He cometido
muchos errores en la vida, como casi todo el mundo. Y también he sufrido las
consecuencias. En eso no creo ser distinto de los demás seres humanos. Pero
siempre he aprendido de mis errores, aunque la vida es suficientemente corta
para que no siempre consigamos rectificar. Muchas veces, el camino que pudimos
seguir y no seguimos está ya definitivamente fuera de nuestro alcance. Sin
embargo, a mí cada lección aprendida me ha servido para sentirme más a gusto
conmigo mismo. Incluso contra viento y marea.
Es cierto que muchos de mis errores lo han sido porque no encontraba
alternativas. Hay una realidad colectiva y hay otra realidad individual, y uno no
siempre es consciente de esa diferencia. Los grandes errores de mi vida los he
cometido por seguir la corriente, pero también he tenido la suerte de sentirme
siempre incómodo dentro de la corriente. Y de no resignarme. Yo, al menos, siempre
he luchado por encontrar alternativas.
El contacto con la moral protestante, en mi primera juventud, me descubrió el
valor del individuo, y por aquellas mismas fechas un panfleto leído en la calle
me abrió la ventana de la libertad. La palabra libertad, en realidad, es un
concepto negativo. Uno quiere ser libre porque se siente atado, y aspira a ser
libre cuando no quiere que le pongan ataduras. El problema es que, frente a las
ataduras que imponen las mayorías, es muy difícil encontrar el camino de la
libertad.
Es un largo proceso. De niño, tuve la suerte de admirar a los grandes
científicos, y de ellos aprendí que el empeño por averiguar la verdad permitía
abrir puertas a un mundo mucho más apasionante que el mundo previsible,
repetitivo y monótono impuesto por la masa. Por eso estudié una carrera de
ciencias. Las leyes del universo, el fenómeno de la vida, el intrincado territorio
de las matemáticas y, en otro orden de cosas, el universo de la ficción me
libraban del aburrimiento cotidiano y me incitaban a hacerme preguntas. Pero la
ciencia me enseñó también a descartar respuestas.
¿Qué respuestas? Las que no son coherentes con el resto de la realidad. Vivir
en la incoherencia no es raro. Es más bien habitual, y los conformistas son
capaces de sentirse perfectamente a gusto sin hacerse preguntas incómodas, ni
sobre ellos mismos ni sobre el mundo que los rodea. Han encontrado un punto de
equilibrio entre las dificultades de la vida y la aplicación de un puñado de
normas inconexas. Muchos de ellos vuelan a ras del suelo y son felices así.
Otros se vuelven amargados, o resentidos, y buscan culpables que sólo existen
en su miedo y en su fantasía. Tratar de apartarse de ellos, de todos ellos, es para
mí la definición de nadar contra la corriente.
Es un camino muy duro, pero la vida es, en todo momento, lo que toca. No
podemos escoger. Unos, los más, pierden la curiosidad de los años infantiles, mientras
que otros tenemos que seguir acarreando la terrible y maravillosa maldición de
seguir haciéndonos preguntas. Y tratando de responderlas.
Naturalmente, no podemos ser capaces de responder a todas las preguntas,
simplemente porque no somos expertos en todos los campos del conocimiento. En
algún momento tenemos que confiar en otros que, suponemos, saben más que
nosotros. Eso es lo que hice yo cuando el mundo se puso patas arriba a causa de
un virus. En un principio, me fié de las explicaciones que me iba dando un
amigo médico, si no de profesión, sí de titulación, al que además siempre he considerado
una persona inteligente.
Pese a todo, yo me seguía haciendo preguntas. Había muchos puntos oscuros. Cierto
día, mirando un mapa de la incidencia geográfica del virus, observé que no
estaba uniformemente distribuida. Me pareció raro. ¿Por qué en unas regiones
apenas había casos y en otras había muchísimos? Más aún: ¿por qué la densidad
de casos disminuía radialmente, con algunas misteriosas excepciones? Parecía
como si la enfermedad se hubiera ido diluyendo desde el centro hacia la costa,
pero pueblo a pueblo, incluso con cordilleras o extensiones despobladas de por
medio. Además, las líneas de tren con mayor tráfico de pasajeros no parecían
haber influido nada en la propagación de los contagios. No tenía sentido.
