sábado, 31 de enero de 2009

El pueblo

Cuando despertó, los dos vagabundos ya no estaban. En el cielo, las nubes eran todavía turbias y amenazadoras, pero no llovía. Se incorporó, se sacudió la tierra de los pantalones y, pausadamente, echó a andar hacia el pueblo.

Mientras caminaba, los recuerdos acudían a su memoria, agolpados y confusos. Parecía como si la riada los hubiera arrastrado también a ellos, emborronando las fronteras entre los más antiguos y los más recientes. En medio de aquel maremágnum, el Manolito Zanzón de su infancia y el Zanzón ministro, los huéspedes de la pensión y los conspiradores masónicos, la prostituta de los kimonos y la valerosa Remedios Raposo, todos navegaban ahora en una misma barca, protagonistas por igual de un único aquelarre lejano en el tiempo en el que era imposible discernir años, días o minutos.

Las primeras calles del pueblo estaban desiertas. Continuó caminando hacia la iglesia, cuya torre veía asomar por encima de los tejados. Desde las ventanas, ninguna mirada parecía vigilar sus movimientos. La calzada, de tierra, estaba todavía salpicada de charcos, pero entre sus dientes la sensación era de polvo. Polvo, o arena de desierto. Entrecerró los ojos. Nunca había estado en un pueblo fantasma.

En la plaza principal sólo había un carro abandonado. Silbaba el viento. En la oscuridad de un zaguán le pareció ver por un instante, fulgurando, los ojos de un gato. Se detuvo en mitad de la plaza y miró a su alrededor. En aquel lugar del espacio y del tiempo, sin seres humanos ni referencias, todas las direcciones le parecían iguales. Se sentía como una veleta empujada a capricho por el viento. ¿A dónde ir? Entonces reparó en un detalle: la puerta de la iglesia estaba abierta. Y echó a andar.

Allí dentro la única luz que había, débil y cenizosa, descendía de los vitrales. Avanzó casi a ciegas hasta llegar a la última fila de bancos, y se sentó. Sus ojos tardaron un rato en acostumbrase a la penumbra. Distinguió primero el rectángulo del altar recortándose en las sombras, y después, colgando a ambos lados, cuatro faroles apagados, como botafumeiros, que descendían del techo. Las paredes estaban desnudas. Al fondo, en uno de los ángulos, distinguió borrosamente el bulto de un confesionario y, tras él, una escalera de caracol que ascendía hasta una puerta de madera, cerrada. Se levantó.

La escalera no era más ancha que el cuerpo de una persona. Mientras subía por ella, allá afuera el sonido del viento se hacía más agudo, casi como el de un gato enfurecido. ¿Cómo se llamaba aquel pueblo?

Hizo girar el picaporte, y la puerta se abrió a un corredor oscuro que discurría paralelamente al muro lateral de la nave. Avanzó tanteando las paredes. Su brazo tropezó con un perchero del que colgaba una sotana. Se apartó. El frío de las baldosas atravesaba las suelas de sus zapatos. Unos veinte pasós más adelante, se detuvo. El pasillo doblaba a la izquierda. El ruido del viento había desaparecido. De pronto, se topó con otra puerta. Giró el picaporte y, al empujar la hoja de madera, la luz de la nave principal iluminó una pequeña habitación que daba directamente sobre el altar. Ante él, tal como había supuesto, reconoció inmediatamente el marfil amarillento de las teclas del órgano.

Sus dedos se posaron sobre ellas. Todavía no había aprendido a tocar. Cerró los párpados, y sintió dos lágrimas calientes deslizarse sobre sus mejillas. Aquella encrucijada, pensó, era exactamente su vida: un itinerario sin rumbo, un órgano sin voz en un pueblo deshabitado. Algo tenía que estar fallando.

Años atrás, aquel Manolo aún adolescente había abandonado a su familia en busca de nuevos horizontes. Desde entonces, todos los caminos que emprendía habían terminado desviándose. ¿Qué era lo que había hecho mal? Tal vez no había entrado a Madrid por el lugar adecuado.

Tendría que intentarlo de nuevo.

Pero, ¿por dónde?

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