jueves, 23 de abril de 2015

Músicas en Veracruz

Ocres y café

Dejamos atrás Xico y ponemos rumbo a Coatepec. Por el camino, nos detenemos en un barecito con una pequeña veranda elevada ocupada por tres o cuatro mesas sin clientes. La temperatura es primaveral, y lo que en el paisaje era una presencia invisible se materializa ahora, en el interior del bar, en un mostrador con generosas variedades de café. Veracruz es una región de cafetales, pero lo que yo ansío explorar son los cultivos de vainilla. "Eso es al norte, en Papantla", me informa el vendedor. Pero está demasiado apartado de nuestro camino, y me tengo que conformar con comprar un paquete de café de Veracruz, que en la taza es sobrio, aunque denso y perfumado. El sabor del café de Veracruz recuerda los ocres de muchas fachadas mexicanas, de colores a menudo atrevidos pero nunca crudos ni chillones.

Hay una bella armonía en la policromía de las calles de este país, pese a que cada uno pinta su casa como le place, sin atender a modas. Ese individualismo se percibe también en la infinita diversidad de las tiendas, taquerías y talleres que ribetean las aceras de casi todas las calles. En muchos aspectos, México es el paraíso del anarquista. En otros aspectos no, claro, pero esa satisfacción de ser quien uno es, sin preocuparse por lo que piensen sus semejantes, es un ingrediente exótico en el mundo hispano, por lo general tan refractario a las maneras anglosajonas.

Ni que decir tiene que las relaciones humanas en México son también muchísimo más corteses que en la brutal y grosera España, donde hasta la operadora telefónica que te llama para venderte el último crecepelo te trata como si se hubiera acostado contigo la noche anterior (aunque se ofenderá muchísimo si se lo haces notar). En cuanto a las palabrotas... pues no más hay que saber usarlas, güey.

Pirotecnia a cámara lenta

El centro de Coatepec es una explosión de colores. Todos los ángulos, todos los rincones y terrazas y paseantes y vendedores ambulantes son escenas que uno desearía retener para siempre en la memoria. Globos, flores, vestidos regionales bordados a mano, caramelos, carretas de mangos y mameyes, chapulines fritos, especias, manzanas caramelizadas, pulseras, juguetes, agua de coco, terrazas y pozolerías y taquerías y pulquerías... Aprieto en todas direcciones el disparador de mi cámara fotográfica, más que por atesorar estos recuerdos por exprimir hasta la última gota del presente. Este domingo, Coatepec está lleno de forasteros que han venido, seguramente de Jalapa o de Veracruz, a pasar aquí el día.

De regreso a la capital, descubrimos en una primera planta, sobre la calle principal, un restaurante para mí perfecto: la Fonda de Jalapa. Es una fonda sencilla y auténtica, de ambiente familiar, con mesas y sillas rústicas, y decorada con hermosa artesanía jalapeña. Mientras saboreo una enchilada verde en uno de sus balcones, el aire, hasta ahora tibio, se enfría rápidamente: está anocheciendo. "Si no te gusta el clima de Jalapa, no más espérate dos minutos..."

Calor y ceviche en Boca del Río

A la mañana siguiente partimos para Veracruz. A medida que nos acercamos al nivel del mar, la temperatura aumenta hasta cobrar intensidad caribeña. Y la luz del sol, también. Hay que aligerarse de ropa y poner en marcha el aire acondicionado. Mientras contemplo discurrir la llanura inundada de luz se apodera de mí una lenta impaciencia. En este viaje, Veracruz es mi Ítaca, una Ítaca que ningún Homero ciego acertaría a describir. Estamos ya muy cerca, y todos tenemos hambre. Pero valdrá la pena esperar hasta llegar al hotel, que está en Boca del Río, donde mis amigos conocen un restaurantito encantador, junto al mar, que ya frecuentaba Chucho Navarro en tiempos inmemoriales.

En Boca del Río hace calor. Se agradece la brisa del mar y la cerveza fresca, y en el restaurante nos sirven un pescado frito, recién pescado, que nos comemos con deleite. Durante el primer cuarto de hora, todos los vendedores ambulantes se acercan a nuestra mesa con los productos más variopintos. Los pasteles que nos muestra uno de ellos están diciendo comedme, pero nosotros todavía no hemos llegado al postre. También él tendrá que esperar.

A las cuatro de la tarde Boca del Río es una sartén, pero el calor no nos arredra, y nos apartamos de los soportales para aventurarnos a pasear por la explanada, junto al mar. No somos los únicos. Ha querido la casualidad que esa tarde los Voladores de Papantla estén a punto de escenificar ante nosotros el espectáculo que les da ese nombre. Encaramándose por un poste de unos treinta metros, cuatro indios ataviados ceremonialmente se disponen a volar en círculos hasta regresar al suelo. Aguardamos hasta el aterrizaje, y después reemprendemos camino hacia el mayor de todos los espectáculos: el puerto de Veracruz. Al atardecer.

