sábado, 27 de agosto de 2011

Un día en Holanda

En muchos aspectos, me siento en Holanda como en mi casa. Desde siempre. Todos tenemos facetas poco atrayentes, y los holandeses no se libran, pero a mí me gusta sobre todo esa campechanía respetuosa, de campesino civilizado, de un país que lleva ya siglos luchando contra un oceánico Goliath -generalmente, con éxito-.

La mañana de hoy sábado ha amanecido con sol pero, cuando he querido salir a la calle, llovía ya otra vez. Me he resignado a esperar, y me he puesto a leer las noticias mientras la lluvia remitía. Cuando he visto que el charco delante de mi ventana apenas se rizaba, he salido apresurado en dirección al tranvía. Es mi primera mañana libre desde que llegué a La Haya.

Mientras camino, trato de decidir hasta qué punto podría pasar ahora desapercibido en las imágenes de un vídeo grabado por un turista. Llego a la conclusión de que fácilmente podría pasar por un aborigen más. De hecho, muy a menudo me preguntan cosas en holandés por la calle, como si hubieran reconocido en mí a alguien del barrio. Yo también soy muy alto, tengo una forma de andar un tanto rústica, y me visto más o menos como ellos, aunque en colores generalmente más variopintos.

A mitad de camino del centro, decido de repente bajarme del tranvía. Estoy en un barrio que quería explorar desde hace tiempo, y esta mañana su calle principal tiene un aire animado. Además, la lluvia ha remitido. Sin embargo, me decepciono en seguida. Las calles en Holanda no son la misma cosa con sol que sin él, y la animación que vi hace sólo dos días son ahora sólo unas cuantas tiendas abiertas. Entro a un establecimiento a comprar vitaminas, y cuando regreso a la calle ha empezado a llover otra vez. Me refugio en la única cafetería que he visto abierta, y pido un café caliente.

El local es un híbrido de coffee shop y cibercafé, pero los clientes que están sentados ante las pantallas están todos liando o fumando porros. Aparte de las de la barra, no hay otras sillas. Me atiende un sesentón con coleta, probablemente el mismo que regenta el local, que, calculo yo, debe darle lo justo para ir tirando. Excepto por la coleta y el negocio, viendo a aquel señor con aspecto de tendero jubilado pocos podrían imaginar que en su pasado hubo, quizá, un joven hippie con melena que tocaba los bongos en el Vondelpark y practicaba el amor libre, allá por los años 70. 

El hombre de la coleta sale de detrás de la barra y desaparece en la calle, dejando a los clientes solos. Ha salido a renovar el parking de su furgoneta. Cuando regresa, le pregunto cuánto le debo en el preciso momento en que él iba a trabar conversación conmigo. Lamento el bad timing. Me habría gustado preguntarle por su vida. Afuera, ha amainado la lluvia. Apenas he avanzado unos metros cuando empieza otra vez a llover. Fuerte. Pese a la presencia impenitente de la lluvia, las calles en Holanda no suelen tener soportales, como en Galicia. Aquí, si te pilla, no tienes escapatoria... excepto seguir caminando.

Inciso. Hay un teorema de física que demuestra que la cantidad de agua total que uno recibe cuando atraviesa un tramo uniforme de lluvia es siempre la misma, tanto si uno corre como si camina apaciblemente. Sé que una cosa es decirlo y otra, hacerlo, pero ahí queda. Ciertamente, las únicas veces que he tratado de aplicar esa noción me he mojado hasta cierto punto pero, se mire como se mire, es difícil compararse con lo que nunca sucedió.

Lo que sucedió esta vez fue que, caminando sin esperanzas bajo el aguacero, acerté a vislumbrar en una esquina distante la entrada de un centro comercial. Corriendo o a paso normal, llegué a refugiarme a ella. Imposible pasear por La Haya esta mañana. Tal vez lo mejor será que haga la compra en el supermercado y regrese a casa en tranvía. La comida en Ramna, mi restaurante indio favorito, tendrá que quedarse para otra ocasión.

Para empezar a conocer a un pueblo, un buen método consiste en visitar sus supermercados. Qué les gusta y qué no les gusta. De entrada, prácticamente todo lo que les gusta está refrigerado. Entre usted a comprar a un Albert Heijn, y tendrá una idea de lo que era la vida en los iglúes. El resfriado que pillé anteayer lo atestigua. Además, la mayoría de las cosas que compran vienen en embalajes cuadrados, sin caprichos formales, para encajar bien con otros embalajes, incluso de contenidos dispares. Pero, en concreto, se puede deducir que les gustan mucho las comidas preparadas y los dulces, y que toman mucho café. La abundancia de productos relacionados con el café y los tés exóticos me hace evocar los interiores de esas casas de enormes ventanas, a menudo sin el pudor de unas cortinas y en familia o no, pero en una butaca cómoda y con una taza humeante en las manos.

Detesto el arroz de grano largo, pero en este supermercado ninguno de los que veo se parece al que yo quiero, que es el valenciano común y corriente, el mismo que cultivan en el Simplón o el de los risotti de Italia. Por fin encuentro uno, en una estantería casi inalcanzable. A juzgar por el precio y el tamaño del paquete (250 g), el género debe estar contabilizado en la categoría de los perfumes exclusivos, o quién sabe incluso si de las sustancias estupefacientes. Aprovecho el poco peso para comprar también bulghur, y me dirijo a la caja.

El orden en Holanda es un concepto muy sutil, fundamentado en el sentido práctico y en el sentido común. Al llegar a la caja, cada cliente recoge una regleta divisoria y la coloca sobre la cinta transportadora, en el límite de su compra. Las regletas retornan a la cajera, que las va empujando por una acanaladura para uso de otros clientes. Es una rutina muy informal, pero que funciona con el rigor de una cadena de proceso industrial. Aquí las fachadas de las casas están geométricamente estructuradas en rectángulos y son a menudo idénticas, pero uno siempre puede afirmar, sin vacilaciones, dónde empieza y dónde termina cada casa. Esa uniformidad aparente no les importa, porque éste no es un pueblo de divos, sino de currantes. Tiene también muchos pillos pero, a diferencia de lo que sucede en los países latinos, aquí los pillos destinan probablemente su dinero a fines prácticos. Si no, no se explica que este país esté capeando con relativo éxito el temporal económico.

Holanda, por cierto, conoció la primera gran burbuja que recogen nuestras crónicas: la de los tulipanes. Fue también, antes que nadie y durante siglos, el único país de Europa al que los judíos podían emigrar sin seguir siendo ciudadanos de segunda. Además, los holandeses profesan desde antiguo gran afición a la pintura. En el siglo XVII, su burguesía y su clase media dieron de comer a muchos grandes artistas, y rompieron el agobiante monopolio de los temas religiosos.

Incluso para alguien tan alto como yo, las holandesas rubias de ojos azules que uno se encuentra por la calle tienen un no sé qué que evoca los estros de una granja lechera. Carecen de ese algo indefinible que, para mí, hace a una mujer irremediablemente atractiva, pero tampoco juegan sin necesidad el juego de la seducción y, para un habitante del sur, esa naturalidad es relajante.

En todo eso pensaba yo esta mañana, con las bolsas de la compra sobre las rodillas, viendo discurrir las calles mojadas por la lluvia mientras el tranvía me devolvía a mi barrio.

Apenas había llegado a casa cuando dejó de llover.


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