lunes, 19 de diciembre de 2011

Amsterdam, one way

(Comienzo)

El empleado del mostrador me expide el billete. Estación central, ida sólo. Lo recojo y, empujando mi maleta, me abro paso entre la multitud del aeropuerto hasta llegar al andén. El tren a la estación central está ya allí detenido, con las puertas abiertas, a punto de salir. Entro apurado con mi maleta, casi a trompicones, en el momento justo para oír las puertas cerrarse detrás de mí. El tren arranca. Un par de minutos después mi vagón ha dejado atrás el túnel del aeropuerto, y yo he conseguido por fin sentarme junto a una ventanilla, respirar fuerte, mirar el paisaje y tratar de pensar, todavía un poco adormilado.

Son las 9 y media de la mañana. Atrás quedan ya un amanecer a 30.000 pies de altura, un madrugón en un hotel de aeropuerto y una noche de imprevistos en Barcelona. Si hay una ciudad hostil en el mundo –excluyendo, posiblemente, Bulgaria, capital Sofia-, Barcelona se esfuerza con admirable perseverancia por no perder el título. Es curioso, o quizá revelador, cómo una ciudad tan obsesionada con el diseño de vanguardia puede ser tan autista en las relaciones humanas. Pero atrás han quedado ya el retraso desesperante del avión, el retraso desesperante de la cinta transportadora de equipajes, la noticia de que mi siguiente avión despegará sin mí, media hora de gélida espera de un shuttle que no llega, la noticia telefónica de que el conductor “se ha ido a cenar”, un indignado cambio de planes que me conduce a un hotel imprevisto, escogido al azar, bellamente decorado, y amueblado con música chill out a volumen de discoteca, una habitación a temperatura cuasi-polar, un taxi que nunca llega en medio de una noche de lobos, una cena de amigos entrañable en Barcelona y, por último, unas pocas horas de sueño en una cama confortable antes de emprender el vuelo otra vez a las siete de la mañana y ver amanecer sobre Francia, a 30.000 pies de altura, adormilado todavía. Igual de adormilado que ahora, cuando el avión está aterrizando ya en el aeropuerto de Amsterdam.

El taxi, conducido por un personaje hierático con barba de integrista musulmán, se detiene frente al hotel. Ni él ni yo parecemos tener ganas de intercambiar palabras. Me apeo en silencio, recojo mi maleta y me encamino a la recepción. La recepción del hotel es acogedora, pero los pasillos interiores y los apliques de las paredes son una sinfornía de ángulos rectos. Calvinismo at its best.

Habitación 621. Apenas tengo tiempo de entrar, abrir la maleta, recoger una bufanda y salir pitando hacia la Universidad. Tengo una cita a las 13.00, una hora antes de que comience el taller sobre “Inquisitiveness”. Ni siquiera me he molestado en averiguar qué diantres significa ese título. El taller que a mí me interesa es sobre lenguajes de signos, que será el miércoles. En el mostrador de inscripciones me entregan unas hojas informativas, un distintivo con mi nombre, un mapa y unos vales para el comedor universitario. Es mediodía, y el profesor Reinhard todavía no ha llegado.

Mientras organizo todos los papelotes que me acaban de dar me siento a esperar en un pasillo luminoso, rodeado de estudiantes que charlan animadamente. Algunos me miran con disimulo. Todas las universidades tienen algo de intemporal, con sus tablones de anuncios, su olor inconfundible, sus carpetas de apuntes y su porcentaje de estudiantes desaliñados, con déficit de peluquería o de maquinilla de afeitar. En el interior de un aula se oye una salva de aplausos. A los pocos minutos, otra. Las ponencias están terminando. Por fin, los asistentes salen, casi atropellándose unos a otros.

Localizo a Reinhard entre la multitud. Nos saludamos, y me dejo conducir hasta el aula 0.14, que ha quedado vacía. Una vez sentados, el profesor deposita mi artículo sobre un pupitre blanco y me pregunta si soy físico. Él ya sabe que sí, pero lo que más parece interesarle es mi especialidad. Le digo la verdad: física teórica. Pero no se conforma. ¿Física cuántica? ¿Relatividad? Para no perderme en explicaciones, le respondo que física cuántica. Parece levemente decepcionado. Él también es físico, pero su especialidad es la relatividad. Intuyo que he tenido suerte. Sólo tenemos una hora, y la cita no era para hablar de física, sino de lingüística. No perderemos tiempo yéndonos por las ramas.

El profesor Reinhard es rubio, casi pelirrojo. Tiene ojos azules y facciones expresivas. Es veterano ya, quizá a punto de jubilarse. Yo estaba preparado para un interlocutor distinto, alguien vagamente arrogante o amablemente remoto, pero él se muestra amistoso, quizá por la complicidad de ser él y yo físicos. Como buen alemán, después de unos breves circunloquios va al grano. Trae hechas algunas anotaciones manuscritas en los márgenes de mi texto. Las miro con avidez mientras escucho atentamente sus observaciones, en un inglés pastoso que, si fuera comida, se me ocurre pensar, sería porridge.

Conversamos durante casi una hora, hasta que empiezan a llegar los primeros asistentes. O quizá debería decir los primeros feligreses. Mientras respondo a sus preguntas, trato de retener todos los detalles de la conversación, para analizarla después en frío y sacar conclusiones. Sé que deberé explicarme con la mayor nitidez posible y contra reloj, para no dejarnos nada en el tintero. Por fin, después de tres cuartos de hora que se me hacen cortísimos, tengo la impresión de que hemos llegado a un punto muerto. Ninguno de los dos parece tener más que decir. Le doy sinceramente las gracias, y me despido. En el aula, la primera ponencia está a punto de empezar.

Un rato después, en el comedor universitario, ante un sandwich crujiente y un zumo de naranja, medito sobre la conversación. La conclusión que se va abriendo paso en mis entendederas es cada vez más clara: este hombre no se ha enterado de nada. A pesar de sus anotaciones manuscritas, es evidente que se ha limitado a una lectura superficial. Me habla de desambiguación léxica cuando yo he definido la desambiguación en abstracto, como elemento básico del proceso de información. Me habla del concepto de ‘focus’ en un sentido que yo no le he dado, y que he dedicado una sección entera a explicar. Me remite a Montague, cuando es evidente que mi argumentación no encaja en la semántica formal. Me habla de información en sentido cuantitativo, cuando yo he dejado claro desde las primeras líneas que mi planteamiento es cualitativo. Y por último me sorprende, ya casi al final, dándome a entender que no ha comprendido ni siquiera la definición de categoría, que es el punto de partida para la construcción del modelo.

Empezaba a estar claro que Reinhard trataba todo el tiempo de llevar el agua a su molino, negándose a aceptar la idea de que aquel texto podía no tener nada que ver con ninguna de las teorías que él conocía. Entiendo que pueda dar mucha pereza leerse 45 páginas de alguien que no es alumno tuyo, sobre todo cuando las ideas que ese alguien está proponiendo son inclasificables. Es más, ya me lo esperaba, y lo disculpo incluso. Como él mismo dijo, hay unas reglas de juego, y el que se las salta, simplemente, no juega. Uno podría esperar miras más elevadas de un científico, pero ciertamente no de un funcionario.

Creo que ahora puedo imaginarme cómo era el mundo antes de Copérnico. Una selva laberíntica de disquisiciones vacías, contaminadas de prejuicios religiosos (o de paradigmas científicos). Algunas cosas han cambiado desde entonces, de lo cual me alegro no poco, ya que si todo esto hubiera sucedido en el siglo XVI yo podría haber terminado en una hoguera. La lingüística de hoy, en cambio, es politeísta, y no rinde ya pleitesía a las Tablas de la Ley, sino a un sanedrín de sacerdotes, llámense Chomsky, Montague, Jackendoff, Langacker, Talmy, Lackoff o Pustejovsky.

Después de medio siglo de funcionariado, lo más lejos a que ha llegado la lingüística es el cochambroso traductor de Google, y ello no gracias a, sino más bien a pesar del deslumbrante repertorio de intelectuales de nómina, vacaciones remuneradas y pagas extraordinarias a cuenta de la munífica ubre estatal. Todo esto me sabe tanto a Liqueur Politburó... Final de época: Amsterdam, one way.



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martes, 25 de octubre de 2011

Democracia peliculera

Democracia. También en ese país en el que los ciudadanos no votan programas políticos.

Votan películas.

Pero a quienes realmente eligen es a los actores.

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Cigarras, hormigas

Con tanta diversión a crédito, habíamos llegado a olvidar la vieja fábula de la cigarra y la hormiga. Es cierto: qué anticuada y ridícula había llegado a parecer.

Hasta que alguien se dio cuenta de que el verano se había terminado.

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Memoria histórica

Es curioso. Memoria histórica para los caídos de un bando de una guerra civil, pero no para las víctimas de una banda armada.

Similitudes:

El bando rememorado y la banda armada son ambos de izquierdas. Qué casualidad.

Diferencias:

1 - La amnistía de la Transición se otorgó para pasar de la dictadura a la democracia. La amnistía de la banda armada se otorgará para pasar de la democracia a la dictadura.

2 - La guerra civil había terminado 38 años antes de 1977. El último asesinato de la banda armada data del año pasado.

3 - La amnistía de la Transición pasó definitivamente la página de la Guerra Civil. La amnistía de la banda armada abrirá, tarde o temprano, una nueva página de guerra civil.


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martes, 18 de octubre de 2011

Recetas para el triunfo

La banda armada ETA, como Göbbels en su tiempo, ha ganado la batalla de la información. Y, con ello, se ha abierto las puertas del triunfo (de momento). Las ratas, para sobrevivir, tienen que despabilarse más que sus alimentadores y, en parte por eso y en parte por una de esas carambolas de la Historia, la ETA se adelantó sin querer, ya en el siglo XX, a un futuro en el que la información es la clave del Poder.

¿Una banda armada que se sale con la suya? ¿En Europa? ¿En el siglo XXI? Hace sólo 20 años pocos lo habrían creído excepto, quizá, los iluminados residuales de la caída del último gran totalitarismo.

No sé si incluir a François Mitterrand en ese grupo espectral, pero lo cierto es que el ojo políticamente tuerto del (inevitablemente) gaullista Presidente francés puso, sin que a éste le temblara el pulso, muchos granitos de arena en la clepsidra de la banda armada. Tiempo ganado para la Historia: los propios etarras no lo sabían, pero tenían que resistir hasta el siglo siguiente.

Que es éste. Y a este siglo llegaban con ventaja. Mientras la Baader-Meinhof y las Brigadas Rojas se rendían a la fuerza del Estado, los de la chapela resisitían en sus escondrijos de la Aquitania, y aprovechaban el respiro para ir saliendo en los periódicos de cuando en cuando con unas cuantas bombas y disparos varios. Nos íbamos familiarizando con ellos. Malo. Y, como en la alegoría de Orwell, insensiblemente asimilábamos su lenguaje. Euskadi, izquierda abertzale, ikastola, Donosti, el Estado español, movimiento de liberación, cale borroka y, ya en la etapa del asalto final, el conflicto y... la Paz. The End. Guión perfecto.

