar en un hospital por miedo al contagio, ¿era posible que hubiera habido muchos menos infartos y enfermedades graves que en los últimos veinte años?

Mi amigo médico llevaba meses diciendo que el virus estaba “estancado”. Era un adjetivo sospechoso. No tiene mucho sentido hablar del “estancamiento” de un virus. Cuando le comuniqué mi descubrimiento, me contestó con un argumento absurdo, que no vale la pena repetir. Evidentemente, aquel hombre estaba perdiendo el juicio. Entonces empecé a comprender hasta qué punto el miedo es capaz de neutralizar el raciocinio. Traté de hacerle razonar, pero me trataba como a un alucinado. ‘Negacionista’ es la palabra. Sin embargo, cuando le pedía una explicación de mi descubrimiento, no respondía. 

Era desesperante. La humanidad estaba perdiendo el juicio, en masa. No era posible que los gobernantes, o sus asesores, no supiesen lo que yo había averiguado. A la vista de las estadísticas, era casi evidente. Bastaba con unas simples multiplicaciones y divisiones. Si realmente había una epidemia, no era más mortal que la gripe, pese al apocalipsis de datos que todos los días anunciaban en los medios. ¿Por qué lo hacían? ¿Era simple imbecilidad, o era una campaña deliberada? Y, si era deliberada, ¿cuál era su propósito?

Más o menos por aquellas fechas oí hablar de los falsos positivos. Hasta entonces, yo había dado por supuesto que la prueba de detección del virus era fiable, pero un día cayó en mis manos un artículo que demostraba que el porcentaje de falsos positivos de aquella prueba era superior al 70%. Es decir, un porcentaje inaceptable. Ni siquiera hacía falta investigarlo. El propio inventor de la prueba lo había advertido. Evidentemente, nos estaban engañando. Sólo se puede ser imbécil hasta cierto punto.

En noviembre, a la vista de los datos oficiales, escribí a mi amigo y le hice una predicción. Los datos que aparecen en los medios reflejan simplemente el aumento estacional de todos los años, le dije. Tanto más, cuanto que la gripe común parecía haber desaparecido de las estadísticas. Y le propuse una cifra: si en la segunda semana de enero alcanzáramos 1.800 defunciones diarias [es decir, 12.600 semanales], seguiríamos estando en valores estadísticamente admisibles.

Aparté el tema de mi mente, por agotamiento, y me dediqué a otras cosas. Pero a primeros de enero se me ocurrió comparar los datos oficiales con mis predicciones. Esa semana habían muerto 1.552 personas menos de lo que yo había declarado estadísticamente admisible. Era para volverse loco. En los medios, las oleadas mortíferas se sucedían una tras otra con miles de víctimas, mientras en la realidad no sucedía absolutamente nada preocupante. Al poco tiempo averigüé que los hospitales cobraban un plus considerable por declarar ingresados con esa enfermedad, y más todavía por declarar ingresos en UCI atribuidos a esa misma enfermedad. Supe también que estaba prohibido hacer autopsias (única manera de averiguar la verdadera causa de la muerte), y que cualquier defunción acaecida en las cuatro semanas posteriores a un resultado positivo era obligatoriamente atribuida al virus.

En tales condiciones, encontrar información fiable era una tarea penosa. Había que rebuscar entre vídeos conspiratorios descabellados, artículos de personajes pintorescos que no sabían ni redactar, supuestos doctores que probablemente creían también en los extraterrestres, y otras informaciones no verificadas ni verificables. Tras las teorías sobre el virus vinieron las teorías sobre las vacunas. Yo me quería informar, pero ¿cómo? No podía fiarme de ninguno de los que llevaban meses engañándome. Por fin, poco a poco y con gran trabajo, fui consiguiendo hacerme una idea de lo referente a las vacunas. Tuve que estudiar biología molecular, consultar bases de datos muy difíciles de entender, y verificar una y otra vez las informaciones que iba entresacando de acá y de allá.

Todavía no puedo asegurar que todo esto sea una conspiración. Me parece bastante inverosímil que un grupo de poderosos o de instituciones consiga poner en marcha una campaña de falsedades tan sostenida y de alcance prácticamente mundial. Y, sin embargo, no encuentro otra explicación. No puedo asegurar que todo esto responda a un propósito perfectamente planificado, pero la realidad es que el horizonte de mi libertad cada día se estrecha más, y el nivel de locura que me rodea no disminuye. Estoy leyendo libros de historia para tratar de encontrar algún precedente. Lo más parecido que he encontrado son las cazas de brujas, las guerras de religión y los grandes totalitarismos del siglo XX. Sin embargo, ninguno de ellos tuvo alcance mundial.

