sábado, 22 de diciembre de 2007

Gould

Siempre me ha horrorizado la ópera. En mis oídos, la letra de los libretos interfiere groseramente con la música, y la impresión general que me produce la contemplación de una ópera es la de un espectáculo acartonado donde todo es falso.

Durante algún tiempo acogí con entusiasmo aquellos relatos de mayo del 68 en que grupos de estudiantes abucheaban ferozmente a los burgueses a la entrada de la Ópera. Y quizá, cediendo a la tentación simplificadora de la primera juventud, aquellos relatos me sirvieron también para construir mi propia mitología de izquierdas (porque el izquierdismo, en realidad, no es una ideología, sino una mitología). Con los años, sin embargo, aquellos estudiantes vociferantes terminaron ganándose bien la vida y acudiendo a aquella misma Ópera, elegantemente vestidos, a perpetuar las tradiciones de sus mayores. Nada nuevo bajo el sol.

Pese a todo, he intentado una y otra vez acercarme a su música. Y, una y otra vez, me he estrellado contra esa desagradable sensación de estar escuchando, o contemplando, un buñuelo de viento dramático, tan impostado como un culebrón. Una tarde, mi ex-amigo Vicente me dio a escuchar una grabación de cierta aria operística interpretada por una joven cantante. La música me seguía produciendo esa sensación incómoda de prenda de vestir que no le cae a uno bien, pero la voz de la cantante me emocionó. Y se lo dije. Para mi sorpresa, él me contestó "A mí lo que me interesa no son los intérpretes: es la música".

Le di muchas vueltas a aquella respuesta, porque Vicente era una persona cuya sensibilidad musical siempre admiré. Pero, a fuer de sincero conmigo mismo, la conclusión a la que llegaba era siempre la misma: a mí me interesan tanto los intérpretes como la música. Es más: para mí son inseparables. He escuchado versiones abominables de los Conciertos de Brandemburgo, y versiones sublimes de Shostakóvich (por ejemplo, la que estoy escuchando mientras escribo esto), y mi cantata de Bach favorita, Ich habe genug, nunca me ha vuelto a emocionar tanto como cuando escuchaba aquel disco de vinilo que hace años, en una de mis múltiples mudanzas, perdí para siempre.

Por eso me fascinan las grabaciones de Glenn Gould. Especialmente, las filmadas. Yo entiendo la música de Bach como la maquinaria de un reloj perfecto, tanto en su cadencia como en el juego de sus engranajes, y Gould la interpreta de una manera que se me antoja vagamente sufí, inaprehensible, nunca del todo romántica ni mística. Sin embargo, verlo inclinado sobre el piano vestido con una gabardina, en aquella silla dos palmos demasiado baja y levantando a ratos su mano izquierda para dirigir una orquesta inexistente es, lo confieso, un espectáculo apasionante.

Porque él disfruta con lo que hace, y sólo eso es ya, para mí, estimulante. En Barcelona abucheé una vez a Christian Zacarias, a quien sólo Friedrich Gulda supera como intérprete de Mozart, por tocar un concierto para piano con técnica perfecta y sensibilidad cero. Su mente aquella noche, sin duda, estaba en otro lugar. Él ya sabía que el público español come gato por liebre cuando se lo sirven sin huesos, y las tournées de un pianista son inacabablemente largas. ¿Para qué esforzarse más de la cuenta en las plazas de segunda?

Cuentan que, de niño, Glenn Gould hacía sonar las teclas del piano de una en una y dejaba las notas reverberar largo rato hasta que se extinguían. Años después, quizá en consonancia con ese mismo sentido del tiempo, Gould dijo de Mozart que aquel compositor no había fallecido demasiado pronto, sino... demasiado tarde. A diferencia de los otros grandes virtuosos, Gould no necesitaba practicar muchas horas diarias. Por lo visto, practicaba mentalmente, y con eso casi le bastaba. Detestaba los aplausos, y no siempre era fácil interpretar algo a medias con él. Además, para desesperación de los ingenieros de sonido, tenía la costumbre de tararear en voz baja las melodías mientras las interpretaba.

Aquel hombre estaba un poco loco, pero... qué necesarias son en el mundo muchas locuras como la suya: inofensivas, apasionadas, excéntricas, irreductibles. Cierto día, en un banco de una calle de California, un policía arrestó a Glenn Gould confundiéndolo con un vagabundo. Años después, la música de aquel 'vagabundo' navega todavía por el espacio estelar enlatada en un disco que la NASA embarcó, tiempo atrás, en la nave espacial Voyager. Probablemente, por los siglos de los siglos.

Así sea.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Bueno, soy Francisco (Paulauster). Me ha gustado el Blog en general y también la "radiación" Sirenas. Respecto a Gould he pensado enseguida en El Perseguidor de J. Cortazar, la idea un tanto mítica del genio y la versión caricaturizada del artista como tocado por los dioses. Coincido contigo en la grandeza de "La Regenta". ¿No es el arte una caricatura de la realidad? Deformando, expandiendo y redondeando nos escanciamos sin saberlo a nosostros mismos...

 
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