domingo, 21 de julio de 2019

Eros y Tánatos

Tendría yo once o doce años cuando cayó en mis manos una biografía de Sigmund Freud. No era la primera. La editorial Cid había empezado a publicar en España una colección de biografías traducidas del francés, y yo las leí todas. Aunque la mayoría eran de científicos más o menos conocidos, los editores habían incluido también alguna que otra morcilla desconcertante, como la biografía de Teilhard de Chardin, que sometió a mi imaginación a una prueba de alpinismo mental agotadora.

De los demás títulos, recuerdo los nombres de Claude Bernard, Pasteur, Fermi, Ramón y Cajal, Openheimer o Lavoisier, aunque había bastantes más. Con el paso de los años y el vértigo de las mudanzas, me fui deshaciendo de los más prescindibles, y a día de hoy conservo sólo dos, por motivos únicamente sentimentales. Aquellos dos personajes terminarían teniendo en mi vida una influencia decisiva. Me estoy refiriendo a Albert Einstein y Sigmund Freud.

En realidad, los dos eran complementarios. Uno había explorado el universo exterior, y el otro el universo interior, y pronto descubrí que aquellos dos universos me apasionaban por igual. De pronto, mi pequeño mundo se ensanchaba hasta las estrellas, por un lado, y hasta las misteriosas profundidades del inconsciente, por el otro. Para alguien que detesta el football, eran dos descubrimientos deslumbrantes.

Siguiendo la estela de Einstein, años después me adentré en la física teórica, y siguiendo los pasos de Freud me zambullí en el proceloso oleaje de los actos fallidos, los sueños, los chistes, las neurosis y las especulaciones sobre el funcionamiento de la mente humana. Llegué a saber prácticamente todo sobre las transferencias, la libre asociación, la represión o la sublimación de los instintos. Leí varias biografias más de Freud, visité las teorías de Adler, Jung, Fromm e incluso Wilhelm Reich y, cuando pisé Viena por primera vez, casi lo primero que hice fue acudir al antiguo domicilio de Freud, en la Berggasse.

Con los años, me fui distanciando del psicoanálisis. Al fin y al cabo, no tenía ningún componente objetivo que lo justificase, a diferencia de la neurología, que, aun siendo muy rudimentaria, es en algunos aspectos más realista. O menos prepotente, si se quiere. Las ideas de Freud siguen siendo, todavía hoy, la teoría más atractiva sobre el funcionamiento de los procesos mentales, pero los conceptos que maneja nunca han dejado de ser borrosos, lo cual --siento decirlo-- la aproximan inaceptablemente al abominable terreno de la filosofía.

Uno de los libros de Freud que más me impresionó fue Más allá del principio del placer, en el que introducía por primera vez las pulsiones destructivas como contrapeso del impulso sexual. Cuando lo leí, me incomodó aquella aparicion de Tánatos en el paisaje, hasta entonces lujurioso, de la mente humana. En mi joven visión del mundo, orientada a la búsqueda del desahogo sexual, la importancia de aquel componente destructivo era desproporcionada.

Claro que, a diferencia de Freud, yo no había vivido los horrores de dos guerras mundiales ni el fenómeno nazi, igual que, años después, tampoco conocí en carne propia las purgas de Stalin, los gulags o los años más tenebrosos de China o Camboya. En mi mundo cotidiano la vida no era precisamente una bicoca, pero la agresividad de otros seres humanos era casi siempre evitable, y la búsqueda del placer sólo estaba enturbiada por la mano invisible de la iglesia católica y por mi propia torpeza en el comportamiento con el sexo opuesto.

En el cine, las escenas eróticas nos parecen perfectamente verosímiles, e incluso incitantes, mientras que las escenas de guerra o violencia las vemos como algo remoto o legendario. No sé si ello se debe a un mecanismo de protección o, sencillamente, a la falta de familiaridad con tales situaciones. Por castos que seamos, casi todos practicamos mucho más los revolcones que el boxeo. Pero las sociedades no se comportan exactamente igual que las personas.

No sé si esto se parece mucho a lo que pensaba Freud, pero desde mi punto de vista las fuerzas que mueven las sociedades están más cerca de la física que del psicoanálisis, y son dos: el orden (Eros, o la cohesión) y el desorden (Tánatos, o la destrucción). Si uno lo piensa bien, la historia de la humanidad ha consistido, una y otra vez, en destruir un orden establecido para sustituirlo por otro. En suma: el juego del poder.

Aunque, visto así, Tánatos no sería exactamente un impulso destructivo, sino un medio destructivo para conseguir cambiar el orden establecido. De hecho, las sociedades desordenadas nunca han sido duraderas. Pero tampoco las sociedades ordenadas tienen por qué ser constructivas, y a menudo un orden compulsivo ha obligado a sacrificar a millones de individuos en aras de un supuesto 'bien común'. De hecho, el nazismo y el comunismo estaban inspirados por un sentido del orden extremo. Con alguna excepción patética, como las recientes guerras de Iraq o de Libia, quien emprende una guerra aspira generalmente a imponer su propio orden en el territorio conquistado.

Al fin y al cabo, Edipo no mató a su padre con el propósito de quedarse huérfano, sino de ocupar su lugar. Lo cual podría explicar por qué siempre repetimos los mismos esquemas para cambiar la estructura de la sociedad. Somos más primates que aves o leones, aunque en las sociedades llamadas 'libres' --al menos en teoría-- caben por igual los lobos solitarios y los borregos. Pero, si siente usted un impulso destructivo y no sabe cómo canalizarlo, sea usted sincero: en realidad, lo que usted desea es destronar al macho dominante.

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