domingo, 13 de marzo de 2011

Homo ceremonialis

Tendría que volver a leer a Cortázar para averiguar si, como sospecho, mi afición a sus cuentos fue un pecado de juventud. Uno de los pocos que recuerdo es Las ménades, una versión moderna del mito de las bacantes trasplantado a una sala de conciertos. El cuento, publicado en los años 50, tiene el mérito de ser premonitorio. Se anticipa en diez años a la ola de histeria juvenil que desencadenaron las actuaciones de los Beatles, aunque se equivoca en sus protagonistas. No fue la clase media, que él probablemente odiaba, la que se abandonó a tales excesos, sino todo lo contrario. Fueron precisamente los hijos de aquella clase media los que, en lugar de regenerarla, se entregaron a tan desenfrenados modales.

Si uno lo piensa fríamente, hay siempre algo de excesivo en los vítores de los espectáculos. El público, vagamente consciente de que el diálogo entre unos pocos y una multitud es imposible, se limita a aplaudir o a proferir gruñidos colectivos en loa o repulsa de lo que acaba de presenciar. No es sólo una expresión de agrado o disgusto, sino que tiene algo de personal. Muy rara vez he visto aplaudir o abuchear una película, pero jamás he asistido a un concierto cuyos asistentes hayan permanecido en silencio al terminar la interpretación. Que, por cierto, sería lo más deseable, ya que el estruendo del aplauso destruye la magia del placer recién experimentado. Pero, de alguna manera que yo nunca he entendido, el público parece disfrutar compartiendo ese placer con la masa. No es un comportamiento racional, ni individual. ¿Alguien aplaude alguna vez después de consumar una relación sexual?

El aplauso responde a un impulso atávico de comunicación con la masa. Es un residuo del primo gorila que todos, presumiblemente, llevamos dentro. La pandilla de adolescentes, la banda de salteadores, la peña futbolística, la tribu o la nación ejercen sobre los seres humanos un magnetismo al que, pasado cierto umbral, es difícil resistir. No es casual. Las masas tienen una gran virtud: perdonan los pecados. Si una persona sola se enfurece con gritos, pateos y aspavientos por el lamentable libro de Ruiz Zafón que acaba de leer, muchos pueden pensar que está loca, aunque quizá se sumen a ella si, en una sala abarrotada de público, observan a ese mismo autor recibiendo el Premio Cervantes.

Se podría pensar que el atractivo irresistible de la masa proviene de esa ausencia de censura, de la posibilidad de aflojarse el cuello de la camisa social y comportarse desordenadamente. Pero hay veces en que el comportamiento de la masa es todo lo contrario. Ante la puerta de embarque del aeropuerto, los pasajeros empiezan a formar cola mucho antes de lo que parecería razonable, teniendo en cuenta que sus asientos están numerados y que, a nada que presten atención, el avión no despegará sin ellos. No sólo eso, sino que incluso se aproximan físicamente más de lo necesario a quien tienen delante. El celo obsesivo de los familiares de la Inquisición frente a la herejía, real o imaginada, o los marciales desfiles de las juventudes comunistas o nazis con sus uniformes y sus banderitas nos muestran esa otra cara extrema de las masas: el orden sin fisuras.

Estas dos variantes de comportamiento responden a la característica que mejor define la especie humana: la versatilidad. Los borregos son siempre gregarios, pero las hormigas obedecen unas pautas de conducta muy sofisticadas. Nosotros podemos congregarnos en estadios gigantescos dejándonos el cerebro en el guardarropa, pero también circular por complejas redes de autopistas guiándonos únicamente por señales simbólicas. En el reino animal hay especies genéticamente hermafroditas, fetichistas, pederastas, exhibicionistas, sádicas o masoquistas pero, sea cual sea la "perversión" que la naturaleza haya creado, siempre encontraremos a un ser humano que la haya practicado o fantasee con practicarla.

Quizá sea esa misma versatilidad la que nos hace necesitar normas y practicar ceremoniales para estructurar nuestras vidas. Aunque posiblemente no nos demos cuenta de ello, una buena parte de nuestro comportamiento social responde a convenciones preestablecidas, desde darse la mano a guisa de saludo hasta vestirse a la moda. Algunos de estos actos son miméticos, como esas frases que muchos repiten sin pensar, sólo porque circulan de boca en boca. Pero otros automatismos, quizá la mayoría, los practicamos simplemente porque está mal visto no hacerlo, como el estribillo a los estornudos ajenos, o ese absurdo "que aproveche" de los comensales (¿acaso alguien come para que no le aproveche?).

El pudor es otra convención curiosa. Una mujer puede sentirse ofendida ante la mirada de un varón colándose por algún resquicio de su vestimenta (que ella misma ha escogido ponerse), pero se exhibirá en topless sin reparo alguno en cualquier playa concurrida. Necesitamos sentirnos aceptados o justificados por la masa, pero hay que tener cuidado de no confundir la masa con la sociedad. Un simple grupo de amigos en vena gamberra puede servirnos para un desahogo aunque, a efectos prácticos, suele ser preferible una secta o un partido político (no estoy muy seguro de hasta qué punto son dos cosas distintas), una logia masónica, una nación victimista, un sindicato, una generación de intelectuales o el gremio de dentistas.

Supongo que es utópico aspirar a una sociedad sin tribus. Los individuos tienen intereses y, querámoslo o no, tenderán a agruparse en torno a ellos. Lo que una sociedad sana debería evitar es que sus integrantes se comporten como masa, y no como individuos. Que las ideas degeneren en ideologías. Que el poder esté configurado en términos de tribus, y no de intereses. Las personas podemos ser maniáticas, caprichosas, exigentes o soberbias pero, mal que bien, tenemos capacidad para aceptar la diversidad de nuestros semejantes. Las tribus excluyentes, no. La masa es totalitaria.

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