sábado, 27 de julio de 2019

Diez mil dólares

En los años 90 leí una noticia que me abrió todo un mundo. Un taxista de Nueva York, venido de India, había conseguido ahorrar en un año diez mil dólares, y con sólo ese dinero había hecho construir una escuela para niñas en su pueblo natal. Para mí, aquella noticia fue una revelación. Diez mil dólares --el precio de un automóvil barato-- es una cantidad al alcance de casi cualquier persona en un país industrializado. En mi cuenta bancaria dormía la posibilidad de crear nada menos que una escuela para niñas en algún pueblo remoto de algún país pobre.

Era un descubrimiento maravilloso, pero inmediatamente comprendí que disponer del dinero no era suficiente. Aquel taxista había conseguido sus fines porque tenía contacto directo con los habitantes de su pueblo, y sus diez mil dólares habían estado rigurosamente destinados a comprar el material y pagar a los trabajadores. La clave de su éxito consistía en no haber pasado por ningún intermediario. Si los habitantes de los países ricos pudiéramos hacer lo mismo, pensé, mucha gente que, como yo, desconfía de las organizaciones 'solidarias' o que no tiene manera de saber a dónde iría a parar su dinero ayudaría con entusiasmo a alcanzar fines tan nobles.

De hecho, la existencia de Internet lo hacía ya viable. Imaginemos un sitio web en el que pudiéramos comprobar en todo momento el importe de las aportaciones recibidas y el destino de cada dólar aportado. Podríamos ver, por ejemplo, que con los veinte dólares que donamos la semana pasada han levantado los tres tabiques que vemos en la foto, o han comprado los tres pupitres que estamos viendo en un vídeo grabado por una niña del lugar, que el curso que viene podrá aprender a leer y a escribir en uno de aquellos pupitres. ¿Quién se resistiría a donar un dólar, veinte o cuatrocientos, pudiendo disfrutar de la satisfacción de ver todo lo que su pequeña aportación es capaz de conseguir?

Como no creo tener el don de la genialidad, supongo que esa idea ya se le habrá ocurrido también a más de una organización 'solidaria'. La triste realidad de que ninguna la haya puesto en práctica me hace desconfiar aún más, si cabe, de tales organizaciones. En Africa, todo el mundo ha visto más de una vez a la venta en el mercado latas de conserva y sacos de arroz marcados con el sello de la ONG de turno. No es posible que las ONG desconozcan esa realidad, pese a lo cual las entregas de alimentos 'gratuitos' prosiguen como si nada, entregando de hecho las donaciones a una legión de funcionarios corruptos, y convirtiendo la iniciativa 'solidaria' en una formidable estafa a los contribuyentes de los países donantes.

Naturalmente, una estafa así sólo es posible si los ingenuos estafados creen estar haciendo un bien a la humanidad, y a eso se dedica día y noche la gigantesca maquinaria de propaganda en que se han convertido los medios de comunicación. En este particular como en muchos otros, la tarea del periodista no consiste tanto en informar como en ahorrarse la parte más inconveniente de la información. En otras palabras, la que incomoda a la ideología dominante, que es en fin de cuentas la que le da de comer.

Las ideologías ocultan partes de la realidad porque son, necesariamente, simplificaciones. Ante una situación compleja, las personas adoptan puntos de vista de lo más diverso en consonancia con su perspectiva personal, sus intereses o su capacidad de raciocinio, y no se adherirán fácilmente a burdos esquemas de capitalistas y proletarios, razas superiores e inferiores, machos contra hembras, alimentos buenos y malos, o la cantinela de que 'cualquier clima pasado fue mejor'. En los regímenes populistas, a menudo presentados como democracias, las ideologías tienen que convencer a los estafados de que están del lado del bien. En las dictaduras, las ideologías no tienen que convencer a nadie, pero son muy útiles para que los ejecutores del poder no tengan que pensar mucho antes de actuar.

Todas estas consideraciones nacen de un par de comentarios que le oí recientemente a Antonio Escohotado sobre el economista Angus Deaton, a quien por lo visto admira. Movido por la curiosidad, he escuchado unas cuantas conferencias de Deaton en YouTube, y no me ha convencido del todo. Explicaré por qué.

Es cierto que el desarrollo económico ha mejorado muchísimo la esperanza de vida y el bienestar material de la humanidad en los últimos tres o cuatro siglos. Pero, enunciado así, ese dato sirve igual para sociedades humanas que para rebaños de ovejas. En comparación con un pasado de hambre, guerras y privaciones, todos esos progresos son buenos. Pero ¿la gente en la Edad Media era desgraciada porque no podía viajar en avión? ¿Los habitantes del siglo XXV tomarán menos antidepresivos que nosotros porque podrán ir a la Luna? Permítanme que lo dude. La idea de progreso no tiene sentido más allá de la vida de cada persona. Nos hace felices instalar agua caliente en nuestro hogar, o enterarnos de que han inventado los antibioticos, pero nuestros hijos estarán en peor situación que nosotros, porque no heredarán nuestra felicidad y, además, serán desgraciados si se quedan sin agua caliente o sin antibióticos.