Es cierto que Felipe González no ayudó. El misterioso suicidio de Ulrike Meinhof y varios correligionarios se hundió rápidamente en ese limbo en el que reposa todavía Kennedy, pero los GAL eran unos personajes de historieta cómica que regalaron a la banda armada la condición de víctimas. Víctimas de un Estado de risa, cierto, pero, ojo, de nadie más. Claro que, a quién le importa la risa del Estado cuando considera que todos los ciudadanos somos representantes de él, y no al revés.

El regalo estaba envenenado, y su precio fue la caída de Felipe. Casi al mismo tiempo que moría François. (Perdóname la familiaridad, François, pero es por equiparar). Las cosas se pusieron feas, pero entre tanto habían sucedido muchas otras cosas. Las guerras no eran ya de verdad, porque ahora se libraban en los videojuegos. La juventud se despolitizaba y se iba haciendo a la idea de que el mapa del mundo se termina en el límite provincial. Habían dejado de leer, sólo usaban ropa de marca y empezaban a acariciar la idea de ponerse un pendiente en el ombligo. Para mirárselo más a menudo, quizá.

Las cosas se iban poniendo feas, pero las condiciones objetivas no engañan. Ya lo dijo Julio César: divide, y vencerás. Además, doscientas mil personas se habían quitado la chapela y se habían largado. Y, para colmo de condiciones objetivas, un día de repente los pisos ya no valían lo que todos creían que valían. Era el momento. La luna se había puesto en cuarto creciente, y a aquella mortecina luz nadie discernia ya el bulto de las chapelas.

El Estado de risa de Felipe era ahora un Estado de morirse de risa, con payasos repartidos por todos los telediarios. En tales condiciones, casi no había más remedio que subirse a la carroza de la Alianza de Civilizaciones. Era tan divertido tirarle tartas a la cara a Zapatero. No sólo se dejaba sino que, además, sonreía. Como en el circo de verdad.

Sólo que en ese circo los etarras no son los payasos, sino los leones. En cuanto terminen de hacer las paces, esos señores de las chapelas (vosotros, no; esos otros que van a misa) les terminarán de abrir la puerta de la jaula. Ellos no ven leones, sino hijos descarriados, y por eso durante cuarenta años les han estado echando comida por entre los barrotes, a hurtadillas. Al fin y al cabo, ningún león se come al domador que lo alimenta.

Al menos eso dice la teoría. Con una sola excepción: cuando los domadores son también payasos.

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domingo, 16 de octubre de 2011

Las Vegas

Curioseando entre recuerdos, he encontrado un texto que escribí hace once años en Las Vegas. No recuerdo dónde lo escribí exactamente, ya que en aquel viaje no llevaba mi ordenador. En realidad, mi intención era comprarme allí uno nuevo, pero mi tarjeta de crédito europea no debía de ser muy compatible, porque al ir a cobrármelo el vendedor algo falló, y me quedé completamente sin crédito (y sin ordenador). Recién llegado a Las Vegas.

El texto es una impresión rápida de la miríada de sensaciones que me asaltaron en aquella ciudad. No estoy seguro de que la segunda parte sea un poema. Tal vez era sólo un boceto taquigráfico. Le he puesto los acentos, y he cambiado la nh por la ñ pero, aparte de eso y de algún  mínimo retoque, lo he dejado como está. Testimonio y crónica. En bruto.

Aquí va:

"Las Vegas: indescriptible. Todo se mueve, todo cambia. Neones, shows de luces y de música en bóvedas luminosas, primero desde la cúpula de vidrio del restaurante del Plaza, luego bajo el lucernario, rodeado  de gordos y gordas, gente posando abrazados a una serpiente, caricaturistas dibujando, esos grupos de música de aspecto patético pero inefable. Un chino con un rockero, viejísimos los dos, cantando country, otros cantando blues, rock and roll, un tipo de unos 40 y tantos, flaco y huesudo, con larga perilla, levita de saloon, Stetson negro en la cabeza y pañuelo negro al cuello, con otro totalmente calvo, vestido con un chaleco de lentejuelas, cantando La Bamba. Sosias de Elvis paseando por entre la multitud. Camisas floreadas, blancos, negros, asiáticos, mexicanos, hawaiianos, gordos que desbordan de los asientos de las máquinas tragaperras, camareras vestidas de cabareteras o de mexicanas, alla en lo alto, en la boveda, cantan Sammy Davis, Frank Sinatra, Elvis, y todo se mueve, se mueve, se mueve.

un restaurante precioso
con sabor de los 40-50
en las paredes caricaturas elegantes de famosos
que posiblemente habían pasado por alli
sobre todo actores de cine
un pianista gordísimo
que se parecía al de To have and have not, con 30 años más encima
que tocaba temas de jazz
y que había estado en la cárcel
y nos contó su vida
y las mesas
bajo una cúpula de vidrio majestuosa
que daba a la calle
the Strip
la avenida principal de los casinos
kilómetros de casinos
desde la cúpula veías
mientras cenabas
la encrucijada de la calle
de izquierda a derecha una calle sembrada de casinos
y enfrente una calle longitudinal
inacabable
cubierta en los primeros 300 metros
por un techo abovedado luminoso
en el que proyectaban shows visuales
debajo una calle peatonal hirviendo de gente
y por todas partes luces
luces
luces
ninguna de ellas quieta
todo se movía
todo cambiaba
Parménides
después
bajamos a pasear bajo la bóveda
y a curiosear por los casinos
ahora estaba escribiendo mis impresiones

y las capillas
de matrimonio rápido por 25 dolares
inefables
un cartel leído en una de ellas
NEED TO MARRY?
CALL 734 567
24 HRS A DAY
adentro un minialtar, unas sillas, un piano
unas flores blancas
probablemente de plástico"


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miércoles, 28 de septiembre de 2011

Las tertulias


Dijo Gerald Brenan, creo que en sus memorias, que la decadencia de España comenzó con la invención de la mesa camilla. Basta con imaginarse, explicaba el hispanista, a las fuerzas vivas de la localidad -léase el alcalde, el boticario, el párroco, el cacique local y un florido ramillete de eruditos a la violeta- arremetiendo contra los ausentes y derrocando de palabra al Gobierno entre picatostes y copitas de anís, al amor del brasero, para hacerse una idea de la capacidad de regeneración de la madre patria desde tiempo inmemorial. ¿Recuerdan ustedes las intrigas de aquella ciudad imaginaria llamada Vetusta?

Han pasado ya varios siglos desde entonces, pero las tradiciones se resisten a morir. En España no hubo von Humboldts ni Voltaires (no digamos ya Galileos o Newtons), sino atrabiliaras legiones de teólogos, pícaros, cantamañanas y conspiradores de café, y las argumentaciones rara vez se han acercado siquiera a la categoría de debates. Se han quedado en... tertulias.

Pero hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad. En nuestros días, los progresos de la tecnología han librado a los tertulianos de chamuscarse las puntas de los zapatos y los han acogido, como madre amorosa, bajo los focos de algún estudio de radio o televisión, calentitos por fin sin tener que padecer el incordio de los sabañones y -lo mejor de todo- cobrando.

Las tertulias, como los toros o las romerías, son un espléndido espectáculo arqueológico que permite a los antropólogos estudiar el pasado a pie de obra, sin necesidad de estornudar en polvorientos archivos ni de leerse las obras completas de don Marcelino Menéndez y Pelayo. Los tertulianos de hoy, con sus corbatas y pañuelos de Armani, sus iPads recién estrenados y las llaves del 4x4 en el bolsillo, son en realidad ectoplasmas de los desharrapados de La fontana de oro, facsímiles costumbristas de los tapices de Goya y, aquí y allá, como esporádicas notas de color, reencarnaciones del predicador fray Gerundio de Campazas en perfecto estado de conservación. Directamente en su pantalla, gratis. Simplemente apretando un botón.

No me digan que no es fascinante. El otro día, zascandileando con el mando a distancia, me topé con una tertulia de teólogos y exorcistas. Sí, sí, han leído ustedes bien: exorcistas. Sacerdotes, para ser más exactos. Exorcistas oficiales de la Santa Madre Iglesia, que, créanlo o no, existen. Los tertulianos hablaban con toda naturalidad de Satanás, de sus pompas y sus obras, de posesiones y de ángeles, y discutían mesuradamente hasta qué punto, en su experiencia personal, los exabruptos y espumarajos de tal o cual solicitante eran materia de oración y agua bendita o meramente síntomas de carne de psiquiátrico. Escuché fascinado durante una hora hasta que, enfriado el entusiasmo inicial de haberme asomado gratis al tunel del tiempo, los párpados me empezaron a pesar más de la cuenta.

La característica principal de los tertulianos es que saben de todo. Con el mismo aplomo analizan los entresijos del sistema monetario internacional que rebaten las sentencias del Tribunal Supremo o cuestionan la etiología de la gripe A. En cualquier caso, la única finalidad de sus diatribas es poner verde a alguien, generalmente el Gobierno o la oposición, según la chaqueta política del orador. Para ello, se enzarzan en larguísimas disertaciones, se repiten, se interrumpen constantemente unos a otros, se levantan la voz, y hablan todo el tiempo de sí mismos. Los tertulianos son omniscientes, y jamás se equivocan. Como si tuvieran rayos X en los ojos, conocen los pensamientos y las intenciones de jueces y políticos, y están tan seguros de sus opiniones que cuando quieren decir falsedad dicen mentira. Por supuesto, nunca dudan.

Se comprende que se interrumpan unos a otros porque, una vez tomada la palabra, no la sueltan. Ocasión que aprovecha el moderador para, en lugar de hacer honor a su nombre, arrojarse de lleno a la refriega y disputar el monólogo a todos los demás. Muchos estamos ya acostumbrados a esos presentadores que formulan unas preguntas mucho más largas que las respuestas y que, antes de esperar a oír lo que responde el entrevistado, defienden vehementemente su opinión para que el otro, en lugar de contestar, le dé la razón (o le lleve la contraria, si es de la tribu adversaria).

Es una fauna variadísima. Los hay calvos e hiperactivos, pero también barbudos y sentenciosos. Algunos son engreídos; otros, simplemente vanidosos. Todos terminan escribiendo algún libro y remitiéndonos a él como autoridad bibliográfica de sí mismos. Si las tertulias fueran zoológicos (y no andan tan lejos), las cacatúas serían esos que se desgañitan con voz estridente -y que, curiosamente, suelen ser calvos-, quizá para compensar la falta de vistoso plumaje. Puede que las ballenas estén al borde de la extinción, pero en España la biodiversidad costumbrista no corre peligro.

Los tertulianos no se limitan a acarrear de tertulia en tertulia su repertorio de argumentos propios y -sobre todo- ajenos. Son también muy reacios a usar verbos o sustantivos mondos y lirondos, y siempre que encuentran ocasión los aderezan con una frase hecha. Por ejemplo, a los políticos mentirosos (si se me permite el epíteto) siempre los han pillado "con el carrito del helado". Las preguntas enigmáticas son invariablemente "la pregunta del millón", cuando alguien tiene que negar algo "niega la mayor", las comprobaciones más exigentes son "la prueba del algodón", y tantas otras sandeces por el estilo.