Lo que está sucediendo hoy en el mundo, que yo sepa, no tiene precedentes. Es horrorosamente inquietante y angustioso. En tiempos de la Unión Soviética, uno podía arriesgarse a saltar el muro de Berlín para ganar la libertad, pero hoy en día prácticamente no hay alternativas. El planeta Marte queda muy lejos, y me temo que no es habitable. Me queda, al menos, la satisfacción de saber que he abordado este episodio con mentalidad científica. No sé lo que habrán predicho los modelos de los epidemiólogos a sueldo de los gobiernos, pero yo he hecho predicciones que se han cumplido. Eso me tranquiliza. Mi sentido común todavía está en su sitio. Puede que la mayoría de mis congéneres se hayan vuelto locos. Yo, todavía, no.

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miércoles, 26 de mayo de 2021

Encajando el rompecabezas

Resumo a continuación parte de un artículo publicado en W1red el 6 de mayo pasado, que explica la diferencia entre la reducción de riesgo relativa (que es la que están publicando los fabricantes de vacunas) y la absoluta (que es la que realmente cuenta a efectos epidemiológicos):

Supongamos que, de 100 personas que no se vacunan, 10 contraen cierta enfermedad. El riesgo de contraer esa enfermedad es, por lo tanto, 10%. Supongamos ahora que otras 100 personas sí reciben la vacuna y de ellas sólo enferma una. Su riesgo de enfermar era, por lo tanto, 1%. La reducción de riesgo absoluta (ARR) habrá sido, por consiguiente, 9% (es decir, 10% - 1%). La reducción de riesgo relativa (RRR), en cambio, es 90% (es decir, 9% dividido por 10%).

Un texto publicado en Lancet Microbe el mes pasado concluye que, incluso con muestras de decenas de millares de sujetos, los valores de ARR respecto del COVID-19 se cifran en 1.2% para la vacuna de Moderna y 0.84% para la de Pfizer.

El valor inverso de la ARR (es decir, 1/ARR) refleja el número de personas que es necesario vacunar para evitar un solo caso.

Según un estudio del profesor Piero Olliaro (del Centro de Medicina Tropical y Salud Mundial de la Universidad de Oxford), para evitar un solo caso es necesario vacunar a 76 personas con las dos dosis de Moderna, a 117 personas con las dos dosis de Pfizer, y a 84 con la dosis única de Johnson & Johnson.

Y añado otro dato: los CDC de Estados Unidos han rebajado el umbral de ciclos de la PCR a 28. Con lo cual no podemos saber si el descenso en el número de 'casos' se debe a las vacunaciones o al cambio en los valores de detección. Habría que preguntarse cuántos otros países están jugando también con el grifo de los ciclos de la PCR.

A mí esto me huele a presiones generalizadas, directas o indirectas, a cargo de las farmacéuticas, a nivel político y mediático. Están ganando nuchos miles de millones de dólares con las vacunas, frente a los cero dólares o poco más que estarían ganando si datos como estos fueran divulgados. En este rompecabezas endiablado, la corrupción en gran escala es la única hipótesis que permite encajar todas las piezas.

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lunes, 24 de mayo de 2021

Codename: Phoenix

The first drink was on the house and he drank it, quickly. Then, he straightened up his sweater, gathered courage by evoking a few distant memories of his childhood, and went ahead towards the roulette. He bet and won, and then lost, and then won three times and lost another four. He was feverish—as usual. Across the table, in front of him, a blonde pretending to look at her chips was discreetly watching his bets. 2, 14, 34.

He wanted to smile at her, but she did not raise her sight, not even for a second. Suddenly, the croupier exclaimed “Rien ne va plus!”, and all the lungs around the table stopped breathing until the ball, finally, fell into place. Five. He had a startle—his number! But he had been so distracted by the blonde that he had forgotten to bet. Damn! A few drops of sweat ran down across his forehead and bumped into his eyebrows. He felt uneasy. Maybe his sweater was too tight. He needed some air. Or, better still, a splash of water on his face.

So he left the table and headed for the restroom. The blonde would not leave, hopefully. As he grasped the door’s knob he glanced at her through the crowd, but she didn’t seem to notice. Then he went in, turned on the tap and put his whole head under the water. Refreshing... He felt better, raised his head and looked in the mirror. A few wrinkles on his forehead seemed to have vanished. He felt younger. And reinvigorated.

The blonde was still on the same spot, looking at her chips. But this time he managed to squeeze himself between her and a fat man with suspenders.

“Would you like a drink?”, he said to her casually, smiling as radiantly as if he had just won a TV contest.

“Er, um, but you’ll miss the next one”

“The next drink?”