Un tren al arco iris

Todavía hace calor, de modo que nos aposentamos un buen rato en La Parroquia, la cafetería legendaria del puerto, donde es casi obligado tomarse un "lechero" (café con leche) con churros o pasteles y disfrutar del ambiente, familiar y distendido. Cuando el sol empieza a ocultarse tras los edificios, salimos a la calle y respiramos el aire húmedo que nos regala el atardecer. A lo largo del muelle hay largas hileras de puestecitos ambulantes abarrotadas de paseantes. Mientras aquí y allá unos y otros cantan sus mercancías, de cuando en cuando alguna india extiende frente a nosotros hermosos vestidos tradicionales bordados a mano.

Junto al mercado hay estacionados dos o tres trenecitos talabarteados de bombillas de colores, con un letrero luminoso en su centro que reza "Veracruz". El puerto ahora, invadido por multitudes y cuajado de luces, semeja una miniatura de Las Vegas. Por fin, doblamos a la izquierda y nos internamos en el verdadero corazón de Veracruz: la plaza de la Catedral.

En lo alto de la Catedral están sonando las campanas, que se funden armoniosamente con los ecos de los acordes allá abajo, en la plaza. Bandas de música, acordeonistas, grupos vocales, espontáneos tocando maracas, trompetas o marimbas llenan con sus melodías todos los espacios de la amplia plaza, donde los niños juegan, los adultos compran globos o disfrutan el aire tibio de la noche nueva y, bajo los soportales, una pareja se ha puesto espontáneamente a bailar, muy apretados, al ritmo del son de una orquestilla cercana. Si esto no es la felicidad, ¿qué es lo que le falta?

Bañarse vestido

Sólo un día ha durado nuestra estancia en el puerto de Veracruz. No había tiempo para más, y a la mañana siguiente tenemos que regresar al DF, aunque en el último momento decidimos desviarnos de la autopista para visitar el balneario de El Carrizal. En el fondo de un valle frondoso, a varios kilómetros de un pueblo que parece salido de una película del Far West, encontramos por fin el balneario, donde mis amigos, siempre tan extravagantes, se proponen darse un baño de aguas sulfurosas. Personalmente, no tengo el menor interés por las aguas sulfurosas, por lo que decido aguardar a que cumplan su ritual comiéndome unos chilaquiles con cerveza Indio en el único restaurante del lugar, aspirando entre tanto el fétido olor a huevos podridos y soportando, a pocos metros, los ladridos neuróticos de un perro igualmente neurótico.

Tanto en la piscina sulfurosa como en la normal, observo que la gente se baña vestida. Nadie sabe explicarme por qué. Al otro lado del restaurante, el resto del balneario es un inmenso merendero en cuyas mesas extienden las familias sus propios manjares, que han traído en tarteras, bolsas y neveritas de mano. Apenas termino de comer, me alejo de las emanaciones sulfurosas y me tiendo sobre un montículo de hierba fresca, junto a la entrada del balneario, a donde al poco rato llegan mis sulfurados amigos.

Camiones y bocadillos de jamón

La última parte del viaje se nos hace muy pesada. Tenemos el sol de cara, y en la autopista el tráfico empieza a ser denso. Más por hacer un alto que por matar el hambre, nos desviamos unos kilómetros y nos detenemos en un lugar llamado Perote, al que mis amigos se refieren como el pueblo "español". Por alguna razón misteriosa, la calle principal de Perote, recorrida por una caravana incesante de camiones gigantescos y rugientes, está salpicada de restaurantes con comida española. En uno de ellos, decorado con vetustas fotografías de toreros y una de Covadonga en blanco y negro, compramos unos bocadillos de jamón y queso manchego y nos disponemos a seguir camino.

Nunca antes había comido un bocadillo de jamón con cebolla (y nunca lo volveré a comer), pero eso es lo de menos. Hemos estirado las piernas, y entre tanto, allá lejos, el sol se ha ocultado por fin tras las imponentes cumbres de la Sierra Madre. Pero al entrar en el DF el tráfico se convierte en un espeso atasco, y cuando por fin se diluye por las arterias de la inmensa ciudad descubrimos que hemos tomado una dirección equivocada. Estamos perdidos. Ciudad de México. Noche cerrada. Veintidós millones de habitantes. Kilómetros de calles tenebrosas y desiertas. Territorio desconocido.

Tarde o temprano encontraremos nuestro camino, pero yo no puedo evitar pensar que, si nos quedamos sin gasolina en uno de estos barrios, más nos valdrá tener a mano un manual de supervivencia. Por fortuna, la gasolina no se nos acaba, y nuestra conductora encuentra finalmente una dirección conocida.

A las once de la noche, agotados, llegamos por fin a casa.

Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 3.0 Unported License.

No hay comentarios:

 
Turbo Tagger