sábado, 5 de septiembre de 2009

El urinario de Marcel Duchamp

Las rebeliones son probablemente tan antiguas como el despertar de la conciencia. Las hormigas o las abejas, o se adaptan a su entorno o mueren. Los peces, o nadan armónicamente en grupo o se dispersan, y los pájaros que no desean volar con la bandada se quedan en su rama. La selva no es uno de los lugares que más frecuento, pero jamás he visto en un documental un antílope echando la zancadilla a otro, y nunca he tenido noticia de que una oveja mordiese al perro del pastor que la apacienta. Precisamente por eso la novela Animal Farm puede ser una metáfora: la rebelión es un comportamiento reservado a los seres humanos.

No he dicho que no haya agresividad en los animales. Dos machos pueden pelear hasta la muerte por una hembra, por un bocado de comida o por un territorio, pero nunca para cambiar el status quo. Probablemente tenemos que ascender hasta los primates para encontrarnos con situaciones claras de lucha por el poder. El macho dominante no es sólo el que disfruta de todas las hembras; también establece normas sociales. Y el triunfo frente a él implica la potestad de marcar normas de conducta.

Este esquema se sofisticó considerablemente cuando aparecieron los seres humanos. Desde antiguo, reyes y emperadores han sido envenenados, traicionados, ahogados, apuñalados en la cama o manipulados con el señuelo del sexo o la codicia para arrebatarles el poder. Es la historia de la Humanidad. Ocasionalmente, los marineros de un barco o los presos de una cárcel se han amotinado, pero sus móviles solían ser puramente materialistas. Si un esclavo se rebelaba era para recobrar la libertad, nunca para cambiar la decoración de la galera o para propugnar un cambio de paradigma en el sector del cultivo algodonero.

No se sabe muy bien de quién o de qué era esclavo Marcel Duchamp cuando, en 1917, puso en marcha la toma de poder más importante del siglo XX. Cierto día de ese año, apenas dos años después de llegar a Nueva York, Duchamp se presentó en la fábrica "J. L. Mott Iron Works", en el 118 de la Quinta Avenida, y compró un urinario para hombres. Una vez en su taller, colocó el urinario en posición invertida, firmó en uno de sus bordes con el pseudónimo "R. Mutt", y lo presentó a una exposición de la Society of Independent Artists con el título ‘Fuente’.

La obra fue rechazada, pero el proceso que él puso en marcha era imparable. A partir de aquel día, el centro de la obra de arte no sería ya la obra propiamente dicha, sino… el Artista, que desde ese momento quedaba autorizado a hacer lo que le viniese en gana para llamar la atención. La era de los medios de comunicación había comenzado.

El artista acababa de convertirse en un niño mimado de la sociedad y, como todos los niños mimados, tenía venia para perpetrar las gamberradas más contumaces, que arrancarían invariablemente una sonrisa de comprensión de los espectadores. Porque, desde Marcel Duchamp, el mundo no sería ya nunca más un conjunto de ciudadanos, sino una masa de espectadores. El proceso tardaría todavía varios decenios en consolidarse, pero su desenlace era inexorable: con la llegada del cine y de la televisión, los artistas y los ‘intelectuales’ terminarían arrancando a la Iglesia y al Estado una parcela nada pequeña del poder.

La nueva vía hacia el poder se llenó rápidamente de transeúntes. En los lienzos de los cuadros empezaron a aparecer trozos de vidrio, alpargatas, tornillos, insectos, detritus, serrín, trozos de periódico o mondas de patata. Los nuevos ‘artistas’ se lanzaron con entusiasmo a explorar el simbolismo del cuadro vacío, los sutiles matices del negro absoluto, la textura del excremento de vaca o las fotografías de Marilyn Monroe, hasta el punto de que en un museo contemporáneo uno puede confundir a veces la caja del extintor de incendios con una pieza más de la exposición que está visitando (a mí me ha sucedido).

¿Cuáles de todas esas maravillas son arte, y cuáles no lo son? Para decidir la respuesta a esta pregunta, la definición de la palabra ‘arte’ deberá ir tan lejos que abarque prácticamente cualquier cosa… con una única condición: que el autor sea "un Artista". En mi opinión, esta nueva visión del arte como Gran Bazar confunde dos conceptos que siempre han estado presentes en la historia del arte, aunque hasta Marcel Duchamp eran todavía distinguibles: el arte y la decoración.

Del mismo modo que la cultura ha quedado fagocitada por el ocio (que es mucho más vendible), el arte ha terminado siendo un inerme Jonás engullido por la ballena de lo ornamental. Una vieja camiseta litografiada en la pared puede dar mucho prestigio si quien firma al pie de la obra es aquel pintor tan famoso que entrevistan los periódicos en su suplemento dominical. Y, si uno se hace a la idea y le pone enfrente un jarrón apropiado, hasta queda elegante. Pero, para mí, ésa no es la pregunta.

La pregunta que yo me hago para decidir si una obra es o no arte es: ¿qué me dice esta obra de mí mismo? No es narcisismo. La única posibilidad de que alguien que no me conoce consiga decir algo sobre mí es que esté hablando de la condición humana. Que esté expresando algo universal, algo que a todos sea capaz de tocarnos, de conmovernos, de hacernos pensar.

Y, aplicando ese filtro, el porcentaje de obras de ‘arte’ que pasan la prueba hoy sigue siendo probablemente tan escaso como en tiempos de Leonardo da Vinci.

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