lunes, 7 de septiembre de 2009

El hombre del violín tostado

No hace ni siquiera un mes que había escrito sobre Vicente en este blog cuando, por pura casualidad, he encontrado entre mis antiguos relatos un texto que le dediqué hace muchos años. Estaba yo en aquella época muy influido por la poesía surrealista, que practiqué también con entusiasmo durante algún tiempo. Me apasionaban, sobre todo, Vicente Aleixandre (cuando todavía no había recibido el premio Nobel) y Juan Eduardo Cirlot.

Juan Eduardo Cirlot nunca fue tan conocido como Aleixandre. Como descubrí mucho después, su poesía reflejaba en realidad una visión del mundo un tanto cabalística, al mismo tiempo mística y hermética. Pese a lo cual sus poemas son de una belleza deslumbrante.

Ese rasgo esotérico de Cirlot lo descubrí poco después de instalarme en Barcelona, hacia 1991. En algún periódico leí que se pronunciaba una conferencia sobre él, y acudí a ella. Me parece recordar que el tema de la conferencia tenía vagamente algo que ver con el psicoanálisis jungiano. Es decir, con la presencia de lo atávico como una constante en el inconsciente de las personas y como explicación profunda de sus actos.

El psicoanálisis jungiano me ha inspirado siempre repugnancia, al igual que las óperas de Wagner, y quizá por las mismas razones. La idea de que los nibelungos están impresos en mi cerebro como el pecado original me pone bastante nervioso, al igual que ciertos rasgos de la mentalidad alemana. Fui lector de la Odisea a los once años y, pese a haber nacido bajo los grises sirimiris del Cantábrico, la luz del Mediterráneo me ha atraído siempre como un imán hacia el sur de Europa. Y quizá mis genes me empujan más hacia el sur todavía, como relataré algún día en este blog.

El caso es que en el año 1991 yo, recién llegado, no sabía aún que Barcelona estaba ya enferma de autismo. A la entrada del local donde se había convocado la conferencia trabé conversación con una señora que -creo recordar- dijo ser hija de Juan Eduardo Cirlot, y pareció un tanto sorprendida de que yo apareciera por allí. En seguida sospeché que me había metido en una secta.

Es posible que aquello fuera una secta, pero yo tampoco había tenido tiempo de acostumbrarme a esa cordialidad catalana de los primeros contactos, tan duradera como el tiempo que tarda una puerta en cerrarse. El caso es que pasé a la salita donde se pronunciaba la conferencia, y tomé asiento. Aunque el local no era muy grande, estaba completamente lleno. Por fin, dio comienzo la charla. No recuerdo muy bien los detalles, pero sí mi sorpresa cuando, apenas tomó la palabra, el conferenciante preguntó al público si alguno de los presentes no entendía el catalán.

Yo no entendía muy bien el catalán, porque la lengua con la que yo estaba familiarizado era el valenciano coloquial, bastante diferente de aquel neocatalán jungiano que los nacionalistas estaban reinventando. Y, desde luego, me habría resultado mucho más cómodo oír la conferencia en español. No obstante, ante el silencio general de los presentes, no me atreví a hacer ninguna observación, y la charla comenzó en catalán. Si el tema hubiera sido interesante, posiblemente habría hecho un esfuerzo por seguir el hilo del orador, pero en seguida comprendí que aquello no me interesaba nada y, después de unos minutos de cortesía, abandoné el lugar.

Años después, cuando comprendí que Cataluña estaba embarcada en un proceso grave de autismo colectivo, me pregunté si debí haber levantado la mano aquel día para manifestar que yo no entendía el catalán. Pero eso es más fácil de pensar que de hacer. Porque cuando uno está recién llegado a un lugar y a su alrededor el mensaje implícito que percibe es 'tú no eres de aquí', levantar la mano para pedir que todos nos entendamos es enfrentarse a la sociedad.

Ése ha sido el mecanismo del que se han valido los nacionalistas para conseguir que la mitad de la población de Barcelona comulgue con las ruedas de molino del catalanismo stalinista. Los padres que provenían de otras regiones de España, que al igual que yo percibieron el mensaje, prefirieron no enfrentar a sus hijos a la ola totalitaria, y poco a poco la 'normalidad' se fue imponiendo.

Así cuenta Bertolt Brecht que sucedió con el nazismo. Sólo unos años después de su aparición como fenómeno de masas, millones de judíos eran hacinados en trenes de ganado y conducidos al mayor abismo de muerte y degradación que la especie humana recuerda. El nazismo no fue una llamarada, sino una lenta infiltración. Y el individuo haría bien en estar siempre atento a las señales de la masa. Porque las masas no razonan y, si uno no ha nacido para ser Viriato, lo menos doloroso, a la larga, es exiliarse.

Yo vivo en España porque hasta hace poco mi trabajo me obligaba a vivir en Europa, y porque el Mediterráneo, machacado y arrasado hasta la agonía con insensibilidad de hordas bárbaras, sigue ejerciendo sobre mí la fascinación de la Odisea, pero España es un lugar espantoso para vivir. España es un lugar ruidoso, provinciano e irracional estructurado en tribus. Yo detesto el ruido y el football, amo la ciencia, y me siento ciudadano del mundo. ¿Qué pinto yo aquí?

Como esta pregunta de momento no tiene respuesta, me limitaré a reproducir a continuación el texto que dediqué a Vicente en mi época surrealista, cuyo título encabeza esta anotación:

El hombre del violín tostado

Siempre lo encontraréis barajando los días en su sopera de color caoba. Apenas hará falta preguntarle el color de los ríos. Os mirará un insante cejijunto, y luego de sopetón os herirá con sus dardos emponzoñados de esmeralda.

El color de las grietas en su frente es siempre azul. Al abrir la tapadera que comunica con las montañas, un alud de burbujas, párpados, cerezas y bemoles podría sepultaros.

Pero no todo en él es caótico. Por ejemplo, el pulso de las iguanas que trepan hasta el azul tostado de sus ojos.

Por ejemplo, el descaro tímido que reúne canicas a la sombra del limonero verde.

Por ejemplo, el violín herrumbroso de la playa.

El secreto de su cinco de oros está en las muelas del mar. Mar salino, mar claro, que todo lo tritura bajo el sol de los ojos de fuego.

Aunque él no sea rubio, sino ceñudo, poderoso como brazo de calamar, sereno como el silbido de las caracolas. Él se limita a pasear los atardeceres tibios, la agonía de las violetas, el rumor de los vasos de vino.

Curtiendo sabio las palabras color de boina, encendiendo unas monedas en el fuerte amarillo de la siesta, apagando una canción en la melancolía de la madera.

Encendiendo otra música entre los dientes de la naranja.

Apagando el sonido rural de las gaviotas.

Es el hombre que camina con su violín tostado de café con leche. El que hiere al sol con sólo colgarse de la luna, ignorando el sabor lejano de las resacas pero ávido de las cabelleras de fuego y de las cabalgadas de piel negra reluciendo en la noche.

Es su corcel el farolero de los ríos ciegos. Si necesitas aprisa una rosa enfurecida, haz un rápido molinete con tu sota de vientos bajo su sombrilla multicolor.

Febrero, 1975
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