“The next bet”

“They might run out of drinks”, he replied. “One never knows”

She finally smiled.

“So we’ll help them to that, won’t we?”

He gulped. Her smile was magical, magnetic, out of this world.

“Okay”, he managed to say. “Just try to keep your thirst at bay, will you?”

He went to the bar and brought back two martinis. She took one of them. Her hand was terse and slender. Elegant, he thought. Some woman, really.

Faites vos jeux!”, invited the croupier.

She made her bet. He placed his chips in the same square as hers. The ball swished, whirled, stopped. Five again.

“We won!”, she jumped twice, then unexpectedly hugged him. He thought he was dreaming.

“Oh, well, this is... I can’t believe it’s happened”, he said. He wasn’t lying. “Let’s get some fresh air, would you?”

“Hmm. Sounds cool”, she said, and drank up her martini. “Just give me a minute”

She then sneaked her way to the bar, came back with two more martinis, and handed one to him.

“Alright. Now let’s go”

He followed her to the main entrance of the casino. On the sidewalk, a man with a snake around his neck chatted with an obese woman. Right across the road, in the middle of the roundabout, an exuberant fountain changed color under a sizeable replica of the Eiffel Tower. They went over and sat down on a bench.

“The name is Mark”, he said. “Mark Marconi”. And he reached out for her hand. But she didn’t shake his hand. Instead, she looked away for a few seconds, shrugged, and then turned towards him and kissed his lips, very slowly.

“Patricia”, she mumbled, still savoring his lips.

That was so fast... So lightning fast, he thought. He still couldn’t believe his luck. Patricia was a beautiful creature. Out of this world, he said to himself. When their lips parted, Patricia sipped at her martini. Her eyelids were down. A smell of air freshener from the casino whizzed between them.

“Are you lodging at a hotel?”, she asked.

“No. Actually, I arrived today. All the way from San Diego”

“I am. At the Bellagio, just round the corner. You look tired”

Suddenly, a gust of damp wind from the fountain sprayed his face.

“You are so young”, she said. “Listen, my room has an incredible view. And a huge bed. Will you be my guest today?”

Patricia didn’t wait for an answer. She stood up, took his hand and pulled gently. He didn’t remember her being so tall.

“M... my dream”, he stuttered. He meant ‘my pleasure’. His voice sounded strangely adolescent. Patricia, still holding his hand, led the way to the hotel. Ten minutes later, he was lying on a king-size bed, finishing his martini and wondering if he was about to wake up from some heavenly dream. Then the door of the bathroom opened, and Patricia slowly walked towards him. She was naked.

They kissed passionately. Through the ample window, the sunset tinged their bodies with a hue of honey. As the shadows started to set in around them, nature followed its course. Finally, Mark and Patricia, exhausted, lay on the bed for a long while, speechless. In the midst of the silence, his head, resting on her chest, picked the echo of his own heart, beating. His own heart only.

“Where does that buzz come from?”, he asked.

“Huh? Oh, I don’t know. The air conditioning, maybe”

Mark pressed his ear against her chest, trying to discern a beat. She combed his hair with her fingers.

“You must be so tired... Shall I fill the bathtub for you?”, she said.

“Oh, never mind. I shall manage”, said Mark. Then, with a yawn, he sluggishly sit up.





The bath was hot and relaxing. When he pulled the plug and the water started to drain out, the bathtub seemed much larger than when he had stepped in. With difficulty, he managed to get out and reached for the towel, which was now huge. Everything around him was out of proportion, but he didn’t want to think about it. No doubt it was some kind of vivid nightmare that would just vanish in the morning. He returned to the bed, climbed up to it and sighed. By his side, Patricia slept peacefully.





“Are you hungry?”

The voice was Patricia’s. It sounded as if she was leaning over him, but he still didn’t dare to open his eyes. He was half-awake now.

“Sort of”, he mumbled, and waited. Patricia took up the phone, dialed a number and ordered two breakfasts.

“Come on”, she said in a cheerful tone. “You may look now”

Slowly, Mark opened his eyes. Patricia was sitting by his side, smiling, still naked. But this time her skin was completely green. He blinked.

“Yes, you are fully awake now. And yes, I am green. Do you still like me?”

“Well, I...”

“Oh, and you have the body of a child. A nine-year-old, I’d say. As it happens, since I chose you in the casino yesterday, your body has been getting younger, by steps. No, darling, don’t say anything just yet”

The advice was unnecessary. Mark was still struggling to assimilate the fact that he wasn’t living in a nightmare.

“You may not believe it, but little green men—and women—do exist”, she went on. “Well, not so little, as you can see. Do you still like me?”

“You, you... I...”

