sábado, 18 de diciembre de 2021

Escribir

Escribir, cualquier cosa. ¿Por qué? Porque es la única realidad que le queda a Robinson. Recrear una instantánea, un planeta, una aventura imposible. Los juncos se doblan, e incluso se rompen, pero los troncos de los árboles no. Me gusta mirarme al espejo y ver a una persona con los tornillos en su sitio. That's all. 

Todas las historias comienzan en aquella playa de su infancia. ¿Por qué? Porque allí se bautizó en la libertad. Y siempre, desde entonces, la persiguió como los locos persiguen a un fantasma. A veces, rozándola, y no pocas veces saboreándola, cuando la encontraba.

No, no la encontraba por casualidad. La buscaba con ahínco, consciente de que es el único estado natural de un ser humano. Al menos, de este que está escribiendo. De modo que esta es una misiva a nadie en particular, en un blog que se titula Charlas con Nadie.

Sí, Nadie con mayúscula inicial. De niño leyó la Odisea, y supo mientras la leía que aquel Mediterráneo era su patria. Un mar poblado de cíclopes y laberintos y sirenas cuando los humanos no creían en Dios, sino en minervas y minotauros. Aquellos humanos, por fuerza, tenían que ser diferentes. 

Era el Mediterráneo de la vida sencilla, embriagada de realidad. En casa no había electricidad, y el agua había que sacarla de un pozo de aljibe. Pero la hierba, las dunas, los saltamontes, las hojas perfumadas de los naranjos, eran un descubrimiento que nunca cesaba. Cada mañana, a cada minuto, la ilusión era descubrir. Y percibir.

Los seres humanos estamos hechos para combinar. Esa es la clave de la conciencia. Pero, para combinar, hay que conocer, y para conocer hay que descubrir. Ay de quien no sienta a cada minuto ningún deseo de descubrir. 

Sí, ay. Porque el tiempo se mide no en esos minutos tediosos, sino en novedades. En sorpresas. En preguntas. La suma de todo eso es la vida. El resto, es relleno. Stuff.

Viajar es una forma de acumular novedades, sorpresas y preguntas, que a su vez permiten comparar... y combinar. La alternativa a viajar es instalarse mentalmente en aquella playa y dejar fluir la imaginación. Hay material suficiente.

En aquella playa, que ya habrá adivinado usted que es sólo un símbolo de mi libertad, me doy cuenta de que tengo muchas realidades que rememorar. Me refiero a las imaginarias, que son las que puedo controlar. Y de aquellas realidades acuden ahora a mi memoria unos cuantos personajes inventados. Novelescos. 

Por ejemplo, Zanzón. No sé por qué, cuando me pongo a escribir, me salen tan a menudo protagonistas anodinos, no-personajes, que actúan simplemente como testigos de una realidad también inventada. No sé si represento correctamente a Zanzón como un tipo sin relieve, menos que del montón, un humano más o menos sólido pero casi transparente. Los entusiasmos y derrotismos de sus amigos lo contagian apenas, quizá porque él está perpetuamente en un estado de absorber información. 

Don Blas Oropesa es uno de mis personajes más queridos. Siempre inventando, sin preocuparse demasiado de si la flauta algún día sonará por casualidad. Su taller de pirotecnia funciona admirablemente, y a él todavía le queda tiempo para sus... combinaciones. La conciencia de don Blas es un fulgor. Una pirotecnia permanente.

Doña Secundina es una mujer a la que siempre se le duermen las piernas. Es ordenada y posesiva, pero sabe dosificar sus exigencias. No tiene un pelo de tonta, y además posee esa habilidad femenina de urdir, tejer y destejer en la tela de araña de las relaciones sociales. Está muy floja en artes seductoras, pero también es cierto que el profumo di donna, por sí solo, a veces basta.

De otra novela más lejana en el tiempo y en la geografía me llega también la estampa inconfundible de Hermann Segré. El apellido lo saqué de la portada de un libro de matemáticas. Segré tiene también algo de su autor. Es descreído, resabiado. Tiene un poco de Sherlock Holmes y un poco de freudiano desencantado. El sabe que en el fondo estará siempre buscando a una mujer, pero se encoge de hombros y se pierde por parajes donde las moscas son tenaces y el tiempo no transcurre. Ah, y no se quita nunca la gabardina. ¿Se protege, o se resiste a cortar con el pasado?

Entre las dunas aparece ahora también Popeye, el dibujado. Está sin terminar, y verlo doblándose como una cerilla por falta de piernas acabadas inspira lástima. Pero no mucha. Es sólo un dibujo. 

Las novelas realistas son muy difíciles de escribir cuando sus personajes son verosímiles. ¿Por qué? Porque es muy difícil mantener el interés del lector por una realidad esencialmente tediosa. Es muy difícil conseguir que se sumerja en esa realidad imaginaria, apenas diferente de la suya, pero movida por poderosas pasiones más o menos subterráneas. Es el arte de decir sin expresar. Para un escritor, describir personajes movidos por emociones es muy difícil. 

Cuando el escritor no sabe decir sin expresar, o expresar sin decir, su obra es una cursilería. Si los enamorados se declaran amor eterno con el menor pretexto, o incriminan al inevitable malvado de la historia con pelos y señales, estamos ante una telenovela. Donde los malos y los buenos, los aliados y los enemigos, son evidentes. Las telenovelas no son arte porque no tienen sutilezas. Son, a su manera, brutales; como la pornografía.

Todo esto es así porque las pasiones humanas son como un iceberg. La parte que dejamos ver es sólo la más manejable, la que nos permite relacionarnos con otros icebergs sin acabar en trifulca o en acaparamiento. Precisamente por eso se inventó el arte. Nadie quiere que el iceberg salga completamente a flote. Pesa demasiado. Es preferible evocarlo, aquietarlo como calmaríamos a un volcán siempre pugnando por descargar lava. 

Es un poco freudiana la imagen del volcán, pero es necesaria porque los icebergs son fríos, y sólo los psicópatas tienen un iceberg en su glándula pineal. Esos no me interesan. Me interesa Ana Ozores, o el tío Goriot, o Huckleberry Finn. O Lolita, o Marlowe. O Julien Sorel. O incluso Elías Perera.

Todos ellos están ahora aquí, en esta pequeña fiesta improvisada junto a las dunas de la playa de mi infancia. Todos ellos son un símbolo de libertad. De la libertad de sus creadores y de la libertad de los que no se rinden. Porque sin libertad, digan lo que digan, la vida no vale nada. Salud, lector.

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