viernes, 28 de mayo de 2021

Historia de un delirio (colectivo)

He cometido muchos errores en la vida, como casi todo el mundo. Y también he sufrido las consecuencias. En eso no creo ser distinto de los demás seres humanos. Pero siempre he aprendido de mis errores, aunque la vida es suficientemente corta para que no siempre consigamos rectificar. Muchas veces, el camino que pudimos seguir y no seguimos está ya definitivamente fuera de nuestro alcance. Sin embargo, a mí cada lección aprendida me ha servido para sentirme más a gusto conmigo mismo. Incluso contra viento y marea.

Es cierto que muchos de mis errores lo han sido porque no encontraba alternativas. Hay una realidad colectiva y hay otra realidad individual, y uno no siempre es consciente de esa diferencia. Los grandes errores de mi vida los he cometido por seguir la corriente, pero también he tenido la suerte de sentirme siempre incómodo dentro de la corriente. Y de no resignarme. Yo, al menos, siempre he luchado por encontrar alternativas.

El contacto con la moral protestante, en mi primera juventud, me descubrió el valor del individuo, y por aquellas mismas fechas un panfleto leído en la calle me abrió la ventana de la libertad. La palabra libertad, en realidad, es un concepto negativo. Uno quiere ser libre porque se siente atado, y aspira a ser libre cuando no quiere que le pongan ataduras. El problema es que, frente a las ataduras que imponen las mayorías, es muy difícil encontrar el camino de la libertad.

Es un largo proceso. De niño, tuve la suerte de admirar a los grandes científicos, y de ellos aprendí que el empeño por averiguar la verdad permitía abrir puertas a un mundo mucho más apasionante que el mundo previsible, repetitivo y monótono impuesto por la masa. Por eso estudié una carrera de ciencias. Las leyes del universo, el fenómeno de la vida, el intrincado territorio de las matemáticas y, en otro orden de cosas, el universo de la ficción me libraban del aburrimiento cotidiano y me incitaban a hacerme preguntas. Pero la ciencia me enseñó también a descartar respuestas.

¿Qué respuestas? Las que no son coherentes con el resto de la realidad. Vivir en la incoherencia no es raro. Es más bien habitual, y los conformistas son capaces de sentirse perfectamente a gusto sin hacerse preguntas incómodas, ni sobre ellos mismos ni sobre el mundo que los rodea. Han encontrado un punto de equilibrio entre las dificultades de la vida y la aplicación de un puñado de normas inconexas. Muchos de ellos vuelan a ras del suelo y son felices así. Otros se vuelven amargados, o resentidos, y buscan culpables que sólo existen en su miedo y en su fantasía. Tratar de apartarse de ellos, de todos ellos, es para mí la definición de nadar contra la corriente.

Es un camino muy duro, pero la vida es, en todo momento, lo que toca. No podemos escoger. Unos, los más, pierden la curiosidad de los años infantiles, mientras que otros tenemos que seguir acarreando la terrible y maravillosa maldición de seguir haciéndonos preguntas. Y tratando de responderlas.

Naturalmente, no podemos ser capaces de responder a todas las preguntas, simplemente porque no somos expertos en todos los campos del conocimiento. En algún momento tenemos que confiar en otros que, suponemos, saben más que nosotros. Eso es lo que hice yo cuando el mundo se puso patas arriba a causa de un virus. En un principio, me fié de las explicaciones que me iba dando un amigo médico, si no de profesión, sí de titulación, al que además siempre he considerado una persona inteligente.

Pese a todo, yo me seguía haciendo preguntas. Había muchos puntos oscuros. Cierto día, mirando un mapa de la incidencia geográfica del virus, observé que no estaba uniformemente distribuida. Me pareció raro. ¿Por qué en unas regiones apenas había casos y en otras había muchísimos? Más aún: ¿por qué la densidad de casos disminuía radialmente, con algunas misteriosas excepciones? Parecía como si la enfermedad se hubiera ido diluyendo desde el centro hacia la costa, pero pueblo a pueblo, incluso con cordilleras o extensiones despobladas de por medio. Además, las líneas de tren con mayor tráfico de pasajeros no parecían haber influido nada en la propagación de los contagios. No tenía sentido.

Busqué mapas estadísticos de todo tipo: régimen de vientos, temperatura, humedad relativa, horas de insolación, nubosidad, relieve, altitud, presión atmosférica, densidad de población, grado de industrialización. Ninguno de aquellos mapas coincidía con el de los contagios. Hasta que un día, semanas después, me encontré con un mapa de composición demográfica, por edades. Aquel mapa sí coincidía, casi exactamente, excepto en Madrid y Barcelona, donde se encuentran los dos mayores aeropuertos de España. La clave era la edad.

Poco tiempo después se conocieron las estadísticas: la enfermedad, efectivamente, afectaba mucho más a los ancianos que a los jóvenes. Mi deducción había sido correcta. A finales de junio, la incidencia empezó a disminuir y se extendió la impresión de que la epidemia había terminado, o casi. Pero, al llegar el otoño, las noticias empezaron a comunicar un aumento alarmante de casos. Era muy extraño. Si las variables meteorológicas no influían para nada en los contagios, como yo había averiguado, ¿por qué ahora estaban aumentando? Durante el verano, la población se había desplazado mucho más que en los meses anteriores y no había sucedido nada.

