viernes, 15 de febrero de 2008

El ruido, el silencio

Hay luchas eternas, bíblicas, mitológicas, consustanciales al ser humano, como la lucha entre el Bien y el Mal. Pero hay también guerras de desgaste que se libran paso a paso, minuto a minuto y día a día. Peor aún: entre dos frentes. Como la guerra entre el ruido y el silencio.

Es una pugna polimórfica. A veces, uno ha de luchar por el silencio, y a veces contra él. El silencio son los amigos que enmudecen, las puertas cerradas de los clanes, la ceguera voluntaria del envidioso, la indiferencia del esclavo feliz. El ruido son las sirenas de los bomberos, la hojarasca banal de las conversaciones, las cantinelas ideológicas, la música estruendosa de los lugares públicos, las retahílas de papagayo aprendidas de los mass media.

Ambos son terribles. El ruido irrita, pero el silencio duele. ¿Cómo se habría sentido Robinson Crusoe en una isla desierta repleta de altavoces que emitiesen constantemente anuncios de cocacola, o videoclips musicales?

Pero el fuego y el agua templan el acero. Entre el silencio de los que envejecen y el ruido de los que no tienen nada que decir hay un áspero camino, erizado y agotador, en el que uno ni se quema ni se ahoga. Es un ascenso que en ocasiones se antoja interminable y que, a veces, parece no ser otra cosa que un viaje de Sísifo.

Se me había ocurrido divulgar mi reciente entrevista a Hermann Tertsch mediante los medios de comunicación online. Acostumbrado a visitar sitios web en inglés, había pensado que, si encontraba la noticia o la columna adecuada al tema de la entrevista, podría insertar un comentario de utilidad para quienes pudieran estar interesados.

Pero, en español, los periódicos, revistas, televisiones y radios por Internet están blindados. A piedra y lodo. Monologan. Se miran el ombligo con delectación. Cuentan con un tipo de lector feudal, consumidor y obediente que sólo podrá ingresar en la camada si aprende a tomar partido, a dejarse manejar, a aceptar consignas. El viejo estilo.

Pobres ancianos. Intentan hacer la guerra en un medio que es perfecto para la guerrilla. Un blogger no necesita un imperio de micrófonos, estudios, cámaras e imprentas para influir en miles de personas: sólo necesita una red. Mientras los poderosos, un poco atónitos, insisten en lanzar su caballería y sus tanques para imponer su tradicional derecho de pernada, a su alrededor, lenta pero inexorablemente, se van tejiendo redes. Tarde o temprano, los poderosos tendrán que abrir sus puertas (y sus ventanas).

Y cuando lo hagan se encontrarán con que, mientras ellos defendían su inexpugnable línea Maginot con prepotencia de dinosaurio, el mundo que se había ido gestando allá afuera no será ya un rebaño de borreguitos dóciles y anónimos. Será un mundo de redes.

Entonces se darán cuenta de que están rodeados.

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