Busqué mapas estadísticos de todo tipo: régimen de vientos, temperatura,
humedad relativa, horas de insolación, nubosidad, relieve, altitud, presión atmosférica, densidad de población, grado de industrialización. Ninguno de aquellos mapas coincidía con el de los
contagios. Hasta que un día, semanas después, me encontré con un mapa de
composición demográfica, por edades. Aquel mapa sí coincidía, casi exactamente,
excepto en Madrid y Barcelona, donde se encuentran los dos mayores aeropuertos
de España. La clave era la edad.
Poco tiempo después se conocieron las estadísticas: la enfermedad, efectivamente, afectaba mucho más a los
ancianos que a los jóvenes. Mi deducción había sido correcta. A finales de
junio, la incidencia empezó a disminuir y se extendió la impresión de que la
epidemia había terminado, o casi. Pero, al llegar el otoño, las noticias
empezaron a comunicar un aumento alarmante de casos. Era muy extraño. Si las variables
meteorológicas no influían para nada en los contagios, como yo había
averiguado, ¿por qué ahora estaban aumentando? Durante el verano, la población se
había desplazado mucho más que en los meses anteriores y no había sucedido nada.
Hacia finales de octubre, encontré unas estadísticas oficiales que abarcaban
dos decenios: número semanal de muertes por todas las causas. Anoté cada dato,
lo ajusté para reflejar el aumento de población y saqué el promedio. No
conseguía salir de mi asombro. El número de muertes era exactamente el mismo
que el promedio de los últimos 21 años. Exactamente. Y eso, teniendo en cuenta
el menor número de accidentes de tráfico, de operaciones quirúrgicas y de
quimioterapias, a causa de la supuesta “saturación” de los hospitales. Con los
centros de salud cerrados y gran parte de la población evitando entrar en un
hospital por miedo al contagio, ¿era posible que hubiera habido muchos menos
infartos y enfermedades graves que en los últimos veinte años?
Mi amigo médico llevaba meses diciendo que el virus estaba “estancado”. Era un
adjetivo sospechoso. No tiene mucho sentido hablar del “estancamiento” de un
virus. Cuando le comuniqué mi descubrimiento, me contestó con un argumento
absurdo, que no vale la pena repetir. Evidentemente, aquel hombre estaba
perdiendo el juicio. Entonces empecé a comprender hasta qué punto el miedo es
capaz de neutralizar el raciocinio. Traté de hacerle razonar, pero me trataba
como a un alucinado. ‘Negacionista’ es la palabra. Sin embargo, cuando le pedía
una explicación de mi descubrimiento, no respondía.
Era desesperante. La humanidad estaba perdiendo el juicio, en masa. No era posible que los
gobernantes, o sus asesores, no supiesen lo que yo había averiguado. A la
vista de las estadísticas, era casi evidente. Bastaba con unas simples
multiplicaciones y divisiones. Si realmente había una epidemia, no era más
mortal que la gripe, pese al apocalipsis de datos que todos los días anunciaban
en los medios. ¿Por qué lo hacían? ¿Era simple imbecilidad, o era una campaña
deliberada? Y, si era deliberada, ¿cuál era su propósito?
Más o menos por aquellas fechas oí hablar de los falsos positivos. Hasta
entonces, yo había dado por supuesto que la prueba de detección del virus era
fiable, pero un día cayó en mis manos un artículo que demostraba que el
porcentaje de falsos positivos de aquella prueba era superior al 70%. Es decir,
un porcentaje inaceptable. Ni siquiera hacía falta investigarlo. El propio
inventor de la prueba lo había advertido. Evidentemente, nos estaban engañando.