Hacia finales de octubre, encontré unas estadísticas oficiales que abarcaban dos decenios: número semanal de muertes por todas las causas. Anoté cada dato, lo ajusté para reflejar el aumento de población y saqué el promedio. No conseguía salir de mi asombro. El número de muertes era exactamente el mismo que el promedio de los últimos 21 años. Exactamente. Y eso, teniendo en cuenta el menor número de accidentes de tráfico, de operaciones quirúrgicas y de quimioterapias, a causa de la supuesta “saturación” de los hospitales. Con los centros de salud cerrados y gran parte de la población evitando entrar en un hospital por miedo al contagio, ¿era posible que hubiera habido muchos menos infartos y enfermedades graves que en los últimos veinte años?

Mi amigo médico llevaba meses diciendo que el virus estaba “estancado”. Era un adjetivo sospechoso. No tiene mucho sentido hablar del “estancamiento” de un virus. Cuando le comuniqué mi descubrimiento, me contestó con un argumento absurdo, que no vale la pena repetir. Evidentemente, aquel hombre estaba perdiendo el juicio. Entonces empecé a comprender hasta qué punto el miedo es capaz de neutralizar el raciocinio. Traté de hacerle razonar, pero me trataba como a un alucinado. ‘Negacionista’ es la palabra. Sin embargo, cuando le pedía una explicación de mi descubrimiento, no respondía. 

Era desesperante. La humanidad estaba perdiendo el juicio, en masa. No era posible que los gobernantes, o sus asesores, no supiesen lo que yo había averiguado. A la vista de las estadísticas, era casi evidente. Bastaba con unas simples multiplicaciones y divisiones. Si realmente había una epidemia, no era más mortal que la gripe, pese al apocalipsis de datos que todos los días anunciaban en los medios. ¿Por qué lo hacían? ¿Era simple imbecilidad, o era una campaña deliberada? Y, si era deliberada, ¿cuál era su propósito?

Más o menos por aquellas fechas oí hablar de los falsos positivos. Hasta entonces, yo había dado por supuesto que la prueba de detección del virus era fiable, pero un día cayó en mis manos un artículo que demostraba que el porcentaje de falsos positivos de aquella prueba era superior al 70%. Es decir, un porcentaje inaceptable. Ni siquiera hacía falta investigarlo. El propio inventor de la prueba lo había advertido. Evidentemente, nos estaban engañando. Sólo se puede ser imbécil hasta cierto punto.

En noviembre, a la vista de los datos oficiales, escribí a mi amigo y le hice una predicción. Los datos que aparecen en los medios reflejan simplemente el aumento estacional de todos los años, le dije. Tanto más, cuanto que la gripe común parecía haber desaparecido de las estadísticas. Y le propuse una cifra: si en la segunda semana de enero alcanzáramos 1.800 defunciones diarias [es decir, 12.600 semanales], seguiríamos estando en valores estadísticamente admisibles.

Aparté el tema de mi mente, por agotamiento, y me dediqué a otras cosas. Pero a primeros de enero se me ocurrió comparar los datos oficiales con mis predicciones. Esa semana habían muerto 1.552 personas menos de lo que yo había declarado estadísticamente admisible. Era para volverse loco. En los medios, las oleadas mortíferas se sucedían una tras otra con miles de víctimas, mientras en la realidad no sucedía absolutamente nada preocupante. Al poco tiempo averigüé que los hospitales cobraban un plus considerable por declarar ingresados con esa enfermedad, y más todavía por declarar ingresos en UCI atribuidos a esa misma enfermedad. Supe también que estaba prohibido hacer autopsias (única manera de averiguar la verdadera causa de la muerte), y que cualquier defunción acaecida en las cuatro semanas posteriores a un resultado positivo era obligatoriamente atribuida al virus.

En tales condiciones, encontrar información fiable era una tarea penosa. Había que rebuscar entre vídeos conspiratorios descabellados, artículos de personajes pintorescos que no sabían ni redactar, supuestos doctores que probablemente creían también en los extraterrestres, y otras informaciones no verificadas ni verificables. Tras las teorías sobre el virus vinieron las teorías sobre las vacunas. Yo me quería informar, pero ¿cómo? No podía fiarme de ninguno de los que llevaban meses engañándome. Por fin, poco a poco y con gran trabajo, fui consiguiendo hacerme una idea de lo referente a las vacunas. Tuve que estudiar biología molecular, consultar bases de datos muy difíciles de entender, y verificar una y otra vez las informaciones que iba entresacando de acá y de allá.

Todavía no puedo asegurar que todo esto sea una conspiración. Me parece bastante inverosímil que un grupo de poderosos o de instituciones consiga poner en marcha una campaña de falsedades tan sostenida y de alcance prácticamente mundial. Y, sin embargo, no encuentro otra explicación. No puedo asegurar que todo esto responda a un propósito perfectamente planificado, pero la realidad es que el horizonte de mi libertad cada día se estrecha más, y el nivel de locura que me rodea no disminuye. Estoy leyendo libros de historia para tratar de encontrar algún precedente. Lo más parecido que he encontrado son las cazas de brujas, las guerras de religión y los grandes totalitarismos del siglo XX. Sin embargo, ninguno de ellos tuvo alcance mundial.

Lo que está sucediendo hoy en el mundo, que yo sepa, no tiene precedentes. Es horrorosamente inquietante y angustioso. En tiempos de la Unión Soviética, uno podía arriesgarse a saltar el muro de Berlín para ganar la libertad, pero hoy en día prácticamente no hay alternativas. El planeta Marte queda muy lejos, y me temo que no es habitable. Me queda, al menos, la satisfacción de saber que he abordado este episodio con mentalidad científica. No sé lo que habrán predicho los modelos de los epidemiólogos a sueldo de los gobiernos, pero yo he hecho predicciones que se han cumplido. Eso me tranquiliza. Mi sentido común todavía está en su sitio. Puede que la mayoría de mis congéneres se hayan vuelto locos. Yo, todavía, no.

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