“It’s water that makes you younger. Tap water, fountain water, bathtub water, any kind. It’s all part of a harmless experiment. Yes, there is an antidote, if that’s what you’re wondering. We just want to find out how humans react in all sorts of situations. Unexpected situations”

“Who is ‘we’?”

“You wouldn’t care. We are from a faraway galaxy. Really far, far away. And, be reassured, we are peaceful. Only a tad too curious about primitive civilizations. It’s taken us a lot of time to get here, after all”

“And that... that experiment... Is it over?”. His voice sounded really child-like now.

“I know, I know. You want to regain your adulthood. Well, that’s part of the experiment, as well. Don’t worry, it won’t last longer than a few weeks. We are also compassionate... Come on, don’t be so serious”

She tickled his armpit.  Mark writhed and burst out laughing.

“That’s much better”, she nodded. “Now, about the antidote. To regain your full manhood—which, by the way, I’m most eager about—you’ll have to eat a number of, say, funny foods”

“Funny?”

“Well, funny from our perspective. Anyway, I’ll cut to the chase: water will make you younger, but anything containing saturated fats, sugar, cholesterol, artificial additives, oxidants, caffeine, or salt will revert that condition. Basically, what you humans call ‘junk food’. Smoking and drinking, of course, would also help a lot. The silver lining is that, well, I’m sure you’ll love it”

“But how did you...”

“Oh, you were irradiated with delta radiation. From above”

“¿Delta radiation?”

“Yeah. It’s produced by funnelling neutrinos through a vortex of dark matter. But you don’t want to know such technicalities. Your planet is still in a pretty rudimentary stage of civilization”

A knock at the door interrupted her. She wrapped herself in a towel, opened the door, and took a tray from the hands of a hotel maid.

“Your breakfast is here!”, she half sang, laying the tray at his side on the bed. A giant pizza full of lard, cheese, eggs and coconut oil appeared under his eyes, flanked by two large martinis, a black coffee, a glass of cognac and a packet of cigarrettes.

“Don’t be afraid. It will do you good”, she encouraged him.

Actually, Mark was hungry, so he didn’t hesitate. He ate, drank and smoked as much as he could while Patricia, elegantly sipping her martini, looked at him approvingly. As he finished the cognac, he started to feel much stronger. And bigger. He was now almost Patricia’s size. A lascivious thought then crossed his mind.

“I guess what you’re thinking”, she winked at him. “I’l make things easier for you”

She took a small box from the nightstand, opened it, and swallowed a red pill that was inside it. In seconds, her skin turned white again. By then, her hand was playfully tiptoeing along his arm, then across his chest, then...

But whatever followed lays outside of this chronicle. The verified facts let us know that, for a few weeks since that day, Mark was the passive subject of a weird experiment for the sake of science in some remote galaxy. Time and again, he alternated showers and hand washing with the ingestion of pork and seafood and salt peanuts, and a long list of deletereous foods, his only compensation being the enjoyment of Patricia, which of course was mutual. So much so that, as soon as the experiment was over, she proposed to him.

“But it was me who was supposed to propose”, Mark complained.

“Never mind. I’m from another galaxy. And I mean it”

Grudgingly, he said yes. Then they kissed and, soon afterwards, married. They were happy for a while until one night, when he was about to fall asleep, Patricia whispered in his ear:

“You know one thing? I’m pregnant”

“What?”, Mark exclaimed. “Really?”

“Yes, love. You’re going to be a father. Do you think you’ll be a good father?”

“You bet!”, he replied.

It had been ages since he hadn’t pronounced that word. ‘Bet’. From the depths of his memory, the old days of feverish betting in the casino resurfaced and, week by week, weaved a dense web of longings and obsessions. He couldn’t sleep anymore. His marriage was as happy as it could be asked for, but he began to realize that it lacked one ingredient. One main ingredient. Namely, risk.

So there he was again, holding his chips between his hands and waiting for the thrilling announcements that the croupier was about to pronounce. Messieurs, Mesdames, faites vos jeux... Rien ne va plus!, only to lose one, two, three, twelve times in a row. Sweat started to form on his forehead. The old feeling. He took all the chips he had left and went to the bar.

Then, when he was just finishing his gin tonic, he heard a distant buzz. A familiar one. He glanced around, but the room was too crowded. Then he stood up and started to wander aimlessly among the crowd, trying to locate the source. No way. The buzz seemed to be everywhere, and yet he knew that it came from somewhere, one single somewhere.

Suddenly, the throng dispersed a little in front of him and he could get to see the roulette in the distance. By its table, Patricia kept looking at her chips while a young man squeezed his way between her and a fat man with suspenders.

It was himself.

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