Por si todo eso fuera poco, son también ubicuos. A menudo me encuentro a algunos haciendo jornada intensiva, a las 10 en la televisión y a las 11 en la radio, o incluso simultáneamente (!) en dos canales distintos, explicando que tal o cual rumor se transmite "boca a boca", "volviendo" a repetir algo que nunca habían dicho antes, o resumiendo la gravedad de la situación económica en "... con la que está cayendo". No informan de mucho, por no decir de nada, y no aportan más ideas esclarecedoras que las que el espectador ya quería oír. Pero, en fin de cuentas, ¿a quién demonios le importa? Las tertulias aquí son un rito, como la misa de los domingos, el football o las gambas. Merkel y Sarkozy no se han enterado, porque no están para esas cosas y, sobre todo, porque es difícil imaginárselas, pero alguien debería advertirles. Sus consejos son inútiles. España es eterna.



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sábado, 17 de septiembre de 2011

Estilos

La afición a los libros, como el paladar, se sofistica con la práctica. Es como todo. Al principio, todos los chinos nos parecen iguales (como nosotros a ellos), pero después, con el trato, uno aprende a discernir matices, ademanes, manías, rasgos de carácter y, finalmente, hasta el pueblo de procedencia. Por supuesto, quien dice libros puede decir también cuadros, catedrales, representaciones teatrales o melodías. La otra cara de la moneda: no es posible volver atrás. Cuando uno ha llegado al punto de emocionarse con la Novena Sinfonía o con las arias de Ich habe genug, los éxitos de David Bisbal le parecerán indistinguibles de las obras de demolición de un edificio, taladradoras incluidas.

De niño, es cierto, lo único que uno quiere es averiguar qué les sucederá a Ben-Hur, a Mowgli, al Conde de Montecristo o a Ciro Smith. No se para en sutilezas. Yo leía todo lo que caía en mis manos, incluidos los prospectos de las cajas de aspirina, pero no distinguía entre las novelas de Somerset Maugham y las aventuras de kiosko de El Coyote. En el cine, e incluso ante una pantalla de televisión, uno generalmente no ve a un señor llamado Humphrey Bogart recitando un guión junto a un piano, rodeado de focos y de cámaras: uno ve al dueño del Rick's Café, desengañado de amores, rememorando melancólicamente París. Es la fórmula mágica del arte y, al mismo tiempo, lo que nos separa del Australopitecus y de los aficionados al football.

Hasta donde alcanza mi memoria, la primera redacción que hice, por encargo de algún maestro, versaba sobre la vida cotidiana. Me habían encargado resumir en una cuartilla las cosas que me habían sucedido durante el día. La verdad, no se me ocurría mucho que contar, de modo que, después de mucho tachar, añadir y reescribir, el relato final seguía siendo alarmantemente corto. El texto terminaba diciendo algo así como "...y ésta es la narración, meticulosamente explicada, de lo que me ha sucedido hoy".

-¿Meticulosamente? ¿No te parece que exageras un poco? -dijo mi madre.

Tenía razón, y yo lo sabía, pero buscaba en mi mente todo tipo de subterfugios para convencerme a mí mismo de que aquella palabra no sobraba. Lo que yo quería, naturalmente, era presumir de vocabulario. Y, de paso, estirar desesperadamente un poquito la extensión del texto. A la vista de aquellos dos propósitos, el escritor que había en mí acababa de nacer.

De la crónica cotidiana pasé en poco tiempo a la poesía, que inauguré con unas letrillas a mofa de un paleto imaginario, en rimas asonantes y plagadas de ripios. Después de eso, y durante bastantes años, no recuerdo haber escrito nada que me dejara huella. Antes de ser siquiera adolescente leí a autores tan dispares como Marcel Proust, André Maurois, Knut Hamsun, Stephan Zweig, Oscar Wilde e incluso Homero. Sin enterarme de mucho. Leí todo lo que encontré en la biblioteca de mi padre, incluida la enciclopedia Espasa, más los libros de aventuras que me regalaban en vacaciones y para mi cumpleaños. Fue un atracón frenético que nunca llegué a digerir. Pero, para mí en aquellos años, leer no era una opción. Era una adicción.

El primer salto cualitativo llegó cuando cayó en mis manos Campos de Castilla. La tersura de aquellos versos, su sencillez y, al mismo tiempo, su capacidad para emocionar me deslumbraron. Pero la pasión por Machado me duró poco, porque estaba a punto de suceder uno de los grandes acontecimientos de mi vida: el descubrimiento de la Antología del 27, de Gerardo Diego. En ella me encontré con el primer Rafael Alberti, con Federico García Lorca, Luis Salinas, Dámaso Alonso, el surrealista Juan Eduardo Cirlot, el propio Gerardo Diego y, sobre todo, el hijo primogénito de Góngora en la Tierra: Vicente Aleixandre.

Escribí kilómetros de poesía influido por esos autores, y más tarde por el romancero popular y por la generación de José Hierro, Celaya y Blas de Otero. La prosa no me interesaba. La poesía era un diamante denso y fulgurante en el que nada podía faltar ni sobrar, y de aquella compresión violenta del lenguaje nacían imágenes y evocaciones inalcanzables para un pobre, mortal escritor de novelas. A la cumbre de aquella ascensión llegué una noche, en mi habitación, leyendo un ensayo de García Lorca sobre la poesía de Góngora. Fue una revelación. Las Soledades, aquella larguísima trenza de latinajos anudados, era en realidad un viaje vertiginoso por un universo de sensualidad que las mentes de Goethe o Thomas Mann jamás podrían siquiera concebir. La única condición era... leerlo despacio. Palabra por palabra, letra a letra. O mejor aún: molécula a molécula.

Entre tanto, inevitablemente, la prosa se iba abriendo camino entre mis lecturas. Empezaron a apasionarme Baroja, Aldecoa, Luis Martín Santos, Valle Inclán, Clarín, pero también la picaresca, el naturalismo, Maupassant, Nabokov, Stendhal, Juan Valera, Camus, Melville, Chloderlos de Laclos. Además de devorar todo tipo de ensayos, me rendí ante la fuerza medieval de La Celestina y me reí a carcajadas con la vida del escudero Marcos de Obregón. Descubrí a Samuel Beckett, y escribí docenas de monólogos inspirados en -léase 'a imitación de'- Molloy,Malone meurt. Creo que me empaché. Las comidas copiosas se digieren lentamente.

Por efecto de aquel empacho, los cuentos que en aquellos años escribía yo se iban haciendo cada vez más espesos y abigarrados. Excepto tal vez en alemán, era imposible decir todo lo que yo quería decir sin más herramientas que la sintaxis, valiéndose de tan sólo unas preposiciones y unas comas. La prosa tenía sus propios recursos, y el lenguaje poético no era uno de ellos. Me quedaba todavía por aprender el arte de la poda.

Curiosamente, sin embargo, mis maestros en el arte de desbrozar adjetivos no vinieron de la literatura. Durante los años 80 y 90, los artículos del semanario The Economist me demostraron que la prosa tenía recursos de sobra para competir con la poesía. De un entusiasmo contagioso, sus redactores eran capaces de explicar con claridad pentecostal desde un intrincado acuerdo de libre comercio hasta el comportamiento del spin en los neutrinos. Estuve suscrito a ella hasta los primeros 2000, en que, por alguna razón que nunca conseguí averiguar, el estilo -y el contenido- de sus textos cambió inesperadamente. Aquel plantel de mentes brillantes, capaces de exponer un argumento en términos concisos, amenos y, sobre todo, convincentes, se esfumó de repente, y los artículos de The Economist se convirtieron de la noche a la mañana en fárragos burocráticos, completamente carentes de interés.

Conservo en mi biblioteca algunos centenares de libros que por una u otra razón me dejaron huella, pero no llegué a guardar ninguno de aquellos ejemplares de The Economist, que todavía añoro. Googleando, he encontrado en Internet un archivo digitalizado de sus artículos, pero convertidos en imágenes. La mayoría de sus textos son ilegibles.

Mi primera novela fue un intento -fallido- de aligerar la fronda de mi estilo. El protagonista que escogí no era del todo tonto, pero le faltaba vocabulario. Era incapaz de expresar matices o ideas profundas, y hasta su sentido del humor dejaba que desear. Puede que el personaje me saliera verosímil, pero la narración carecía de nervio y, a ratos, se desdibujaba en un manojo de anécdotas pueriles. Para colmo, la novela se quedaba corta de páginas y, como en aquella primera redacción de mi infancia, caí en el error de rellenarla. Con los años, he ido haciendo sucesivas versiones, corrigiendo aquí y allá, porque la idea me sigue gustando, pero a estas alturas me temo que no tiene arreglo.

En mi siguiente novela dejé que el péndulo se fuese al extremo contrario. Me propuse no dejarme ninguna idea en el tintero, y emprendí una ambiciosa historia (reinventada) del siglo XX a través de la vida de Manuel Zanzón, un personaje -¿lo adivinan?- anodino y manejable. Por qué los protagonistas de mis novelas son siempre idiotas es para mí un misterio. En cualquier caso, la novela se quedó a la mitad, y no creo que llegue nunca a terminarla. Supongo que lo mío son las distancias cortas.

Desde hace ya bastantes años, son raras las novelas que termino de leer. Normalmente las abandono en la página 15 o 20. Les encuentro mil defectos, y me digo a mí mismo que yo podría escribir una historia más interesante... pero nunca lo hago. Quizá he llegado a un punto en que, más que la realidad, me gustan las radiografías de la realidad. Del mismo modo, cuando veo una película prefiero divertirme analizando el guión, la interpretación, la música, la iluminación, las tomas y hasta el presupuesto. Con pocas excepciones, las tramas son, por desgracia, demasiado previsibles.

Querido Manolo Zanzón, sé que nunca me lo perdonarás, pero no tengo ánimo para terminar de escribir tu biografía. Tú no lo sabes, pero después de ser tú ministro sucedieron todavía muchas cosas. Regresaste a Madrid, volviste a hacerte famoso con un programa de radio, llegaste a presidente del Gobierno y finalmente un día, en el Vaticano, conseguiste lo único que realmente deseabas: tocar el órgano. Si te sirve de consuelo, en algún lugar de este ordenador guardo todavía, además de un resumen imaginario de la segunda mitad de tu siglo, los acontecimientos más importantes de tu vida.

Al fin y al cabo, quizá era ése tu destino desde un principio: que el final de tu vida fuera tu radiografía.

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domingo, 28 de agosto de 2011

Las raíces (camaleónicas) cristianas

Para una ciudad acostumbrada a las resacas, no es de esperar que la visita del Papa haya sido un episodio traumático. A algunos como yo, desde luego, todas las multitudes nos horrorizan, y las multitudes cristianas no son una excepción. No he estado en Madrid últimamente pero, en comparación con las algaradas troglodíticas que montan los aficionados al balompié, las molestias causadas por los cristianos no habrán pasado probablemente del machacón repertorio de sus cánticos, que son al gregoriano lo que Julio Iglesias al bolero, y, excepcionalmente, de una presencia mayor de monjas en las calles que de mujeres con hijab.

Además del Papa y -eventualmente- Dios, nadie puede estar seguro de conocer las intenciones que anidan en el corazón del Sr. Ratzinger. Pero, a la vista de la única confrontación ideológica de que parecen ser capaces en España la izquierda y la derecha, no es descabellado pensar que, además de cumplir una misión pastoral, con su viaje a Madrid el Papa ha movido ficha.

