jueves, 7 de octubre de 2021

Sin novedad bajo el Sol

Hace algún tiempo fui entrevistado para un podcast de literatura. Concretamente, sobre la novela La Regenta, que todavía hoy considero la mejor novela escrita en español. Antes de la entrevista, naturalmente, tuve que releerla y, a medida que la leía, fui tomando notas. 

El comienzo de La Regenta es una panorámica a vista de pájaro de lo que poco a poco iremos averiguando en las páginas siguientes: la ciudad de Vetusta, extendida allá abajo, y en ella, como topos en sus madrigueras, sus imaginarios habitantes, contemplados desde lo alto de la torre de la catedral. 

Quien está pasando revista a la realidad cotidiana de Vetusta es, por supuesto, el Magistral. Provisto de unos prismáticos, su mirada va recorriendo calles, puertas y ventanas y, en ellas o tras ellas, repasando mentalmente la vida y peripecias de cada vetustense y de sus familias, que él conoce mejor que nadie.

Estamos hablando del siglo XIX, y en aquellos tiempos la única tecnología de que disponía un sacerdote era el confesionario. ¿Redes sociales? Por supuesto. La ciudad hervía de intrigas, amoríos, trifulcas, envidias y bostezos, y casi todos conocían más o menos la vida privada de todos los demás. 

Más o menos. Los secretos más íntimos estaban, por definición, al abrigo de miradas indiscretas, salvo cuando la casualidad o algún error de cálculo los sacaban a la luz. Pero en un confesionario, también por definición, no hay secretos, y el perdón de los pecados llevaba aparejado algo mucho más poderoso: la posibilidad de controlar a toda la población.

El Magistral juega con esos ases en la manga aunque, para ser justos con él, no abusa tanto como podría. En aquel paisanaje sempiterno del siglo XIX, sólo alterado de cuando en cuando por noticias lejanas y pronunciamientos militares, los personajes de la buena --y de la mala-- sociedad se limitan a repetir una y otra vez las mismas representaciones. Heráclito, sin duda, estaba equivocado: en Vetusta todos los habitantes se bañan siempre en el mismo río.

Pero el Magistral lo sabía todo de todo el mundo: quién engañaba a su cónyuge con quién, quién abusaba, traicionaba, padecía, envidiaba, aparentaba o idolatraba a quién. Con pelos y señales. El Magistral era el Google (o el Facebook, si ustedes lo prefieren) del siglo XIX, y así lo comenté en aquella entrevista. No, a estas alturas ya no hay nada nuevo bajo el Sol.

Ni, seguramente, bajo la Luna. Los sueños y las fantasías también se repiten y se combinan para crearnos la impresión de que son originales. Naturalmente, en vano. Toda la primera mitad del siglo XX fue un esfuerzo denodado de los artistas por ser más originales que todos los demás. Así fue como nacieron el impresionismo, el cubismo, el urinario de Duchamp, la música dodecafónica o el teatro del absurdo. Pero ¿fueron todos ellos realmente originales?

Posiblemente no. Los efectos de la absenta en los pintores impresionistas no eran diferentes de los efectos de otras hierbas y hongos en las tribus primitivas. El cubismo lo inventaron en Africa muchos siglos antes de Picasso, la destrucción de la armonía musical fue un hallazgo de los payasos y bufones de la corte, y el teatro del absurdo lo inventaron los niños y los locos.

Desde luego, hoy ya no es necesario estar loco para ir hablando solo por la calle. Basta con tener un aparatito incrustado en una oreja. Pero el resultado es el mismo. Los locos hablan con alguien que nosotros no vemos. Los del aparatito en la oreja, igual.

Todo esto no quiere decir que las obras de Derain, Schönberg o Beckett sean tan toscas como las de sus antepasados. Sólo quiere decir que ellos no fueron los inventores. Contra lo que muchos creen todavía, el arte no consiste en tener ideas originales, sino en saber elaborarlas. El verdadero arte, en realidad, es simplemente artesanía. Y a mucha honra.

Voy a poner un ejemplo. Escojamos al azar un mensaje cualquiera de los millones que circulan todos los días por las redes sociales, y comparémoslo con este poema de Gerardo Diego, igualmente incomprensible:

¿Quién dijo que se agotan la curva el oro el deseo
el legítimo sonido de la luna sobre el mármol
y el perfecto plisado de los élitros
del cine cuando ejerce su tierno protectorado?

Registrad mi bolsillo
Encontraréis en él plumas en virtud de pájaro
migas en busca de pan dioses apolillados
palabras de amor eterno sin
carta de aterrizaje
y la escondida senda de las olas.

Los locos se adelantaron a Gerardo Diego, pero la buena artesanía hay que cultivarla, porque el mundo, más que consumidores, necesita artesanos. Las sociedades, como los templos de la antigüedad o las pirámides, se deterioran con el tiempo.

Es más: la mayoría de ellos terminan desapareciendo.

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