Sólo se puede ser imbécil hasta cierto punto.
En noviembre, a la vista de los datos oficiales, escribí a mi amigo y le hice
una predicción. Los datos que aparecen en los medios reflejan simplemente el
aumento estacional de todos los años, le dije. Tanto más, cuanto que la gripe
común parecía haber desaparecido de las estadísticas. Y le propuse una cifra:
si en la segunda semana de enero alcanzáramos 1.800 defunciones diarias [es decir, 12.600 semanales], seguiríamos estando en valores estadísticamente admisibles.
Aparté el tema de mi mente, por agotamiento, y me dediqué a otras cosas. Pero a
primeros de enero se me ocurrió comparar los datos oficiales con mis predicciones. Esa semana habían muerto 1.552 personas menos de lo que yo había declarado estadísticamente admisible. Era
para volverse loco. En los medios, las oleadas mortíferas se sucedían una tras
otra con miles de víctimas, mientras en la realidad no sucedía absolutamente
nada preocupante. Al poco tiempo averigüé que los hospitales cobraban un plus
considerable por declarar ingresados con esa enfermedad, y más todavía por
declarar ingresos en UCI atribuidos a esa misma enfermedad. Supe también que
estaba prohibido hacer autopsias (única manera de averiguar la verdadera causa
de la muerte), y que cualquier defunción acaecida en las cuatro semanas
posteriores a un resultado positivo era obligatoriamente atribuida al virus.
En tales condiciones, encontrar información fiable era una tarea penosa. Había
que rebuscar entre vídeos conspiratorios descabellados, artículos de personajes
pintorescos que no sabían ni redactar, supuestos doctores que probablemente
creían también en los extraterrestres, y otras informaciones no verificadas ni
verificables. Tras las teorías sobre el virus vinieron las teorías sobre las
vacunas. Yo me quería informar, pero ¿cómo? No podía fiarme de ninguno de los
que llevaban meses engañándome. Por fin, poco a poco y con gran trabajo, fui
consiguiendo hacerme una idea de lo referente a las vacunas. Tuve que estudiar
biología molecular, consultar bases de datos muy difíciles de entender, y verificar
una y otra vez las informaciones que iba entresacando de acá y de allá.
Todavía no puedo asegurar que todo esto sea una conspiración. Me parece
bastante inverosímil que un grupo de poderosos o de instituciones consiga poner
en marcha una campaña de falsedades tan sostenida y de alcance prácticamente mundial.
Y, sin embargo, no encuentro otra explicación. No puedo asegurar que todo esto
responda a un propósito perfectamente planificado, pero la realidad es que el
horizonte de mi libertad cada día se estrecha más, y el nivel de locura que me
rodea no disminuye. Estoy leyendo libros de historia para tratar de encontrar
algún precedente. Lo más parecido que he encontrado son las cazas de brujas,
las guerras de religión y los grandes totalitarismos del siglo XX. Sin embargo,
ninguno de ellos tuvo alcance mundial.
Lo que está sucediendo hoy en el mundo, que yo sepa, no tiene precedentes. Es horrorosamente
inquietante y angustioso. En tiempos de la Unión Soviética, uno podía
arriesgarse a saltar el muro de Berlín para ganar la libertad, pero hoy en día prácticamente
no hay alternativas. El planeta Marte queda muy lejos, y me temo que no es
habitable. Me queda, al menos, la satisfacción de saber que he abordado este
episodio con mentalidad científica. No sé lo que habrán predicho los modelos de
los epidemiólogos a sueldo de los gobiernos, pero yo he hecho predicciones que se
han cumplido. Eso me tranquiliza. Mi sentido común todavía está en su sitio. Puede
que la mayoría de mis congéneres se hayan vuelto locos. Yo, todavía, no.
viernes, 28 de mayo de 2021
Historia de un delirio (colectivo)
a las 11:55
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