domingo, 26 de abril de 2020

La espiral - 5

(Comienzo)

El automóvil de Andy salió del callejón a toda velocidad. Los neumáticos gimieron un instante sobre el asfalto y, apenas entró en la avenida principal, se perdió entre el tráfico. Mi mano derecha dudó un instante, antes de soltar la llave de contacto. Dejé caer la cabeza sobre el respaldo de mi asiento y respiré hondo. No tenía sentido seguirle. A aquellas horas de la noche, Belinda sólo salía de casa acompañada de su marido. Y yo tenía sueño atrasado. Necesitaba dormir.

Aun así, quise asegurarme. Saqué el teléfono del bolsillo y marqué el número de mi cliente. Lo dejé sonar largo rato. Nadie contestaba. La cosa no era para alarmarse pero, si me iba a la cama con aquella incertidumbre, no dormiría tranquilo. De modo que puse en marcha el motor y enfilé la larga avenida bordeada de palmeras, en dirección a la playa.

A unos cincuenta metros del porche principal apagué las luces y me detuve junto a un tamarindo. La calle estaba en silencio. A lo lejos, sobre el rumor apagado de las olas, graznaban algunas gaviotas. En ese momento sonó el teléfono.

"¿Todavía te queda mucho, cariño?", dijo la voz de Rosario, haciendo arrumacos como una paloma en celo.

"No tengo ni idea, amor", respondí. "Pero me temo que tengo para rato. Ahora estoy vigilando las ventanas de mi cliente. He percibido movimientos sospechosos", mentí.

"¿Qué tipo de movimientos sospechosos?" El policía que había en ella enfrió por un instante el fuego de la pasión.

"Estoy en ello", susurré. "No te preocupes, lo tengo todo controlado. Ahora te tengo que dejar. Felices sueños"

Corté la comunicación. En una de las ventanas se había encendido la luz. Saqué los prismáticos de la guantera y localicé el recuadro de la ventana. Durante unos minutos, no sucedió nada. Todas las demás ventanas estaban a oscuras. En la lejanía ladró un perro, dos, tres veces.

Comprendí que no había venido a vigilar a mi cliente por motivos profesionales. Por la ventanilla entreabierta entraban ráfagas de aire húmedo que venían del mar. Claro que no quería terminar la noche en la cama de Rosario, pero no era sólo eso. A veces, uno se mueve sólo para que ocurran cosas, y yo estaba deseando que sucediera algo, cuanto antes. ¿Por qué estaba tan ansioso?

Pronto lo averigué. El cuerpo de Belinda, desnudo, irrumpió en el campo de visión de mis prismáticos. Cualquier detective menos encallecido que yo se habría desmayado. Belinda estaba esplendorosa. Acababa de salir de la ducha y se frotaba el cabello húmedo con una toalla. Su marido probablemente estaba ya en la cama con un libro entre las manos, mirándola de reojo con indiferencia. Santo cielo. Los seres humanos somos tan imbéciles que nos acostumbramos a todo.

Belinda terminó de secarse el cabello y, con movimientos desenfadados, lo dejó caer en cascada sobre sus hombros. Seguidamente, desapareció durante un tiempo que se me hizo eterno y, por fin, volvió a aparecer en camisón y se apoyó en el antepecho de la ventana. Tal vez me había visto. Instintivamente, aparté los prismáticos y me agaché sobre el volante. De pronto, la portezuela derecha se abrió y un cuerpo femenino mucho menos despampanante que el de Belinda se sentó a mi lado.

"Cu, cú", dijo a mi oído Rosario. "¿Qué haces ahí agachado? No me digas que..."

Su mano se deslizó hasta mi entrepierna y palpó los relieves del pantalón.

"¿Estabas pensando en mí?", ronroneó, restregando su doble pechera contra mi hombro.

Mi suerte estaba echada.

(Capítulo siguiente)

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martes, 14 de abril de 2020

La muralla española

Con 26 000 km de longitud, la gran muralla china es la única estructura de origen humano que es posible distinguir desde el espacio. Su construcción comenzó en el siglo VIII antes de nuestra era, como defensa frente a los bárbaros y, posteriormente, para proteger la ruta de la seda. A lo largo del tiempo, sucesivos emperadores la fueron modificando y ampliando hasta bien entrado el siglo XVII. Sobrepasaba la altura de tres seres humanos, y estaba provista de puestos de vigilancia, control y abastecimiento, y faros de comunicación.

