martes, 7 de diciembre de 2021

Jornada 8

En los ultimos meses Robinson ha adivinado, en la línea lejana del horizonte, la silueta diminuta de dos barcos, en días diferentes. Ha corrido entonces hasta la pira de leña que tenía preparada, la ha encendido y ha aventado el humo cuanto ha podido, pero ninguno de los barcos ha alterado su ruta. Hoy, sin embargo, es distinto. Lo que distingue a duras penas entre la bruma remota no es un barco. El perfil de una montaña, irregular y misterioso, parece flotar muy lejos, empequeñecido por la distancia.

Pero algo raro está sucediendo. La montaña se mueve, tan despacio como un barco. Sus relieves se agrandan primero, hasta que Robinson acierta a distinguir las manchas erizadas de las palmeras decorando la costa, y unas horas después desaparecen por el sur, reducidos a un punto que se desvanece.

Entonces comprende. La isla en la que él creía haber naufragado no es una isla, sino un barco. Todos estos meses tratando de reconstruir una vida secuestrada por una tempestad, abrigando la ilusión de regresar algún día a ella, han sido en vano. El barco o isla en los que él creía ser náufrago son en realidad su vida. Una isla errante, fondeada ya en muchos puertos pero sin un lugar en el mapa. Una isla nómada, sin escapatoria posible, porque la circunferencia de la Tierra se cierra sobre sí misma. 

Absorto en esos pensamientos, no se había dado cuenta de que ha empezado a llover. Llueve con furia, y los latigazos incesantes del agua han empezado a formar grandes charcos a su alrededor. Pero Robinson no se mueve. La lluvia pasará. Siempre pasa.

De pronto, un rayo de sol inesperado atraviesa sus párpados. Abre los ojos. Está empezando a amanecer. A lo lejos los pájaros extienden su sinfonía habitual sobre el paisaje y, bajo sus pies, la isla no se mueve.  

Robinson respira hondo. Todo ha sido un sueño.

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