Lo tiene fácil. España es más un país de abanderados que de personas con criterio. Es la única explicación que se me ocurre cuando oigo, por ejemplo, a los liberales exaltar las "raíces cristianas" de Occidente. Entiendo que a esos compatriotas les asuste la perspectiva de que sus hijos terminen arrodillándose todos los días sobre una alfombra orientada a La Meca y que sus hijas tengan que guardar la decencia como hicieron sus cristianas abuelas. Pero el cristianismo no es la única alternativa al islam, ni su antídoto. En Uruguay no se celebra ninguna fiesta religiosa y (pese a llamarse, irónicamente, República Oriental del Uruguay) no me parece que sus habitantes sean menos 'occidentales' que yo. Muchos millones de asiáticos profesan el budismo, pero el budismo es una filosofía de vida y una moral, no una Verdad revelada por un Ser altamente conjeturable.

Yo no sé si soy agnóstico o ateo, y tanto me da. El que tiene que dar explicaciones es el que cree en los gigantes, no en los molinos de viento. Me educaron en la religión cristiana, y no puedo decir que esas enseñanzas me alegraran la vida. Entiendo que a más de un potencial Al Capone tal vez no le vendría mal un baño de temor de Dios, pero durante mi infancia y adolescencia la presencia de la Iglesia católica en la vida cotidiana era lo más parecido al stalinismo. Censuraban películas que hoy serían ñoñas, se acataba la cuaresma, había que ir a misa los domingos, el país entero era un gulag sexual y, para colmo, todos los años había que pasar el trance de la Semana Santa con sus llagas, sus cruces, sus coronas de espinas, sus penitentes, sus muertes y sus resurrecciones. Para un niño, en aquellos sórdidos días de vacaciones la única escapatoria que quedaba era salir a la calle y -¡horror!- jugar al football.

La religión católica ayudó bastante a amargarme la infancia, y por eso yo no puedo sentir simpatía por Benedicto XVI ni por sus antecesores o sucesores, que además -dado que ellos siempre están en lo cierto, y los demás, no- seguramente ni siquiera creen que deberían pedirme perdón. Pues bien, Sr. Ratzinger, podía usted haber aprovechado la visita para pedir cristianas disculpas a todos aquellos españoles que tuvimos que padecer la Contrarreforma en pleno siglo XX.

Aunque quizá la culpa fue nuestra por nacer antes de tiempo, porque años después, por arte de birlibirloque, la Iglesia católica se hizo progresista. Los curas amancebados salían del armario, la minifalda y el bikini ya no estaban mal vistos, y en los países del tercer mundo se creaban comunas de catacumba con un cierto halo marxista. Luego, otra vez, no, y el Sr. Woytila se dedicó durante veinte años a demoler el imperio soviético empezando por Polonia. Sería desconcertante, si no fuera porque obedece a la más pura tradición católica romana: adaptarse a los acontecimientos.

No se engañen ustedes: ser cristiano significa una cosa u otra, según el lugar y la época histórica en que uno haya nacido. El ejemplo para mí más revelador es el de la tribu mazateca, que desde tiempo inmemorial celebraba todos los años un rito colectivo. El día señalado, los hombres del  lugar emprendían una marcha de varios días, sin comer, a través del desierto hasta llegar a una cueva, donde ingerían unos hongos alucinógenos y -naturalmente- veían visiones. Cuando los misioneros españoles se enteraron, allá por el siglo XVI, comprendieron que nada ganarían creándose enemigos. "Está bien que celebréis esa ceremonia", condescendieron. "Pero, a vuestro regreso, no olvidéis festejarlo con una ofrenda a la Virgen María".

Y es que Dios no hizo las drogas intrínsecamente buenas ni malas. Así, al menos, lo atestigua la medalla de oro que León XIII concedió en 1899 al vino Mariani, tonificante mixtura de vino de Burdeos con 200 mg de cocaína... Ah, ¿que ahora la Iglesia católica se opone al consumo de drogas? No se lo tomen ustedes muy en serio. Son, simplemente, tics de camaleón.

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sábado, 27 de agosto de 2011

Un día en Holanda

En muchos aspectos, me siento en Holanda como en mi casa. Desde siempre. Todos tenemos facetas poco atrayentes, y los holandeses no se libran, pero a mí me gusta sobre todo esa campechanía respetuosa, de campesino civilizado, de un país que lleva ya siglos luchando contra un oceánico Goliath -generalmente, con éxito-.

La mañana de hoy sábado ha amanecido con sol pero, cuando he querido salir a la calle, llovía ya otra vez. Me he resignado a esperar, y me he puesto a leer las noticias mientras la lluvia remitía. Cuando he visto que el charco delante de mi ventana apenas se rizaba, he salido apresurado en dirección al tranvía. Es mi primera mañana libre desde que llegué a La Haya.

Mientras camino, trato de decidir hasta qué punto podría pasar ahora desapercibido en las imágenes de un vídeo grabado por un turista. Llego a la conclusión de que fácilmente podría pasar por un aborigen más. De hecho, muy a menudo me preguntan cosas en holandés por la calle, como si hubieran reconocido en mí a alguien del barrio. Yo también soy muy alto, tengo una forma de andar un tanto rústica, y me visto más o menos como ellos, aunque en colores generalmente más variopintos.

A mitad de camino del centro, decido de repente bajarme del tranvía. Estoy en un barrio que quería explorar desde hace tiempo, y esta mañana su calle principal tiene un aire animado. Además, la lluvia ha remitido. Sin embargo, me decepciono en seguida. Las calles en Holanda no son la misma cosa con sol que sin él, y la animación que vi hace sólo dos días son ahora sólo unas cuantas tiendas abiertas. Entro a un establecimiento a comprar vitaminas, y cuando regreso a la calle ha empezado a llover otra vez. Me refugio en la única cafetería que he visto abierta, y pido un café caliente.

El local es un híbrido de coffee shop y cibercafé, pero los clientes que están sentados ante las pantallas están todos liando o fumando porros. Aparte de las de la barra, no hay otras sillas. Me atiende un sesentón con coleta, probablemente el mismo que regenta el local, que, calculo yo, debe darle lo justo para ir tirando. Excepto por la coleta y el negocio, viendo a aquel señor con aspecto de tendero jubilado pocos podrían imaginar que en su pasado hubo, quizá, un joven hippie con melena que tocaba los bongos en el Vondelpark y practicaba el amor libre, allá por los años 70. 

El hombre de la coleta sale de detrás de la barra y desaparece en la calle, dejando a los clientes solos. Ha salido a renovar el parking de su furgoneta. Cuando regresa, le pregunto cuánto le debo en el preciso momento en que él iba a trabar conversación conmigo. Lamento el bad timing. Me habría gustado preguntarle por su vida. Afuera, ha amainado la lluvia. Apenas he avanzado unos metros cuando empieza otra vez a llover. Fuerte. Pese a la presencia impenitente de la lluvia, las calles en Holanda no suelen tener soportales, como en Galicia. Aquí, si te pilla, no tienes escapatoria... excepto seguir caminando.

Inciso. Hay un teorema de física que demuestra que la cantidad de agua total que uno recibe cuando atraviesa un tramo uniforme de lluvia es siempre la misma, tanto si uno corre como si camina apaciblemente. Sé que una cosa es decirlo y otra, hacerlo, pero ahí queda. Ciertamente, las únicas veces que he tratado de aplicar esa noción me he mojado hasta cierto punto pero, se mire como se mire, es difícil compararse con lo que nunca sucedió.

Lo que sucedió esta vez fue que, caminando sin esperanzas bajo el aguacero, acerté a vislumbrar en una esquina distante la entrada de un centro comercial. Corriendo o a paso normal, llegué a refugiarme a ella. Imposible pasear por La Haya esta mañana. Tal vez lo mejor será que haga la compra en el supermercado y regrese a casa en tranvía. La comida en Ramna, mi restaurante indio favorito, tendrá que quedarse para otra ocasión.

Para empezar a conocer a un pueblo, un buen método consiste en visitar sus supermercados. Qué les gusta y qué no les gusta. De entrada, prácticamente todo lo que les gusta está refrigerado. Entre usted a comprar a un Albert Heijn, y tendrá una idea de lo que era la vida en los iglúes. El resfriado que pillé anteayer lo atestigua. Además, la mayoría de las cosas que compran vienen en embalajes cuadrados, sin caprichos formales, para encajar bien con otros embalajes, incluso de contenidos dispares. Pero, en concreto, se puede deducir que les gustan mucho las comidas preparadas y los dulces, y que toman mucho café. La abundancia de productos relacionados con el café y los tés exóticos me hace evocar los interiores de esas casas de enormes ventanas, a menudo sin el pudor de unas cortinas y en familia o no, pero en una butaca cómoda y con una taza humeante en las manos.

Detesto el arroz de grano largo, pero en este supermercado ninguno de los que veo se parece al que yo quiero, que es el valenciano común y corriente, el mismo que cultivan en el Simplón o el de los risotti de Italia. Por fin encuentro uno, en una estantería casi inalcanzable. A juzgar por el precio y el tamaño del paquete (250 g), el género debe estar contabilizado en la categoría de los perfumes exclusivos, o quién sabe incluso si de las sustancias estupefacientes. Aprovecho el poco peso para comprar también bulghur, y me dirijo a la caja.

El orden en Holanda es un concepto muy sutil, fundamentado en el sentido práctico y en el sentido común. Al llegar a la caja, cada cliente recoge una regleta divisoria y la coloca sobre la cinta transportadora, en el límite de su compra. Las regletas retornan a la cajera, que las va empujando por una acanaladura para uso de otros clientes. Es una rutina muy informal, pero que funciona con el rigor de una cadena de proceso industrial. Aquí las fachadas de las casas están geométricamente estructuradas en rectángulos y son a menudo idénticas, pero uno siempre puede afirmar, sin vacilaciones, dónde empieza y dónde termina cada casa. Esa uniformidad aparente no les importa, porque éste no es un pueblo de divos, sino de currantes. Tiene también muchos pillos pero, a diferencia de lo que sucede en los países latinos, aquí los pillos destinan probablemente su dinero a fines prácticos. Si no, no se explica que este país esté capeando con relativo éxito el temporal económico.

Holanda, por cierto, conoció la primera gran burbuja que recogen nuestras crónicas: la de los tulipanes. Fue también, antes que nadie y durante siglos, el único país de Europa al que los judíos podían emigrar sin seguir siendo ciudadanos de segunda. Además, los holandeses profesan desde antiguo gran afición a la pintura. En el siglo XVII, su burguesía y su clase media dieron de comer a muchos grandes artistas, y rompieron el agobiante monopolio de los temas religiosos.

Incluso para alguien tan alto como yo, las holandesas rubias de ojos azules que uno se encuentra por la calle tienen un no sé qué que evoca los estros de una granja lechera. Carecen de ese algo indefinible que, para mí, hace a una mujer irremediablemente atractiva, pero tampoco juegan sin necesidad el juego de la seducción y, para un habitante del sur, esa naturalidad es relajante.

En todo eso pensaba yo esta mañana, con las bolsas de la compra sobre las rodillas, viendo discurrir las calles mojadas por la lluvia mientras el tranvía me devolvía a mi barrio.

Apenas había llegado a casa cuando dejó de llover.