Sin embargo, no era rigurosamente impermeable. La política china de heqin, consistente en entregar princesas en matrimonio a gobernantes extranjeros o recibirlas de ellos, les permitió mantener la paz con las tribus turcomanas, tibetanas, xiongnus, rourans, tuyuhuns y uygures. Aun así, los matrimonios de apaciguamiento sólo atenuaban la necesidad de una muralla. A lo largo de los siglos los emperadores chinos tuvieron que defenderse en muchas ocasiones de aquellos atacantes y de otras tribus igualmente codiciosas. Las riquezas y las vastas extensiones del imperio eran una tentación permanente para asaltantes que, a menudo, eran poblaciones nómadas más pobres y menos sofisticadas.

La muralla china es la mejor metáfora que se me ha ocurrido para describir un aspecto de la sociedad española del que rara vez se habla. A nada que lo analicemos, todos los que me leen sabrán a lo que me estoy refiriendo. ¿Quién no ha tenido alguna vez un jefe manifiestamente incompetente? ¿Quién no ha sido marginado, estorbado, maniobrado o directamente despedido por ser más inteligente, más carismático o más eficaz que sus superiores? ¿A cuántos puestos de trabajo, contratas, jefaturas, cargos políticos, exclusivas, subsidios, comisiones o pelotazos puede uno aspirar en España sin tener buenos 'contactos'?

Todos conocemos la respuesta. Sí, es la muralla española, y sobre ella recae el ominoso silencio de las mafias. Hay una tendencia a analizar la sociedad española en términos de nivel económico, 'nacionalidades', cultura, sexo o clasificaciones políticas. Da igual. Ninguno de esos análisis va al meollo del problema. El meollo del problema es que en España, sea cual sea la región, el sexo, la edad, el modelo de automóvil o el valor de la vivienda de cada quién, no hay movilidad social.

Los escasos españoles que han triunfado gracias a su propio esfuerzo son ignorados, odiados o denostados. Rara vez admirados o exaltados como ejemplo a seguir. No. El modelo es el funcionario de empleo vitalicio, el adulador de dirigentes políticos, el listillo, el trepa, la guapa sin escrúpulos, el sindicalista liberado, el concejal con coche oficial. En España, la vía más rápida para acceder al poder no es la valía personal, sino el trato de favor: intercambiar princesas. Todavía. ¿Realmente hemos salido de la Edad Media?

La gran maldición de España, escribió Ramón y Cajal, son los talentos desperdiciados. El odio secular a quienquiera que destaque, convertido en ideología, ha destruido la educación. No es sólo estulticia política. Es una tradición ancestral heredada de un catolicismo gregario y martillo de herejes. Ese "nadie es más que nadie" de Antonio Machado ha sido durante siglos el principio que igualaba a todos por abajo y que generaba --y sigue generando-- un odio visceral hacia los habitantes de la fortaleza inexpugnable. No por ansia de derribar la muralla, sino de sustituirlos.

Ante tal panorama, los populismos de izquierda hacen su agosto. En el exterior de la muralla se agolpan jóvenes sin horizonte, ciudadanos con talento ignorados y resentidos, envidiosos de toda laya, emprendedores sin aliento y toda una clase media que ha aprendido, con dolor, que el esfuerzo y el ascenso social son caminos sin conexión entre sí. En lo alto de la muralla, un puñado de ricos ornamentados de ideología progresista enarbolan la bandera de la revancha ocultando cuidadosamente su historial de hambre, miseria, sangre y opresión.

A mediados del siglo XVII, los manchus consiguieron franquear la muralla china y entraron en Beijing. Cuatro siglos después, la muralla china es ya innecesaria, pero la española sigue en pie.

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viernes, 10 de abril de 2020

La espiral - 4

(Comienzo)

La atmósfera del local estaba muy cargada, y el olor a rosas del ambientador era demasiado empalagoso. Avancé con dificultad. En la penumbra que envolvía a los espectadores apenas se distinguía algún hueco. Por fin, encontré una mesa libre en un rincón discreto, en un extremo de la primera fila. Frente a mí, bajo los focos del escenario, una chica realmente atractiva hacía contorsiones alrededor de una barra vertical. Estaba desnuda.

Eché un vistazo a mi alrededor. A pocos metros de mi mesa, dos tipos sebosos contemplaban los movimientos de la chica aparentando indiferencia. El que estaba de espaldas a mí era calvo. Iba bien trajeado, y en su cogote brillaban unas gotitas de sudor. Los dedos del otro, que tenía orejas de soplillo, jugueteaban nerviosamente con un gin tonic. A mi izquierda, una dama generosamente escotada reía a carcajadas las ocurrencias del tipo que se sentaba a su lado. Su maquillaje habría pasado inadvertido en una fiesta de carnaval. Había aquí y allá hombres solitarios y abúlicos, y grupos de amigotes ruidosos y evidentemente excitados. La fuerza que mueve el mundo, pensé.

La música cesó. La chica levantó  los brazos triunfalmente, hizo una reverencia y, dando la espalda al público, se retiró en medio de una salva de aplausos. Un animado bullicio llenó el vacío que acababan de dejar los aplausos. En aquel momento, una camarera vestida con una elegante hoja de parra se inclinó sobre mí.

