sábado, 5 de marzo de 2011

Las vacaciones del Sr. Bernanke

El inglés aquel veraneaba todos los años en la misma isla, y pagaba siempre con cheques. Hartos de ir al banco a cobrar los cheques del inglés, los comerciantes empezaron a pagar sus propias compras con aquellos papelitos. Al fin y al cabo, el inglés había demostrado ser absolutamente solvente, y nadie en la isla tenía ya dudas de que el banco le canjearía al instante todos aquellos cheques por billetes de curso legal. Llegó, pues, un momento en que nadie se molestaba ya en ir a cobrar los cheques, que habían terminado circulando de mano en mano como una moneda más. Un día, el inglés se dio cuenta de que las vacaciones le salían gratis.

¿Gratis? Entonces, ¿quién pagaba las vacaciones del inglés?

La respuesta es desconsoladoramente abstracta, pero real: las vacaciones del inglés las pagaban todos los habitantes de la isla, en forma de... inflación. Parece difícil de entender, pero imaginémoslo de otra manera. Si los billetes de banco fueran ovejas, los isleños habrían dejado de pagar con ovejas para pagar con promesas de ovejas, con lo que las ovejas reales serían un bien más escaso y subirían de precio. En términos económicos: cuando la masa monetaria en circulación aumenta, los precios suben.

Teniendo en cuenta las cantidades ingentes de dinero que los bancos centrales se han sacado de la manga en los últimos años para tapar los agujeros de la banca, las perspectivas son escalofriantes. Es cierto, de momento todo ese dinero no circula. Los consumidores desenfrenados se han convertido en ahorradores desesperados, y los bancos tienen demasiadas hipotecas impagadas para pensar en otorgar otras nuevas. Pero, ¿qué sucederá cuando todos esos trillones de dólares se pongan en movimiento?

En cierto sentido, ya lo han hecho. En USA, la Reserva Federal está comprando (es decir, pagando con promesas) cantidades masivas de bonos del Tesoro, que consiguen así mantener unos tipos de interés muy bajos. En vista de lo cual, los inversores prefieren acudir a China o Brasil, donde la economía va bien y los tipos de interés son más jugosos. Como en esos países no hay tantos ahorradores y el dinero circula, la masa monetaria aumenta y los productos se encarecen. Y, para cerrar el círculo, nosotros terminamos comprándoselos... más caros. En otras palabras, la Reserva Federal está exportando inflación al resto del mundo. Felices vacaciones, Sr. Bernanke.

Aunque quizá no todo está perdido todavía. En una de esas playas de ultramar que don Fred utiliza para estimular la economía americana sin gastarse un duro se yergue, atenta, una implacable vigilante llamada Angela Merkel. Más nos valdría escucharla.

Doña Angela Merkel está preocupada, y ella sabe bien por qué. En 1914, al comenzar la primera guerra mundial, Alemania abandonó el patrón oro e introdujo como moneda el marco de papel (Papiermark), que en aquellas fechas se cambiaba a razón de 4,2 marcos por dólar. En agosto de 1923 hacía falta un millón de marcos para comprar ese mismo dólar, y dos meses después la inflación en Alemania alcanzó el 29.500% mensual.

Se cuentan muchas anécdotas de aquellos años. El grabadista Alfred Kubin, que, aconsejado por sus amigos, había invertido todos sus ahorros en bonos de guerra, decidió vender una casa de su propiedad. Terminada la transacción, acudió con el dinero a la tienda más próxima, a donde llegó apenas a tiempo para comprar una estufa. En las fábricas, los obreros cobraban dos veces al día. Sus mujeres aguardaban a la puerta de la empresa y, en cuanto recibían la media paga, salían literalmente corriendo a la tienda de comestibles, donde el tendero borraba y reescribía constantemente los precios sobre una pizarra. Se cuenta también la historia de una familia que había tenido que vender todas sus propiedades para emigrar a América. Cuando llegaron al puerto, sin embargo, su dinero no sólo no llegaba para pagar el pasaje del barco, sino que ni siquiera alcanzaba para regresar en taxi a la ciudad.

La tragedia de la inflación alemana, que influyó decisivamente en el ascenso de Hitler al poder, tenía un precedente, aunque no tan dramático: en Francia, durante la Revolución de 1789, los precios llegaron a subir un 143% al mes. Pero ni la inflación jacobina ni la alemana de los años 20 han sido históricamente las peores. Pongamos a prueba nuestra imaginación.

En 1938, un billete de un dracma le duraba a un griego en el bolsillo 40 días. El 10 de noviembre de 1944, ese mismo billete pasaba de mano en mano cada 4 horas, y los precios se estaban multiplicando por dos cada 4,3 días. Al día siguiente, el Gobierno griego introdujo el "nuevo dracma", que sustituyó los billetes antiguos a razón de 50.000 millones por uno.

La guerra de Yugoslavia, sin embargo, convirtió la inflación griega en una menudencia. En 1994, los precios subían en Yugoslavia un 64,6% cada día, es decir, 313 millones por ciento al mes. Un producto que al comienzo de la inflación costara 1 dinar terminaría vendiéndose, pocos años después, por 50 billones de dinares. Como los ceros no cabían ya en los billetes, se introdujo sucesivamente el "nuevo dinar", que equivalía a 1 millón de antiguos dinares, seguido del "nuevo nuevo dinar", que reemplazaba 1.000 millones de nuevos dinares, y, finalmente, el "super dinar", que valía 10 millones de "nuevos nuevos dinares".

Pero los yugoslavos se quedaron todavía cortos. En noviembre de 2008, la cesta de la compra subía en Zimbabwe a razón de 79.600 millones por ciento al mes. La máquina de imprimir billetes echaba humo. Cuando se introdujo el billete de 100 millones de dólares zimbabwenses, el precio de una barra de pan pasó de 2 millones a 35 millones de la noche a la mañana. En julio de 2008, sin embargo, la impresión de nuevos billetes se detuvo: el Gobierno se había quedado sin papel.

Sin embargo, los zimbabwenses todavía pudieron consolarse. En la primera mitad de 1946, la inflación mensual en Hungría alcanzó los 13.600 billones por ciento. El billete de mayor cuantía que se llegó a imprimir valía 100 trillones de pengos (un 1 seguido de 20 ceros). Los precios se duplicaban cada 15,6 horas, y las monedas desaparecieron de la circulación, ya que el metal que contenían valía mucho más que su valor nominal. El Gobierno, desbordado, adoptó una moneda especial para los envíos postales, cuyos precios anunciaba diariamente por la radio. En 1946, cuando finalmente se sustituyó el pengo por el forint, la totalidad de los billetes en circulación en toda Hungría valía la décima parte de un centavo de dólar USA.

Siempre es un poco violento tener que decir estas cosas, pero ¿sería usted tan amable de pagarse sus vacaciones, Sr. Bernanke?


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