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lunes, 22 de agosto de 2011

El laicismo y la corrala nacional


La vecina y yo alucinamos (por un tubo, además). De repente, abro los blogs hoy y me veo en la Edad Media. La religión se ha sumado al furbo, y ya estamos otra vez en la polémica guerracivilista de corrala, que caracteriza Espain desde hace unos cuantos siglos. Hasta los pobres laicistas, que defienden la independencia respecto de toda secta y religión (quizá he redundado), se ven acusados ¡de sectarios!
Lo que digo: alucino yo y alucina la vecina. Ite, missa est. Proletarios de todo el mundo, uníos, Die Arbeit macht frei.

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martes, 12 de julio de 2011

Radiografía de Z


Ahora que la legislatura está a punto de concluir y que Rodríguez Zapatero no se presentará a las próximas elecciones, podría ser el mejor momento para hacer un análisis de la personalidad del todavía presidente del Gobierno español. Es, posiblemente, la última oportunidad. Una vez que el futuro Gobierno haya asumido sus funciones, es de temer -y de desear- que la figura de Zapatero quede arrinconada para siempre en los desvanes históricos de la mediocridad, de la que nunca debió salir.

O tal vez al contrario. Puede que su nombre figure algún día en negrillas en los libros de texto, para ser recordado por las juventudes futuras como uno de los presidentes más nefastos de la historia de España. Los amantes del sentido común, ciertamente, poco tendrán que agradecer a un desaprensivo ideológico que ha tratado de implantar en su país las fórmulas más mohosas de una izquierda -que no socialdemocracia- de catón, que ha empuñado el timón de su Gobierno con el desenfado de quien maneja un joystick, y que ha dilapidado en maquillaje un dinero que los contribuyentes le agradecerían haberse gastado en medicina.

Se ha comparado a Zapatero con un adolescente, con don Quijote, con Largo Caballero, con Lenin y hasta con Fernando VII, pero lo que no he leído ni oído todavía atribuirle es la característica para mí más descriptiva: Zapatero es un pijo. Un pijo de Léon, o de Valladolid, tanto da, porque -al menos en mi experiencia- los pijos españoles comparten unos cuantos rasgos fundamentales que los hacen parecer a todos fabricados con un mismo troquel.

Mucho se ha hablado en estos últimos siete años de las supuestas mentiras de Zapatero. Dado que no es posible leer en la mente de nadie, difícilmente se podrá averiguar algún día si Zapatero ha faltado conscientemente a la verdad, pero la discusión es, en cualquier caso, bizantina, porque Zapatero nunca ha vivido en la realidad del mundo real, sino en la de ese planeta quimérico e impostado en el que habitan, inmunes a los problemas de allende el Olimpo, los pijos de izquierdas (valga la redundancia) que colorean esta pintoresca Disneylandia del sur de Europa, siempre vacilante ante la tentación africana.

Zapatero tiene probablemente la pátina de cultura justa para distinguir entre lo que canta su esposa y las melodías del hilo musical en la consulta del dentista, aunque no para pronunciar bien la z de 'Madriz'. Nadie es perfecto. Sabe que en su país hubo una guerra civil, pero su idea de aquel episodio histórico no es más sutil que el guión de una película de John Wayne. No sabe ni una jota de economía, pero suple sabiamente esa carencia con vaguedades improvisadas o, simplemente, -como decía Azaña de Ortega y Gasset, aunque también Ortega y Gasset lo podría haber dicho de Azaña- enhebrando ocurrencias.

Desde que se estrenó como presidente del Gobierno, Zapatero se ha comportado como si se creyese ungido por la Providencia. Es comprensible, a condición de que uno sepa ignorar lo que no le interesa. Avezado en las artes pijas de flotar por encima de la realidad, acertó a decir a sus deprimidos compañeros de partido lo que éstos querían oír, pero su elección como candidato a la presidencia del Gobierno no respondió a sus méritos personales, sino a oscuras maquinaciones partidistas. Después, la plumbidez funcionarial de Mariano Rajoy y los acontecimientos del 11-M lo elevaron al poder, pero ni siquiera esas realidades tan reales fueron suficientes para disipar la imagen de Orlando furioso que Zapatero tenía probablemente ya forjada de sí mismo.

Ese optimismo indestructibe nunca lo ha abandonado. Si los científicos del CERN crearan un día por accidente un agujero negro que terminase engullendo la galaxia con nosotros dentro, Zapatero sería el único capaz de hundirse en la vorágine cósmica proclamando sonriente que "la tierra sólo es del viento". He conocido a muchos pijos como él. Pijos o pijas capaces de hacerse hippies, de casarse con un senegalés o de devenir madres solteras, de afiliarse a una ONG como pretexto para viajar a la India o de dormir dos meses seguidos -ojo: no más- en un monasterio de Katmandú, sabiendo en todo momento que, si las cosas se tuercen, papá o mamá los traerán de vuelta a casa, y encima probablemente les regalarán un 4x4.

Tener como presidente a un niño mimado es quizá lo que mejor casa con una burbuja económica. Al fin y al cabo, ninguno de sus caprichos tendrá consecuencias graves en un mundo en el que el piso que compro hoy valdrá dos veces más dentro de cuatro años y el banco me regala además el viaje de bodas. Un presidente pijo para un mundo virtualmente pijo. Una embaucadora Scheherezade en el país de nunca jamás. Lo malo es cuando el sueño se desvanece y la alternativa es votar a un aburrido funcionario en un país que parece ya maduro para la justicia peronista. Zapatero lo ha dejado todo atado y bien atado. Quiéranlo o no, el futuro don Quijote o el futuro Sancho Panza tendrán que dar de beber a sus votantes el indigesto bálsamo de Fierabrás. No me atrevo a decir que se lo merecen, pero entre todos lo han cocinado, y es tarde para melindres. El tiempo de los trucos se ha terminado. Es tarde para volverse atrás.



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domingo, 3 de julio de 2011

La censura

Hace algunos meses leí en un blog una entrevista al gran dibujante de historietas Vázquez, que alegró muchas horas de muchos niños -entre ellos, yo- en los años 50 y 60. Tenía yo completamente olvidadas aquellas historietas. Una vez rebasada la adolescencia, los recuerdos felices de la infancia se van convirtiendo en mitos lejanos, desconectados de la vida adulta, hasta que el día menos pensado una imprevista magdalena de Proust los rescata de la memoria.

Lo cierto es que la lectura de los "tebeos" era para mí el rato más feliz de la semana. No recuerdo apenas los argumentos, aunque sí vagamente los personajes, cuyo mayor encanto, para un niño, consistía probablemente en ser capaces de hacer todas aquellas contorsiones y muecas imposibles en la vida real. En parte por los comentarios de mis padres, y en parte porque también los niños, a su manera, son capaces de leer entre líneas, yo captaba en aquellas historietas un regusto de crítica social, cuyo único efecto sobre mí era reforzar mi visión de los adultos como habitantes de un mundo absurdo, expulsados por tontos de un paraíso donde la vida no tenía por qué ser otra cosa que una experiencia divertida.

Buena parte de aquella crítica social era, en realidad, política, aunque no parece que Vázquez fuera un hombre politizado. Era, más bien, anarquista sin afiliación y por instinto, como tantos otros que han trufado el paisanaje de España durante siglos hasta que, en los años 80, el consumismo, las subvenciones y la correción política se los merendaron. Pero Vázquez era sobre todo golfo, polígamo, sablista, tramposo, caradura y, como buen español, hijodalgo imaginario. Al leer su biografía, me indignó descubrir que aquel hombre, que había endulzado tantas horas y fantasías de mi infancia, fuera en realidad un bandarra que no pagaba sus deudas y que había abandonado a su mujer con tres hijos de corta edad. Y comprendí que aquellas horas dichosas que todavía les debo a don Ángel Siseñor, la familia Cebolleta y Anacleto, agente secreto no habrían sido posibles sin la censura franquista.

Las historietas de los tebeos no fueron el único producto de la censura franquista. Los años 50 y 60 fueron la edad de oro del género en España, pero también hubo películas espléndidas que lo fueron gracias a que intentaban decir cosas que no se podían decir. Bienvenido, Mister Marshall, Plácido, Esa pareja feliz, El pisito, El verdugo, o la escena final de Viridiana, en la que Buñuel sustituyó un ménage à trois por una partida de tute para eludir la censura, contienen la dosis justa de humor y de rabia para hacer de ellas obras maestras.

Quizá la idea clave es precisamente ésa: la dosis justa. Se han escrito ríos de tinta sobre las esencias del arte, y no tengo  intención de castigar a quien lea esto con un afluente más, en parte porque me parece un terreno muy resbaloso. Pero mi concepción del arte y de la cultura está marcada por las últimas obras de Freud, en particular El Moisés de Miguel Ángel y El malestar en la cultura. La superación de una imposibilidad es la impronta inconfundible de la obra artística, y tal vez por eso me horroriza la evolución del cine hacia las imágenes en tres dimensiones. No quiero que me lo den todo masticado.

Naturalmente, tampoco quiero decir con esto que el franquismo fuera beneficioso para el arte en España aunque, haciendo balance, el saldo final tal vez no fuera tan negativo. Durante la dictadura hubo también películas abyectas, como Raza, que los años han convertido en cómicas por su grotesca exaltación de la ideología del poder. Pero también puede suceder que dentro de cincuenta años alguien diga lo mismo de muchas películas contemporáneas, con su obsesión por el sexo, los clichés de la Guerra Civil o la grosería populista. La pintura de Dalí o de Antonio López, la obra poética de Vicente Aleixandre y de Dámaso Alonso, o novelas como Tiempo de silencio, Alfanhuí o San Camilo 1936, testimonian que las dictaduras pueden ser agobiantes y odiosas, pero no necesariamente castradoras.

De eso sabían mucho los pintores y compositores musicales de épocas pasadas, reducidos a asalariados y encargados, además, de exaltar la gloria y lustre del poderoso de turno. El primer músico que se liberó de la condición de sirviente fue Mozart, a mediados del siglo XVII, y muchas de las grandes obras maestras de la pintura, de la arquitectura y de la escultura representan temas o símbolos religiosos. Quien paga, manda. Pero esa imposición, que seguramente muchos artistas actuales considerarían insufrible, era simplemente un acicate para el verdadero artista, que tenía que ingeniárselas para expresarse pese a todo, apurando al máximo el lenguaje que le venía impuesto desde arriba.

Las Recercadas de Diego de Ortiz y El clave bien temperado eran obras didácticas, y las Soledades estuvieron dedicadas al Conde de Villamediana. La Capilla Sixtina fue un encargo del papa Julio II, y la Mona Lisa lo fue de un comerciante de sedas. Caravaggio o van der Weyden pintaban temas bíblicos, pero la fascinante composición de sus escenas consigue hacernos olvidar la intención religiosa. Y hasta los dadaístas y dodecafonistas se obligaron a sí mismos, por el hecho de adherirse a sus respectivos movimientos, a escribir lo primero que les venía a la mente o a dar exactamente la misma importancia a las doce notas de la escala cromática.

Por eso el cine en tres dimensiones no va a facilitar el trabajo de los cineastas. Si acaso, les pondrá las cosas más difíciles, porque el arte implica un lenguaje, y todo lenguaje implica inevitablemente normas y restricciones. El artista contemporáneo no es -como muchos piensan- el más libre, sino el que sabe ver limitaciones donde otros no son capaces de ver nada.

Y las supera.