“Hola. Me llamo Eva. ¿Qué vas a tomar?”

“Un cuba libre, unas almendras saladas y unas notas”

Sonrió, desconcertada.

“¿Unas... notas?”

“Sí. A lo mejor tú me quieres ayudar”

Saqué mi billetera,. Su sonrisa seguía indecisa, congelada en sus labios.

“Llevas un vestido precioso”, dije, sin apartar mi mirada de sus ojos “pero en invierno no te servirá de mucho, me parece”

Se envaró. De golpe, su sonrisa se esfumó.

“Tengo ropa de abrigo. Esto es sólo el uniforme de trabajo”

“No importa. Seguro que te gustaría comprarte un abrigo de los buenos”

Saqué dos billetes de tamaño regular y abaniqué con ellos la azucena de plástico que agonizaba en el centro de la mesa. No respondió. Los miró. Levantó una ceja, me miró, y apoyó la bandeja en su cintura.

“Necesito saber dónde vive Andy", dije. "Y a qué horas viene”

“Pregúntale a él”, dijo, señalando con la cabeza el otro extremo del local. Seguidamente, aprovechando mi descuido, cogió los dos billetes y se largó.

En efecto, allá al fondo, entre las cabezas, un tipo elegantemente vestido nos miraba con recelo. Se acercó a la camarera, la enlazó por la cintura y deslizó unas palabras en su oído. Ella se encogió de hombros, le entregó la bandeja al barman y desapareció por una puerta trasera. Andy entró tras ella.

Un cuarto de hora después, el barman se acercó a mi mesa con un cuba libre y un platito de almendras saladas. Sin decir nada, dejó todo en mi mesa y se marchó. Levanté el platito y recogí el ticket. En el reverso, una mano apresurada había escrito una dirección. Me lo guardé en el bolsillo y bebí un trago largo de cuba libre.

En ese momento, los focos se encendieron y mi camarera apareció en escena. Al ritmo de una música de gimnasio, se agarró a la barra vertical y se puso a hacer contorsiones. Me llevé el vaso a los labios y saboreé despacio mi bebida.  Las aguas habían vuelto a su cauce. Ahora conocía ya el domicilio de Andy, y la siguiente cita con Belinda no se me escaparía.

Entonces sonó mi teléfono. Era Rosario.

“Amor, ¿vendrás esta noche?”, le oí decir con voz acaramelada.

“Esta noche no puedo, cielo. Estoy sobre la pista de mi parejita, y todavía estaré ocupado hasta la madrugada”

“Mañana tengo turno de tarde. La madrugada es muy larga, como mi deseo. Te he preparado un flan”

Mi estómago sufrió un sobresalto. Nunca se me había ocurrido que el deseo pudiera tener longitud. Estaba tratando de encontrar otra excusa cuando a mi izquierda sonó un grito. La música se paró, y en las mesas el público, alarmado, se puso en pie.

“Luego te llamo, cariño”, mascullé, y corté la comunicación. Sobre la tarima del escenario, la camarera acababa de desplomarse. La hoja de parra estaba caída junto a su pierna derecha. En aquel mismo momento Andy desaparecía por la puerta trasera.

A empujones, me abrí paso hacia la calle.

“¡No respira!”, fue lo último que oí, a mis espaldas. En la calle, la madrugada había comenzado.

Capítulo siguiente.


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Desventajas de las limusinas

Todos conocemos  el cuento del emperador que creía estar vestido pero iba desnudo... hasta que un niño dio la voz de alarma. Pero, ¿qué ocurriría si el emperador viajase en limusina y sus súbditos sólo pudiesen ver su rostro sonriente y su mano saludando a la multitud?

Día uno. El gobierno chino llega a la conclusión de que en su territorio se está declarando una epidemia que podría ser devastadora para la salud y para la economía del país. Inmediatamente, adoptan medidas de control estricto de la población, secuencian el genoma del nuevo virus y dan aviso a la Organización Mundial de la Salud.

Son dos actos reflejos. Para el gobierno chino, la sociedad es piramidal, y las decisiones que afectan a todos las adoptan invariablemente los que están en la cúspide de la pirámide. Por eso dan aviso a la OMS. Su concepción del mundo los lleva siempre a buscar la cúspide de la pirámide. Pero analicemos un poco esta decisión.

El objetivo de la OMS es “luchar contra las enfermedades, ya sean infecciosas, como la gripe y la infección por el VIH, o no transmisibles, como el cáncer y las cardiopatías”. Un momento. ¿De eso no se ocupan ya los médicos? Tal vez sería mejor que la OMS se dedicara a informar a los médicos de los riesgos sanitarios que se vislumbran en el horizonte, y dejara que cada profesional competente hiciera su trabajo.

