domingo, 3 de julio de 2011

La censura

Hace algunos meses leí en un blog una entrevista al gran dibujante de historietas Vázquez, que alegró muchas horas de muchos niños -entre ellos, yo- en los años 50 y 60. Tenía yo completamente olvidadas aquellas historietas. Una vez rebasada la adolescencia, los recuerdos felices de la infancia se van convirtiendo en mitos lejanos, desconectados de la vida adulta, hasta que el día menos pensado una imprevista magdalena de Proust los rescata de la memoria.

Lo cierto es que la lectura de los "tebeos" era para mí el rato más feliz de la semana. No recuerdo apenas los argumentos, aunque sí vagamente los personajes, cuyo mayor encanto, para un niño, consistía probablemente en ser capaces de hacer todas aquellas contorsiones y muecas imposibles en la vida real. En parte por los comentarios de mis padres, y en parte porque también los niños, a su manera, son capaces de leer entre líneas, yo captaba en aquellas historietas un regusto de crítica social, cuyo único efecto sobre mí era reforzar mi visión de los adultos como habitantes de un mundo absurdo, expulsados por tontos de un paraíso donde la vida no tenía por qué ser otra cosa que una experiencia divertida.

Buena parte de aquella crítica social era, en realidad, política, aunque no parece que Vázquez fuera un hombre politizado. Era, más bien, anarquista sin afiliación y por instinto, como tantos otros que han trufado el paisanaje de España durante siglos hasta que, en los años 80, el consumismo, las subvenciones y la correción política se los merendaron. Pero Vázquez era sobre todo golfo, polígamo, sablista, tramposo, caradura y, como buen español, hijodalgo imaginario. Al leer su biografía, me indignó descubrir que aquel hombre, que había endulzado tantas horas y fantasías de mi infancia, fuera en realidad un bandarra que no pagaba sus deudas y que había abandonado a su mujer con tres hijos de corta edad. Y comprendí que aquellas horas dichosas que todavía les debo a don Ángel Siseñor, la familia Cebolleta y Anacleto, agente secreto no habrían sido posibles sin la censura franquista.

Las historietas de los tebeos no fueron el único producto de la censura franquista. Los años 50 y 60 fueron la edad de oro del género en España, pero también hubo películas espléndidas que lo fueron gracias a que intentaban decir cosas que no se podían decir. Bienvenido, Mister Marshall, Plácido, Esa pareja feliz, El pisito, El verdugo, o la escena final de Viridiana, en la que Buñuel sustituyó un ménage à trois por una partida de tute para eludir la censura, contienen la dosis justa de humor y de rabia para hacer de ellas obras maestras.

Quizá la idea clave es precisamente ésa: la dosis justa. Se han escrito ríos de tinta sobre las esencias del arte, y no tengo  intención de castigar a quien lea esto con un afluente más, en parte porque me parece un terreno muy resbaloso. Pero mi concepción del arte y de la cultura está marcada por las últimas obras de Freud, en particular El Moisés de Miguel Ángel y El malestar en la cultura. La superación de una imposibilidad es la impronta inconfundible de la obra artística, y tal vez por eso me horroriza la evolución del cine hacia las imágenes en tres dimensiones. No quiero que me lo den todo masticado.

Naturalmente, tampoco quiero decir con esto que el franquismo fuera beneficioso para el arte en España aunque, haciendo balance, el saldo final tal vez no fuera tan negativo. Durante la dictadura hubo también películas abyectas, como Raza, que los años han convertido en cómicas por su grotesca exaltación de la ideología del poder. Pero también puede suceder que dentro de cincuenta años alguien diga lo mismo de muchas películas contemporáneas, con su obsesión por el sexo, los clichés de la Guerra Civil o la grosería populista. La pintura de Dalí o de Antonio López, la obra poética de Vicente Aleixandre y de Dámaso Alonso, o novelas como Tiempo de silencio, Alfanhuí o San Camilo 1936, testimonian que las dictaduras pueden ser agobiantes y odiosas, pero no necesariamente castradoras.

De eso sabían mucho los pintores y compositores musicales de épocas pasadas, reducidos a asalariados y encargados, además, de exaltar la gloria y lustre del poderoso de turno. El primer músico que se liberó de la condición de sirviente fue Mozart, a mediados del siglo XVII, y muchas de las grandes obras maestras de la pintura, de la arquitectura y de la escultura representan temas o símbolos religiosos. Quien paga, manda. Pero esa imposición, que seguramente muchos artistas actuales considerarían insufrible, era simplemente un acicate para el verdadero artista, que tenía que ingeniárselas para expresarse pese a todo, apurando al máximo el lenguaje que le venía impuesto desde arriba.

Las Recercadas de Diego de Ortiz y El clave bien temperado eran obras didácticas, y las Soledades estuvieron dedicadas al Conde de Villamediana. La Capilla Sixtina fue un encargo del papa Julio II, y la Mona Lisa lo fue de un comerciante de sedas. Caravaggio o van der Weyden pintaban temas bíblicos, pero la fascinante composición de sus escenas consigue hacernos olvidar la intención religiosa. Y hasta los dadaístas y dodecafonistas se obligaron a sí mismos, por el hecho de adherirse a sus respectivos movimientos, a escribir lo primero que les venía a la mente o a dar exactamente la misma importancia a las doce notas de la escala cromática.

Por eso el cine en tres dimensiones no va a facilitar el trabajo de los cineastas. Si acaso, les pondrá las cosas más difíciles, porque el arte implica un lenguaje, y todo lenguaje implica inevitablemente normas y restricciones. El artista contemporáneo no es -como muchos piensan- el más libre, sino el que sabe ver limitaciones donde otros no son capaces de ver nada.

Y las supera.


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