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jueves, 16 de junio de 2011

Billete a la última frontera

En la primavera de 1970 vi por primera vez, en una emisora de televisión inglesa, un episodio de Star Trek. La ficción científica había sido desde mi infancia uno de mis géneros favoritos, gracias sobre todo a las novelas de Jules Verne, pero también al auge de las películas sobre extraterrestres y viajes espaciales de los años 50. No por casualidad, la inspiración de Verne coincidió con la aceleración tecnológica que dio alas a la revolución industrial, y que infundió en muchos de sus contemporáneos una confianza ilimitada en el poder de las máquinas. Las dos guerras mundiales del siglo XX, por desgracia, les mostraron la otra cara de la moneda.

La conciencia de que la tecnología podía llegar mucho más allá de lo imaginable llegó, probablemente, con la bomba atómica. Al finalizar la Segunda Gran Guerra, prolongada sin pausa en una inquietante Guerra Fría, el mundo desarrollado se hallaba en un estado propenso a la psicosis. Los científicos empezaban a ser personas sin rostro que, en laboratorios misteriosos, manipulaban probetas y protones vaya usted a saber con qué innombrable designio. Para colmo, la Unión Soviética se empezaba a configurar como un mundo totalitario y opaco que comenzaba a mover sus peones por la geografía mundial. En tales condiciones, no es de extrañar que centenares de granjeros de Estados Unidos aseguraran haber visto naves espaciales posándose sobre sus campos de maíz, o que una oleada de ciudadanos de todo el mundo, tanto aprensivos como desaprensivos, declararan haber sido abducidos por hombrecillos verdes.

El miedo a lo desconocido había sustituido al optimismo visionario, y el capitán Nemo daba paso al doctor Jekyll y Mr. Hyde. Los electrodomésticos eran un gran avance, sí, pero había que resignarse a la idea de que la invención de la bombilla tenía como contrapartida el monstruo de Frankenstein. Para perplejidad de los creyentes y autoafirmación de los agnósticos, el Bien y el Mal, la Novena Sinfonía y los campos de Auschwitz, seguían siendo hijos de una misma criatura. La gran desventaja de los agnósticos, sin embargo, es que carecen de respuestas ante esa terrible realidad.

Lo cual no quiere decir que los no creyentes debamos considerarnos como minusválidos vitales o suicidas en potencia. Igual que los creyentes tienen sus ángeles y su Cielo, e incluso su Paraíso, los agnósticos tenemos un alimento moral e intelectual nada desdeñable: la Utopía. Que es precisamente la savia de la que, en los años 70 y 80, se nutría Star Trek.

La última novela de Olga Guirao (La llamada, Editorial Minotauro, 2011) se aparta sorprendentemente de los caminos trillados de la novela española actual para explorar, como Verne y el capitán Picard, pero también como Aldous Huxley, Thomas More y Homero, ese territorio incontaminado de la Utopía donde el Bien y el Mal pueden ajustar cuentas sin causar heridos de bala. Para los que creemos que el apogeo de la novela se alcanzó a finales del siglo XIX, Olga Guirao parte con una gran ventaja frente a sus contemporáneos, y es que su literatura entronca directamente en el verdadero existencialismo, que para mí no es el de Sartre o Simone de Beauvoir, sino el de Conrad, Stevenson o Maupassant: el del ser humano en su soledad ante los grandes dilemas morales.

Al igual que en los episodios de Star Trek, la trama de La llamada no es más que un pretexto para relativizar la visión que los seres humanos tenemos habitualmente de nosotros mismos. ¿Realmente somos una civilización por mérito propio? ¿Es sensato pensar que el progreso conduce a la felicidad? ¿Triunfará algún día el Bien sobre el Mal, o debemos resignarnos a ser un producto imperfecto de la evolución? Sin ánimo de agobiar al lector, todas estas preguntas sobrevuelan la novela de Guirao, al igual que la sombra del cuervo de Allan Poe y su estremecedor "Nunca más", como advertencia sutil de la autora para que nadie se tome su novela como un simple divertimento.

No lo es, pero sí es una novela sorprendente desde sus primeros párrafos, jalonada además por virajes imprevisibles que arrastrarán al lector sin respiro desde un piso anónimo de Barcelona hasta la página final después de haber conocido, entre otras muchas cosas, la psicología de un extraterrestre, las peripecias de un agente de la CIA y los mitos y costumbres de una tribu de la Amazonía. Al cerrar definitivamente el libro, más de un lector constatará, como he constatado yo, que jugar al escondite en el jardín de la Utopía y preguntarse por el futuro de la Humanidad no son dos quehaceres forzosamente incompatibles.

Aunque sí pueden ser placenteros. Y, por supuesto, recomendables.

Olga Guirao: Bienvenida al Enterprise.

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domingo, 5 de junio de 2011

Facebook: La burbuja de democracia

"Seamos realistas: pidamos lo imposible"

Quienes siguieron los acontecimientos de mayo del 68 recordarán esa frase que, entre otras muchas igualmente provocadoras, apareció escrita por entonces en las fachadas de París. Me he acordado de ella mientras reflexionaba sobre algunos fenómenos recientes. Por una parte, las redes sociales. Y, por otra, uno de los primeros frutos que les han atribuido: los recientes movimientos de masas que podríamos llamar "de la plaza Tahrir" (aunque en realidad empezaron en Túnez).

No han nacido de la nada. Antes de ellos se habían aventurado ya pequeños experimentos lúdicos en algunas ciudades de Europa y Estados Unidos, convocados mediante SMS con tácticas de guerrilla urbana: Todos a las 7 en la puerta de los grandes almacenes X, disfrazados de piratas. Cortamos el tráfico durante 10 minutos, gritamos repetidamente "Abracadabra" y nos disolvemos. A sabiendas o no, estas pequeñas transgresiones tenían un precedente en los "happenings" de los años 60, que a su vez -casi nunca hay algo nuevo bajo el sol- estaban vagamente inspirados en la commedia dell'arte del siglo XVI (aunque, si seguimos buscando precedentes, los documentos conocidos nos permitirían probablemente remontarnos hasta los etruscos).

Pero los happenings tenían su miga de ideología. Su idea motriz era uno de esos injertos de izquierdismo tan habituales en las sociedades no comunistas del siglo XX: el individuo corriente y moliente es el verdadero protagonista de la Historia. Esta incrustación representa, probablemente, la clave de la izquierda europea desde la postguerra: el capitalista explota al obrero, y por lo tanto nosotros, que somos hijos del director de una fábrica (o que aspiramos a serlo), tenemos que exaltar a los explotados para poder vivir holgadamente sin remordimiento.

Una vez arrebatada la bandera a la llamada 'clase obrera', el proselitismo de la nueva izquierda acomodada saltó de las asambleas proletarias a los medios de comunicación, y generó criaturas tan exquisitas como el ecologismo, completamente desprovistas ya de ese desagradable olor a sudor de las fábricas y de los toscos modales de los sindicalistas de base. Como los explotadores eran de derechas, la democracia se convirtió subliminalmente en patrimonio de la izquierda, y la nueva ideología terminó instalándose también en los libros de texto, donde los niños aprenden todavía que la naturaleza está constituida por armoniosos ciclos ecológicos (de los que convenientemente se excluye al ser humano) y que, como penitencia por quebrantarlos, hay que separar las basuras en diecisiete recipientes distintos.

Inevitablemente, el nuevo paradigma se ha adueñado también de las técnicas publicitarias. A juzgar por el número de veces que uno oye o lee la palabra "tú" en los anuncios, el "hombre de la calle" se ha convertido hoy en el centro del Universo, y el único camino a la felicidad consiste en perseguir ansiosamente esa zanahoria que, colgando de un palito invisible, alcanzamos a diario a rozar con el borde de nuestra tarjeta de crédito. En resumidas cuentas: el consumo ha suplantado a las ideas como motor de la sociedad.

El abandono de las grandes ideas no es necesariamente malo. Los brutales totalitarismos del siglo XX se alimentaron de ideas, como la Inquisición en su tiempo y, en nuestros días, algunas dictaduras islamistas. Pero también es cierto que, si nadie hubiera aspirado nunca a las ideas de libertad, dignidad o justicia, nuestro mundo sería hoy un lugar mucho más sórdido y despiadado. Lo que habría que escoger cuidadosamente, quizá, es el contenido de las ideas. Pero me estoy apartando del tema.

El estallido de la burbuja financiera de 2008 dio al traste con la ficción del enriquecimiento perpetuo -como había sucedido ya, siglos atrás, con el movimiento perpetuo-, pero las generaciones más jóvenes no han sufrido frontalmente sus efectos y no han tenido tiempo todavía de reajustar sus esquemas. Es cierto, no tienen trabajo ni posibilidades de comprar una vivienda, pero son en realidad sus padres los que están siendo embargados y los que, dentro de poco, ni siquiera podrán mantenerlos. Para esos hijos forzosamente desempleados, las posibilidades de comprarse el último modelo de iphone son cada vez menores pero, mal que bien, todavía les queda Internet. Y, en Internet, un último refugio: las redes sociales.

Pese a las apariencias, sin embargo, las redes sociales son enormes icebergs de los que sólo vemos asomar pequeños promontorios que nos parecen montañas: Facebook, MySpace, Twitter. Se ha extendido la idea de que en Internet todo es gratis, pero pocos han reparado en hasta qué punto esa idea es contraria al sentido común. La parte que vemos del iceberg son todos esos servicios gratuitos que nos permiten conectarnos con nuestros amiguetes, pero la masa sumergida -que es, con mucho, la más voluminosa- es el precio real que nos están cobrando por ello: nuestra privacidad. En la sociedad digital de hoy la información es, más que nunca, el verdadero poder y, sin ser conscientes de ello, los usuarios de las redes sociales están entregando ese poder a cambio de un plato de lentejas. En tales circunstancias, pretender que las redes sociales pueden servir para modificar la estructura de poder de una sociedad me parece una idea más bien... -seré benévolo- pueril.

El otro día, paseando por una ciudad española, me topé con una de las acampadas del movimiento 15M. Estaban en plena asamblea. Sentí curiosidad, y me senté a escuchar. Después de tres semanas de actividad, todavía estaban hablando de cómo organizarse. Tomaban la palabra uno o dos solamente. Los demás se limitaban a levantar las manos de vez en cuando, agitando los dedos en señal de asentimiento. No percibí el más mínimo entusiasmo en los presentes. Nadie quería dictar normas. Todo eran sugerencias abiertas a la libre voluntad de cada uno y, curiosamente, se invocaba con sorprendente frecuencia la palabra "sinergia". La idea subyacente era que "todos juntos" y "sin líderes" tenían que llegar a un acuerdo a gusto de todos. Pero nadie sabía muy bien cómo.

Reflexionando sobre todo esto, no puedo evitar la impresión de que estamos a punto de asistir al estallido de una nueva burbuja: la burbuja de democracia. El final de ese proceso que, durante cuarenta años, ha hecho creer al individuo (léase 'dócil consumidor') que ocupaba el centro exacto de la Creación. Ahora, entregados ya todos nuestros datos al Estado y a las empresas privadas, la fiesta ha terminado. Más pronto que tarde, la ficción de ser libres dará paso a la cruda realidad: la privacidad, ay, era un ingrediente esencial de la libertad, y los felices usuarios de facebook no eran otra cosa que un mero rebaño estadístico.