Pero para informar ya están los medios de comunicación, que también cuentan con profesionales competentes. Presumiblemente. ¿O acaso supone la OMS que un brote epidémico grave le puede pasar inadvertido a un profesional de la información? El mundo tardó minutos en enterarse de la muerte de Kennedy, del accidente de Chernobil o del atentado contra las torres gemelas. En las sociedades democráticas la información no es piramidal.

Al menos, alegarán los defensores de las pirámides, alguien tendría que establecer un protocolo de actuación común para todo el planeta. Pero ese argumento no se sostiene. Cada país y cada región del mundo tiene sus peculiaridades. De unos a otros, varían el clima, la composición de la población, los medios disponibles, el número y distribución del personal sanitario. Las personas más capacitadas para definir un protocolo son los profesionales que mejor conocen todas esas circunstancias locales.

¿Cómo sabremos quién es el profesional que mejor conoce la manera de afrontar una epidemia? No lo sabemos, porque no hay un criterio objetivo que puntúe a todos los médicos de un país y decida quién es el más capacitado para una situación específica. Pero eso es lo mismo que sucede en los sectores de la economía que no son estatales. Cada empresa tiene sus accionistas, que, siempre en defensa de sus intereses, deciden quién es la persona más adecuada para marcar las pautas de la empresa. Naturalmente, una empresa se puede equivocar, y ocasionar la ruina de sus accionistas y el desempleo de sus trabajadores. Pero también el Estado se puede equivocar, acarreando la ruina y el desempleo de toda una nación. ¿Qué es preferible?

En los países en que la sanidad depende del estado, los accionistas son los contribuyentes, pero los contribuyentes no tienen ningún control sobre las decisiones sanitarias. Pueden votar una u otra coalición de partidos, pero no tienen forma de garantizar que las decisiones últimas no sean políticas, y tampoco pueden controlar la cuantía ni la administración de los presupuestos. Para eso, los servicios sanitarios tendrían que ser privados.

Suena mal eso de que la salud esté en manos de empresas privadas, sí. Pero la alimentación está en manos de empresas privadas, que funcionan mucho mejor que los economatos estatales. Uno puede aguantar unos cuantos meses sin que lo operen de cataratas o le implanten una prótesis de cadera. Pero, si se queda tres semanas sin comer, se muere.

¿Por qué son mejores las empresas privadas que el Estado? Las empresas tienen poderosos motivos para optimizar sus decisiones, para mantenerse lo más informadas posible de la realidad y para mejorar constantemente sus servicios al menor coste posible, a riesgo de que sus clientes se vayan a la competencia. El Estado, en cambio, es una pirámide. Los políticos designan a sus informadores y a sus gestores, demasiado a menudo con criterios estrictamente políticos, o incluso amistosos. Los presupuestos son, generalmente, anuales, y están basados en una información contaminada de intereses políticos. Si al final del ejercicio sobra dinero, los gestores lo dilapidan para evitar recortes. Si los fondos no alcanzan, reducen prestaciones.

Pero también puede suceder que las empresas, viciadas por el modelo piramidal, se inhiban de ciertas responsabilidades y las deleguen en el Estado. Si usted tiene un puesto de helados en la playa y se entera de que se acerca un tsunami, lo último que se le ocurrirá es sentarse a esperar a que el gobierno construya a toda velocidad un muro de contención. Lo normal es que usted recoja sus bártulos y se suba a la montaña más cercana. Y si usted tiene una empresa y quiere que sus empleados se mantengan sanos para poder seguir trabajando, en cuanto se entere de que viene una epidemia extremará las medidas de higiene en la empresa y comprará mascarillas suficientes para todos sus empleados.

¿Eso quiere decir que el Estado no pinta nada en este tipo de crisis? El Estado es necesario. Existe para proteger a la sociedad siempre que la sociedad no sea capaz de hacerlo por sí misma. El Estado tiene un papel insustituible como defensor de la libre competencia, de modo que ninguna empresa o grupo de empresas lleguen a acaparar el mercado e imponer los precios que les dé la gana (es decir, implantar un modelo de economía piramidal). Y tiene también el deber de proteger a sus ciudadanos, por ejemplo controlando las fronteras para que las epidemias externas no lleguen a contagiarnos.

Aislar a toda la población es una solución piramidal, una solución extrema para un problema que quizá habría tenido una solución más eficaz si todos, tanto nosotros como nuestros representantes, hubiéramos tenido una conciencia clara de nuestras responsabilidades... y de nuestros intereses.

En lugar de estar mentalmente contaminados por el modelo de sociedad piramidal. En las sociedades humanas, el poder es inevitable. Contra lo que muchos creen, la solución no es reformarlo, sino trocearlo.

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