Incluso a escala de la vida de una persona, el progreso no es necesariamente una bicoca. Nuestra esperanza de vida es ahora más alta, pero en muchas ocasiones eso sólo significa que hemos añadido a nuestra vida, o a la de quienes nos rodean, un tramo de infelicidad y sufrimiento en forma de deterioro físico o mental. Dicho de otra manera, aunque casi nunca se menciona, hay dos criterios diferentes para medir la felicidad: uno es la cantidad, y el otro es... la calidad.

Me dirán ustedes que también la calidad de vida ha mejorado sustancialmente gracias al progreso. No lo negaré, pero también es cierto que, a menudo, la obsesión por la cantidad termina amargándonos la fiesta. Podemos comer o beber exquisiteces que antes sólo estaban al alcance de unos pocos, pero, si queremos vivir muchos años, tendremos que introducir una infinidad de restricciones en nuestra alimentación. Podemos estar en contacto con muchas personas que se encuentran lejos de nosotros. Tantas, que no tenemos tiempo para pensar sobre nosotros mismos, o para meditar sobre lo que otros han dicho o escrito. En las grandes ciudades, las posibilidades de trabajo, ocio y cultura se multiplican, pero millones de personas viajan todos los días por el subsuelo para desplazarse por ellas.

Cuando sentimos compasión por los países pobres, lo primero que nos viene a la mente es compensarles en cantidad. Querríamos darles no lo que creemos que los haría felices, sino lo que a nosotros nos haría infelices si nos lo quitaran. No se nos ocurre que quizá ellos deberían tener la posibilidad de escoger su propio camino hacia el progreso: su propio balance de cantidad y calidad. Las personas pobres no son inferiores a nosotros. No necesitan nodrizas, sino medios.

Pero, aunque se propusieran dotar de medios a los países pobres, las sociedades occidentales están atadas de pies y manos. No sólo porque cualquier intervención suya resucitaría el fantasma de los imperios coloniales, sino porque en esos países la pobreza suele ser inseparable de la corrupción, y la corrupción es incompatible con los modos democráticos. No podemos enviarles alimentos o dinero, porque se quedarán a mitad de camino. No podemos invertir en ellos, porque las mordidas se comerán todos los beneficios. No podemos sancionarlos, porque se enrocarán, y la población será la que salga perdiendo.

Deaton, con mentalidad típicamente occidental, argumenta que no debemos darles dinero porque, al hacerlo, impediremos que sus gobernantes se vean obligados a responder ante sus súbditos. Pero a mí no se me ocurre ninguna razón por la que un gobernante corrupto debiera ser sensible al malestar de su población. En los regímenes corruptos el contrato social no existe, y la supervivencia del régimen depende precisamente de que siga sin existir.

En realidad, los países occidentales no están en condiciones de cambiar la situación de otros países. Ni pueden, ni saben. En Japón, el general McArthur consiguió democratizar el país sólo después de haberlo devastado material y moralmente con dos bombas atómicas, pero en Iraq el presidente Bush (tanto el padre como el hijo) ni siquiera tenía un plan para después de la invasión. Ni siquiera tenían un conocimiento superficial del mundo musulmán.

Lo cual fue una lástima, porque una de las pocas estrategias que podrían encarrilar un país disfuncional consiste en crear modelos. Un Iraq democrático y próspero habría sido un faro difícilmente resistible para muchos países de la región, como en su tiempo lo fue el Egipto laico de Náser. Los gobernantes corruptos comprenderían que el desarrollo económico los beneficiaría también a ellos, aunque terminara generando otros núcleos de poder que, a la larga, acabarían con su monopolio. El poder absoluto es miope, y esa es una de las pocas debilidades que podrían acabar con él.

Quizá la mejor estrategia para dotar de medios a los países pobres es la que ha adoptado China. Transformando una dictadura de izquierda en una dictadura de derecha, China ha conseguido en pocas décadas unos niveles de desarrollo épicos, y sus necesidades de materias primas la han abocado a intervenir en esos países que nosotros no nos atrevemos ni a tocar. China no aspira a democratizarlos. Probablemente, ni siquiera aspira a erradicar la corrupción en ellos. Pero necesita sus recursos, y para acceder a esos recursos necesita infraestructura. Condicionando las entregas de ayuda a la construcción de puentes, canalizaciones, puertos y carreteras está abriendo las puertas del desarrollo en buena parte del planeta. A la larga, todos nos beneficiaremos.

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