martes, 18 de octubre de 2011

Recetas para el triunfo

La banda armada ETA, como Göbbels en su tiempo, ha ganado la batalla de la información. Y, con ello, se ha abierto las puertas del triunfo (de momento). Las ratas, para sobrevivir, tienen que despabilarse más que sus alimentadores y, en parte por eso y en parte por una de esas carambolas de la Historia, la ETA se adelantó sin querer, ya en el siglo XX, a un futuro en el que la información es la clave del Poder.

¿Una banda armada que se sale con la suya? ¿En Europa? ¿En el siglo XXI? Hace sólo 20 años pocos lo habrían creído excepto, quizá, los iluminados residuales de la caída del último gran totalitarismo.

No sé si incluir a François Mitterrand en ese grupo espectral, pero lo cierto es que el ojo políticamente tuerto del (inevitablemente) gaullista Presidente francés puso, sin que a éste le temblara el pulso, muchos granitos de arena en la clepsidra de la banda armada. Tiempo ganado para la Historia: los propios etarras no lo sabían, pero tenían que resistir hasta el siglo siguiente.

Que es éste. Y a este siglo llegaban con ventaja. Mientras la Baader-Meinhof y las Brigadas Rojas se rendían a la fuerza del Estado, los de la chapela resisitían en sus escondrijos de la Aquitania, y aprovechaban el respiro para ir saliendo en los periódicos de cuando en cuando con unas cuantas bombas y disparos varios. Nos íbamos familiarizando con ellos. Malo. Y, como en la alegoría de Orwell, insensiblemente asimilábamos su lenguaje. Euskadi, izquierda abertzale, ikastola, Donosti, el Estado español, movimiento de liberación, cale borroka y, ya en la etapa del asalto final, el conflicto y... la Paz. The End. Guión perfecto.

Es cierto que Felipe González no ayudó. El misterioso suicidio de Ulrike Meinhof y varios correligionarios se hundió rápidamente en ese limbo en el que reposa todavía Kennedy, pero los GAL eran unos personajes de historieta cómica que regalaron a la banda armada la condición de víctimas. Víctimas de un Estado de risa, cierto, pero, ojo, de nadie más. Claro que, a quién le importa la risa del Estado cuando considera que todos los ciudadanos somos representantes de él, y no al revés.

El regalo estaba envenenado, y su precio fue la caída de Felipe. Casi al mismo tiempo que moría François. (Perdóname la familiaridad, François, pero es por equiparar). Las cosas se pusieron feas, pero entre tanto habían sucedido muchas otras cosas. Las guerras no eran ya de verdad, porque ahora se libraban en los videojuegos. La juventud se despolitizaba y se iba haciendo a la idea de que el mapa del mundo se termina en el límite provincial. Habían dejado de leer, sólo usaban ropa de marca y empezaban a acariciar la idea de ponerse un pendiente en el ombligo. Para mirárselo más a menudo, quizá.

Las cosas se iban poniendo feas, pero las condiciones objetivas no engañan. Ya lo dijo Julio César: divide, y vencerás. Además, doscientas mil personas se habían quitado la chapela y se habían largado. Y, para colmo de condiciones objetivas, un día de repente los pisos ya no valían lo que todos creían que valían. Era el momento. La luna se había puesto en cuarto creciente, y a aquella mortecina luz nadie discernia ya el bulto de las chapelas.

El Estado de risa de Felipe era ahora un Estado de morirse de risa, con payasos repartidos por todos los telediarios. En tales condiciones, casi no había más remedio que subirse a la carroza de la Alianza de Civilizaciones. Era tan divertido tirarle tartas a la cara a Zapatero. No sólo se dejaba sino que, además, sonreía. Como en el circo de verdad.

Sólo que en ese circo los etarras no son los payasos, sino los leones. En cuanto terminen de hacer las paces, esos señores de las chapelas (vosotros, no; esos otros que van a misa) les terminarán de abrir la puerta de la jaula. Ellos no ven leones, sino hijos descarriados, y por eso durante cuarenta años les han estado echando comida por entre los barrotes, a hurtadillas. Al fin y al cabo, ningún león se come al domador que lo alimenta.

Al menos eso dice la teoría. Con una sola excepción: cuando los domadores son también payasos.

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