Es un atolladero de difícil salida, pero no hay que desesperar. Internet es una red, y en una red cabe todo. Después de haber intentado trasplantar a ella el modelo de la radio y de la televisión (yo hablo, tú te callas), las redes sociales simplemente reproducen, adornado con imágenes, el modelo de la pandilla de adolescentes (yo charloteo con el círculo de mis conocidos). Son modelos viejos, inflados en exceso por la burbuja de democracia. Lo que de verdad puede mover el mundo en el siglo XXI no son las asambleas, sino las ideas. El matrimonio es una asamblea de sólo dos, y ya plantea dificultades formidables. Las ideas, en cambio, pueden aglutinar a personas con una enorme diversidad de idiosincrasias, credos e intereses. Y, si las ideas son simples y claras, lo único que hay que discutir son los medios para conseguirlas (que, además, a menudo no son incompatibles).

Pero para madurar una idea hacen falta, como mínimo, dos ingredientes: información, y reflexión. Y la longitud de los mensajes de twitter no da mucho margen para ninguna de las dos cosas. Quienes quieran transformar la sociedad tendrán que buscar antes soluciones más imaginativas que dejarse sojuzgar por esos negreros contemporáneos que son las redes sociales. De lo contrario, serán las primeras víctimas del Sistema... creyendo ingenuamente estar fuera de él.

Seamos realistas: pidamos lo imposible.

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sábado, 21 de mayo de 2011

Reinventar la rueda

El movimiento Twitter congregado en la Puerta del Sol de Madrid está dando muchísimo que hablar, sobre todo en los medios de comunicación. Quizá demasiado, pero eso en España es habitual. Hay opiniones para todos los gustos. La derecha es más bien suspicaz. Muchos están convencidos de que el Ministro del Interior es capaz de cualquier cosa con tal de ganar las elecciones, rememoran el frenético reality show posterior al 11M, y se preguntan por qué este movimiento ha tenido que empezar justo una semana antes de las próximas elecciones. (Una posible respuesta es: porque la campaña electoral es demoledoramente aburrida). En las filas de la izquierda se percibe también un punto de desconcierto. Todos estos jóvenes, o su mayoría, piden cosas parecidas a las que ellos siempre han pedido, pero no están en el sistema. Es decir, no parece fácil conseguir su voto utilizando los burdos recursos habituales.

Tampoco son antisistema, como se inclinan a pensar los más despistados de la derecha. Son, más bien, extrasistema. No parece que quieran votar, pero tampoco queman papeleras, tiran piedras ni atacan cajeros automáticos. Lo cual es sorprendente, porque probablemente muchos de ellos gritaron "Aznar, asesino" o "Nunca mais", o cercaron las sedes del Partido Popular en la jornada de reflexión posterior al 11M. Ahora, en cambio, se comportan con civismo, se indignan sin gritar y se agrupan en corrillos asamblearios, a mitad de camino entre la plaza Tahrir y el contrato social de Rousseau.

Para explicarse esta actitud habría que considerar por lo menos dos circunstancias. Una, que un porcentaje abrumador de jóvenes españoles ha declarado, en varias encuestas, que su ideal en la vida es ser funcionario. Y dos, que no gobierna la derecha. No gritan ni rompen nada porque, en el fondo, los que están en el poder son los suyos. Pero están desencantados. El mirífico Presidente Zapatero, que llegó al poder con un programa tan improbable como la guerra de las galaxias, está recortando prestaciones sociales. Papá Estado está dejando de proveer. Las ayudas se están terminando, los jubilados tardarán más años en dejarles entrar en el Sistema, y los bancos ya no conceden generosas hipotecas para comprarse un piso. Es el momento perfecto para acordarse de que los políticos están corrompidos, las listas electorales son cerradas y los financieros ganan una pasta. Más vale tarde que nunca.

Entonces, ¿quiere esto decir que tienen las ideas claras? Pues no. La empanada es monumental. Leo en la prensa algunas de sus reivindicaciones aprobadas "por aclamación":

"Elegir a los consejeros del Banco Central Europeo por sufragio universal". Bravo.

"Establecer un sueldo máximo y mínimo de 1200 euros". Con independencia de lo que uno haga en su puesto de trabajo, supongo.

"Reducir la jornada laboral para poder dedicarle tiempo al ocio". Revelador.

"Nacionalizar la sanidad, la educación, las telecomunicaciones y la banca rescatada". Naturalmente, esto es una reivindicación "apolítica".

"Derecho de acceso a la vivienda a un coste proporcional a la renta del trabajador". O sea, a 1200 euros por barba, vivienda gratis para todos.

"Impuestos especiales para quien tenga dos o más viviendas". Sólo hasta que ellos tengan dos o más viviendas, imagino.

"Fuera bancos y empresas privadas de la Universidad". Para así poder competir con las mejores universidades del mundo (que son privadas).

"Una educación de calidez, y no de calidad". No entiendo muy bien, pero es posible que esto tenga que ver con la libertad sexual.

Ah, y también proponen que se revoque la ley de Partidos. Cosa no de extrañar, ya que entre sus "asesores" hay algún abogado próximo a la llamada "izquierda abertzale". Pero la reivindicación que realmente me ha hecho hervir la sangre es "No a los bachilleratos de excelencia". Para explicarnos que son unos estudiantes mediocres, o inútiles, no hacía falta ese circunloquio. Uno de los portavoces entrevistados en televisión, por ejemplo, explicaba que estaba en quinto de Económicas, y declaraba tener 26 años. Quienes tienen hijos de esas edades saben que ese chico no era un caso extraordinario.

Muchos coincidimos con ellos en que España está política y socialmente enferma. Pero para curar una enfermedad hacen falta dos cosas: un diagnóstico y un tratamiento. Estos pobres muchachos no tienen, ni de lejos, información suficiente para hacer un diagnóstico. Los pocos que saben leer no leen ni periódicos, ni libros, ni textos más largos que los que pasan por Twitter o las frases comprimidas con k de los SMS. El diagnóstico se lo están dando masticado, en las asambleas, los eternos reaccionarios de ideario bolchevique, y ellos aplauden. El modelo perfecto de demagogia.

Una vez diagnosticado el mal, hace falta un tratamiento, que es lo más peliagudo de todo. Y para administrar esa medicina, en cualquier país que quiera seguir siendo democrático hay que aglutinar muchas fuerzas, no sólo jóvenes y no sólo fuera del Sistema. La Transición se hizo desde el poder, y sería altamente deseable que en un país europeo, 22 años después de la caída del Muro de Berlín y 72 años después de terminada una guerra civil, la Regeneración, si es que tal cosa llega a ser algún día posible en España, sea legal, pacífica y consensuada.

El problema de España es el tribalismo. Los que se consideran de derechas comulgan con la derecha diga lo que diga, y la votan haga lo que haga. Y los que se consideran de izquierdas, igual. Por ejemplo, la derecha española actual es socialdemócrata y la izquierda ya no es internacionalista, pero tanto da. El führer de cada bando es la Verdad y la Vida, y con él hay que estar siempre, caiga quien caiga. En el fondo, es el catolicismo de la Contrarreforma, escindido en dos hermanos mal avenidos, que educan a sus hijos o con el catecismo de la escuela pública (la izquierda) o con el breviario de la confesional (la derecha).

Comparadas con las de mayo del 68, las consignas que uno lee en la Puerta del Sol son desoladoramente ramplonas. Carecen completamente de imaginación, probablemente porque los videojuegos dan ya a sus autores toda la que necesitan. La mayoría de ellos no tienen trabajo, pero tampoco importa mucho porque viven con papá y mamá. Sólo saben que se aburren y, ahora que la paga da cada vez para menos, empiezan a plantearse el sentido de la vida.

Es un poco tarde, pero tampoco es culpa suya. Durante dos generaciones, los medios de comunicación y los políticos se han encargado de no explicarles nada (para poder mantener el chiringuito). Muchos padres se han desentendido de su educación, pensando que la escuela (es decir, el Estado) se encargará de educarlos, que para eso pagan impuestos. Después de 40 años de fascismo light hemos pasado a otros 30 de comunismo light, y así estamos. Se acabó el ladrillo, y el dinero ya no puede salir del campo ni de las fábricas porque en Brasil y en China producen más barato. A falta de una generación con una sólida formación intelectual que nos permita adentrarnos en el siglo XXI por mérito propio, sólo nos queda limpiar los zapatos de los turistas. Es tarde, tarde ya para todo. Son una generación perdida. Lo único que les queda es emigrar.


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viernes, 6 de mayo de 2011

Constitucional

Estoy un poco confuso. Si el Tribunal Constitucional español (que, por cierto, no está integrado por jueces, sino por juristas) revoca una decisión del Tribunal Supremo y permite que a unas elecciones se presenten representantes de una banda terrorista, ¿alguien podría procesar al TC por colaboración con banda armada?

Ojo, que no estoy hablando de recurrir la decisión del TC, sino de acusarlo explícitamente de colaboración con el terrorismo.

Suponiendo que fuera así, y que un juez y el Tribunal Supremo emitieran una sentencia condenatoria, ¿el Tribunal Constitucional podría recurrir ante el Tribunal Constitucional la sentencia que condena al Tribunal Constitucional?

En resumen: la parte contratante de la primera parte contratante será considerada como la parte contratante de la primera parte contratante, y si no le gustan mis principios, tengo otros. En otras palabras, que gobierne Groucho Marx. Sería igual de surrealista, pero al menos nos reiríamos un rato.

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miércoles, 6 de abril de 2011

La infancia

A medida que pasan los años, son cada vez más los que darían cualquier cosa por recuperar su infancia.

Lo que no entiendo es por qué la han abandonado.

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domingo, 27 de marzo de 2011

La bala perfecta

Odiaba las imperfecciones del Universo. El contorno absurdo de los océanos, la asimetría desafiante de la patata, el caos de las estrellas salpicando la noche. Por eso, año tras año, había trabajado, robando horas al sueño, en el gran invento de su vida: la bala perfecta. La bala que nunca se detendría. El proyectil que atravesaría los obstáculos más formidables y que, desafiando la fuerza de la gravedad, alcanzaría inexorablemente su destino. Por fin, una mañana, bajo unas nubes grotescamente irregulares, se asomó a la ventana. Con ayuda de un mapa y de una brújula, escogió fríamente su blanco y disparó.

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domingo, 13 de marzo de 2011

Homo ceremonialis

Tendría que volver a leer a Cortázar para averiguar si, como sospecho, mi afición a sus cuentos fue un pecado de juventud. Uno de los pocos que recuerdo es Las ménades, una versión moderna del mito de las bacantes trasplantado a una sala de conciertos. El cuento, publicado en los años 50, tiene el mérito de ser premonitorio. Se anticipa en diez años a la ola de histeria juvenil que desencadenaron las actuaciones de los Beatles, aunque se equivoca en sus protagonistas. No fue la clase media, que él probablemente odiaba, la que se abandonó a tales excesos, sino todo lo contrario. Fueron precisamente los hijos de aquella clase media los que, en lugar de regenerarla, se entregaron a tan desenfrenados modales.

