Robinson respira hondo. Si ha contado bien las muescas que va marcando en el poste de su cabaña, hoy es su cumpleaños. Merece la pena celebrarlo. De modo que abre el baúl, saca de él unos cuantos objetos, y se coloca. En su pobre yacija.
Desde ella ha visto ya muchos soles, lunas y nubes, y muchos pájaros sobrevolando la costa. Incluso, a veces, algunas aves de rapiña, pero a estas alturas ha conseguido ya ahuyentar a casi todas.
Toma en sus manos la barrica que rescató de un antiguo naufragio, abre la espita y deja caer en el cuenco una ración generosa de whisky. Lo paladea. Y recuerda.
Tiene que vivir de los recuerdos, porque en una isla desierta sólo hay océano, cabras y recuerdos. Como aquellos suyos antiguos que tenían música de rock and roll.
Recuerda sobre todo la presencia de ella. La felicidad del presente y la felicidad anticipada. La vida era hermosa y, aunque el tiempo no tenía fronteras, él sabía que esa noche la abrazaría largamente y sentiría aquel cuerpo de mujer junto al suyo.
Palpitando y riendo. Intensamente viva, como él. Por eso cada diminuto acontencimiento junto a ella era una fuente de felicidad. Era como un hilo que conectaba el presente con la noche cercana. Bajo la luna. En silencio.
Sólo murmullos, muy cerca. Un aliento agitado. Unas alas repentinas en los hombros, y luego la calma. El océano.
Por eso todo tenía sentido y todo significaba vivir. Sin hacer esfuerzos, simplemente dejándose llevar por la ola de la vida.
No sabe por qué, pero entre sus recuerdos inconexos hay uno a oscuras, ante la pantalla de un cine. Quizá era Buster Keaton el que hacía acrobacias en lo alto de un vagón de tren. Quizá no. Daba igual. Lo único importante era que faltaban pocas horas para que el cuerpo de él y el de ella volvieran a encontrarse, enteros, bajo la luna.
Qué sencillo es vivir, pensó. Y qué difícil cuando uno se equivoca de camino.
Entre tanto, el tiempo se deslizaba gota a gota hasta que, inevitablemente, se escapó de las manos. Después vinieron muchos barcos, muchas calmas chichas y muchas tempestades. Y, por último, el naufragio.
No ha vuelto a ver naves en el horizonte. No es ni feliz ni infeliz, o quizá es las dos cosas a la vez. Pero en este instante que está viviendo no hay más futuro que el recuerdo de ella y la anticipación de otro futuro que, en realidad, está en el pasado.
Robinson se sirve otro cuenco de whisky y se deja llevar por los recuerdos...
¿O eran fantasías?
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Desde ella ha visto ya muchos soles, lunas y nubes, y muchos pájaros sobrevolando la costa. Incluso, a veces, algunas aves de rapiña, pero a estas alturas ha conseguido ya ahuyentar a casi todas.
Toma en sus manos la barrica que rescató de un antiguo naufragio, abre la espita y deja caer en el cuenco una ración generosa de whisky. Lo paladea. Y recuerda.
Tiene que vivir de los recuerdos, porque en una isla desierta sólo hay océano, cabras y recuerdos. Como aquellos suyos antiguos que tenían música de rock and roll.
Recuerda sobre todo la presencia de ella. La felicidad del presente y la felicidad anticipada. La vida era hermosa y, aunque el tiempo no tenía fronteras, él sabía que esa noche la abrazaría largamente y sentiría aquel cuerpo de mujer junto al suyo.
Palpitando y riendo. Intensamente viva, como él. Por eso cada diminuto acontencimiento junto a ella era una fuente de felicidad. Era como un hilo que conectaba el presente con la noche cercana. Bajo la luna. En silencio.
Sólo murmullos, muy cerca. Un aliento agitado. Unas alas repentinas en los hombros, y luego la calma. El océano.
Por eso todo tenía sentido y todo significaba vivir. Sin hacer esfuerzos, simplemente dejándose llevar por la ola de la vida.
No sabe por qué, pero entre sus recuerdos inconexos hay uno a oscuras, ante la pantalla de un cine. Quizá era Buster Keaton el que hacía acrobacias en lo alto de un vagón de tren. Quizá no. Daba igual. Lo único importante era que faltaban pocas horas para que el cuerpo de él y el de ella volvieran a encontrarse, enteros, bajo la luna.
Qué sencillo es vivir, pensó. Y qué difícil cuando uno se equivoca de camino.
Entre tanto, el tiempo se deslizaba gota a gota hasta que, inevitablemente, se escapó de las manos. Después vinieron muchos barcos, muchas calmas chichas y muchas tempestades. Y, por último, el naufragio.
No ha vuelto a ver naves en el horizonte. No es ni feliz ni infeliz, o quizá es las dos cosas a la vez. Pero en este instante que está viviendo no hay más futuro que el recuerdo de ella y la anticipación de otro futuro que, en realidad, está en el pasado.
Robinson se sirve otro cuenco de whisky y se deja llevar por los recuerdos...
¿O eran fantasías?
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