Si uno lo piensa fríamente, hay siempre algo de excesivo en los vítores de los espectáculos. El público, vagamente consciente de que el diálogo entre unos pocos y una multitud es imposible, se limita a aplaudir o a proferir gruñidos colectivos en loa o repulsa de lo que acaba de presenciar. No es sólo una expresión de agrado o disgusto, sino que tiene algo de personal. Muy rara vez he visto aplaudir o abuchear una película, pero jamás he asistido a un concierto cuyos asistentes hayan permanecido en silencio al terminar la interpretación. Que, por cierto, sería lo más deseable, ya que el estruendo del aplauso destruye la magia del placer recién experimentado. Pero, de alguna manera que yo nunca he entendido, el público parece disfrutar compartiendo ese placer con la masa. No es un comportamiento racional, ni individual. ¿Alguien aplaude alguna vez después de consumar una relación sexual?

El aplauso responde a un impulso atávico de comunicación con la masa. Es un residuo del primo gorila que todos, presumiblemente, llevamos dentro. La pandilla de adolescentes, la banda de salteadores, la peña futbolística, la tribu o la nación ejercen sobre los seres humanos un magnetismo al que, pasado cierto umbral, es difícil resistir. No es casual. Las masas tienen una gran virtud: perdonan los pecados. Si una persona sola se enfurece con gritos, pateos y aspavientos por el lamentable libro de Ruiz Zafón que acaba de leer, muchos pueden pensar que está loca, aunque quizá se sumen a ella si, en una sala abarrotada de público, observan a ese mismo autor recibiendo el Premio Cervantes.

Se podría pensar que el atractivo irresistible de la masa proviene de esa ausencia de censura, de la posibilidad de aflojarse el cuello de la camisa social y comportarse desordenadamente. Pero hay veces en que el comportamiento de la masa es todo lo contrario. Ante la puerta de embarque del aeropuerto, los pasajeros empiezan a formar cola mucho antes de lo que parecería razonable, teniendo en cuenta que sus asientos están numerados y que, a nada que presten atención, el avión no despegará sin ellos. No sólo eso, sino que incluso se aproximan físicamente más de lo necesario a quien tienen delante. El celo obsesivo de los familiares de la Inquisición frente a la herejía, real o imaginada, o los marciales desfiles de las juventudes comunistas o nazis con sus uniformes y sus banderitas nos muestran esa otra cara extrema de las masas: el orden sin fisuras.

Estas dos variantes de comportamiento responden a la característica que mejor define la especie humana: la versatilidad. Los borregos son siempre gregarios, pero las hormigas obedecen unas pautas de conducta muy sofisticadas. Nosotros podemos congregarnos en estadios gigantescos dejándonos el cerebro en el guardarropa, pero también circular por complejas redes de autopistas guiándonos únicamente por señales simbólicas. En el reino animal hay especies genéticamente hermafroditas, fetichistas, pederastas, exhibicionistas, sádicas o masoquistas pero, sea cual sea la "perversión" que la naturaleza haya creado, siempre encontraremos a un ser humano que la haya practicado o fantasee con practicarla.

Quizá sea esa misma versatilidad la que nos hace necesitar normas y practicar ceremoniales para estructurar nuestras vidas. Aunque posiblemente no nos demos cuenta de ello, una buena parte de nuestro comportamiento social responde a convenciones preestablecidas, desde darse la mano a guisa de saludo hasta vestirse a la moda. Algunos de estos actos son miméticos, como esas frases que muchos repiten sin pensar, sólo porque circulan de boca en boca. Pero otros automatismos, quizá la mayoría, los practicamos simplemente porque está mal visto no hacerlo, como el estribillo a los estornudos ajenos, o ese absurdo "que aproveche" de los comensales (¿acaso alguien come para que no le aproveche?).

El pudor es otra convención curiosa. Una mujer puede sentirse ofendida ante la mirada de un varón colándose por algún resquicio de su vestimenta (que ella misma ha escogido ponerse), pero se exhibirá en topless sin reparo alguno en cualquier playa concurrida. Necesitamos sentirnos aceptados o justificados por la masa, pero hay que tener cuidado de no confundir la masa con la sociedad. Un simple grupo de amigos en vena gamberra puede servirnos para un desahogo aunque, a efectos prácticos, suele ser preferible una secta o un partido político (no estoy muy seguro de hasta qué punto son dos cosas distintas), una logia masónica, una nación victimista, un sindicato, una generación de intelectuales o el gremio de dentistas.

Supongo que es utópico aspirar a una sociedad sin tribus. Los individuos tienen intereses y, querámoslo o no, tenderán a agruparse en torno a ellos. Lo que una sociedad sana debería evitar es que sus integrantes se comporten como masa, y no como individuos. Que las ideas degeneren en ideologías. Que el poder esté configurado en términos de tribus, y no de intereses. Las personas podemos ser maniáticas, caprichosas, exigentes o soberbias pero, mal que bien, tenemos capacidad para aceptar la diversidad de nuestros semejantes. Las tribus excluyentes, no. La masa es totalitaria.

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sábado, 5 de marzo de 2011

Las vacaciones del Sr. Bernanke

El inglés aquel veraneaba todos los años en la misma isla, y pagaba siempre con cheques. Hartos de ir al banco a cobrar los cheques del inglés, los comerciantes empezaron a pagar sus propias compras con aquellos papelitos. Al fin y al cabo, el inglés había demostrado ser absolutamente solvente, y nadie en la isla tenía ya dudas de que el banco le canjearía al instante todos aquellos cheques por billetes de curso legal. Llegó, pues, un momento en que nadie se molestaba ya en ir a cobrar los cheques, que habían terminado circulando de mano en mano como una moneda más. Un día, el inglés se dio cuenta de que las vacaciones le salían gratis.

¿Gratis? Entonces, ¿quién pagaba las vacaciones del inglés?

La respuesta es desconsoladoramente abstracta, pero real: las vacaciones del inglés las pagaban todos los habitantes de la isla, en forma de... inflación. Parece difícil de entender, pero imaginémoslo de otra manera. Si los billetes de banco fueran ovejas, los isleños habrían dejado de pagar con ovejas para pagar con promesas de ovejas, con lo que las ovejas reales serían un bien más escaso y subirían de precio. En términos económicos: cuando la masa monetaria en circulación aumenta, los precios suben.

Teniendo en cuenta las cantidades ingentes de dinero que los bancos centrales se han sacado de la manga en los últimos años para tapar los agujeros de la banca, las perspectivas son escalofriantes. Es cierto, de momento todo ese dinero no circula. Los consumidores desenfrenados se han convertido en ahorradores desesperados, y los bancos tienen demasiadas hipotecas impagadas para pensar en otorgar otras nuevas. Pero, ¿qué sucederá cuando todos esos trillones de dólares se pongan en movimiento?

En cierto sentido, ya lo han hecho. En USA, la Reserva Federal está comprando (es decir, pagando con promesas) cantidades masivas de bonos del Tesoro, que consiguen así mantener unos tipos de interés muy bajos. En vista de lo cual, los inversores prefieren acudir a China o Brasil, donde la economía va bien y los tipos de interés son más jugosos. Como en esos países no hay tantos ahorradores y el dinero circula, la masa monetaria aumenta y los productos se encarecen. Y, para cerrar el círculo, nosotros terminamos comprándoselos... más caros. En otras palabras, la Reserva Federal está exportando inflación al resto del mundo. Felices vacaciones, Sr. Bernanke.

Aunque quizá no todo está perdido todavía. En una de esas playas de ultramar que don Fred utiliza para estimular la economía americana sin gastarse un duro se yergue, atenta, una implacable vigilante llamada Angela Merkel. Más nos valdría escucharla.

Doña Angela Merkel está preocupada, y ella sabe bien por qué. En 1914, al comenzar la primera guerra mundial, Alemania abandonó el patrón oro e introdujo como moneda el marco de papel (Papiermark), que en aquellas fechas se cambiaba a razón de 4,2 marcos por dólar. En agosto de 1923 hacía falta un millón de marcos para comprar ese mismo dólar, y dos meses después la inflación en Alemania alcanzó el 29.500% mensual.

Se cuentan muchas anécdotas de aquellos años. El grabadista Alfred Kubin, que, aconsejado por sus amigos, había invertido todos sus ahorros en bonos de guerra, decidió vender una casa de su propiedad. Terminada la transacción, acudió con el dinero a la tienda más próxima, a donde llegó apenas a tiempo para comprar una estufa. En las fábricas, los obreros cobraban dos veces al día. Sus mujeres aguardaban a la puerta de la empresa y, en cuanto recibían la media paga, salían literalmente corriendo a la tienda de comestibles, donde el tendero borraba y reescribía constantemente los precios sobre una pizarra. Se cuenta también la historia de una familia que había tenido que vender todas sus propiedades para emigrar a América. Cuando llegaron al puerto, sin embargo, su dinero no sólo no llegaba para pagar el pasaje del barco, sino que ni siquiera alcanzaba para regresar en taxi a la ciudad.

La tragedia de la inflación alemana, que influyó decisivamente en el ascenso de Hitler al poder, tenía un precedente, aunque no tan dramático: en Francia, durante la Revolución de 1789, los precios llegaron a subir un 143% al mes. Pero ni la inflación jacobina ni la alemana de los años 20 han sido históricamente las peores. Pongamos a prueba nuestra imaginación.

En 1938, un billete de un dracma le duraba a un griego en el bolsillo 40 días. El 10 de noviembre de 1944, ese mismo billete pasaba de mano en mano cada 4 horas, y los precios se estaban multiplicando por dos cada 4,3 días. Al día siguiente, el Gobierno griego introdujo el "nuevo dracma", que sustituyó los billetes antiguos a razón de 50.000 millones por uno.

La guerra de Yugoslavia, sin embargo, convirtió la inflación griega en una menudencia. En 1994, los precios subían en Yugoslavia un 64,6% cada día, es decir, 313 millones por ciento al mes. Un producto que al comienzo de la inflación costara 1 dinar terminaría vendiéndose, pocos años después, por 50 billones de dinares. Como los ceros no cabían ya en los billetes, se introdujo sucesivamente el "nuevo dinar", que equivalía a 1 millón de antiguos dinares, seguido del "nuevo nuevo dinar", que reemplazaba 1.000 millones de nuevos dinares, y, finalmente, el "super dinar", que valía 10 millones de "nuevos nuevos dinares".

Pero los yugoslavos se quedaron todavía cortos. En noviembre de 2008, la cesta de la compra subía en Zimbabwe a razón de 79.600 millones por ciento al mes. La máquina de imprimir billetes echaba humo. Cuando se introdujo el billete de 100 millones de dólares zimbabwenses, el precio de una barra de pan pasó de 2 millones a 35 millones de la noche a la mañana. En julio de 2008, sin embargo, la impresión de nuevos billetes se detuvo: el Gobierno se había quedado sin papel.

Sin embargo, los zimbabwenses todavía pudieron consolarse. En la primera mitad de 1946, la inflación mensual en Hungría alcanzó los 13.600 billones por ciento. El billete de mayor cuantía que se llegó a imprimir valía 100 trillones de pengos (un 1 seguido de 20 ceros). Los precios se duplicaban cada 15,6 horas, y las monedas desaparecieron de la circulación, ya que el metal que contenían valía mucho más que su valor nominal. El Gobierno, desbordado, adoptó una moneda especial para los envíos postales, cuyos precios anunciaba diariamente por la radio. En 1946, cuando finalmente se sustituyó el pengo por el forint, la totalidad de los billetes en circulación en toda Hungría valía la décima parte de un centavo de dólar USA.

Siempre es un poco violento tener que decir estas cosas, pero ¿sería usted tan amable de pagarse sus vacaciones, Sr. Bernanke?


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