sábado, 1 de agosto de 2020

La espiral - 24

(Comienzo)

Rosario se durmió antes de terminar el segundo cornete. Durante su ausencia, yo había tenido la precaución de sustituirla en el asiento del conductor, de modo que, en cuanto emitió los primeros ronquidos, arranqué el motor y emprendí el camino de su casa. En ese momento sonó mi teléfono. Me detuve junto a un semáforo y contesté. Era Katia.

"Hola", la oí decir. "¿Qué haces?"

Miré a Rosario. Sus ronquidos hacían retemblar el asfalto bajo las ruedas. Improvisé.

"Estoy en el taller. Me están reparando el motor del coche"

"No, eso me da igual. Quiero decir esta noche"

"Esta noche... No sé. Tendría que consultar mi agenda"

"¿Por qué no vienes a casa? Me tomaré un mojito. Y luego, si quieres, bailaremos"

Aquella podía haber sido la voz de una fiscal en un juicio por genocidio, pero el recuerdo de la última noche con ella me desarmó completamente. Sentí cómo crecían alas en mis tobillos.

"¿Esta noche? ¿Por qué esperar tanto? Voy para allá"

Arranqué haciendo chirriar los neumáticos, me salté el semáforo en rojo, zigzagueé por las calles hasta que llegué al garaje de Rosario, apagué el motor, dejé las llaves colgando de su escote y salí a la calle. Mis piernas temblaban. Me tuve que agarrar a un árbol hasta que paró el primer taxi.

Las dalias de las paredes del dormitorio de Katia me devolvieron a la realidad. Hacía rato que había amanecido y Katia no estaba en la habitación. Me froté los párpados. Todos los músculos de mi cuerpo pedían auxilio. Con dificultad, conseguí incorporarme y apoyé los pies en la alfombrilla rosa del suelo. Exploré mentalmente mi capacidad de resistencia. Por suerte, de los tobillos para abajo no tenía agujetas, lo cual me permitiría tal vez llegar hasta la ducha sin necesidad de reptar. En ese momento se entreabrió la puerta.

"Cú-cú", retumbó una voz casi tan femenina como un rezo budista. Era Katia.

"¿Has dormido bien?", afirmó. La puerta se abrió del todo. Katia, ataviada sólo con un dos piezas de lencería malva, llegó hasta mí con una bandeja entre las manos y la dejó sobre la cama.

"Te he traído el desayuno. ¿Tienes hambre?", volvió a afirmar.

"¿Has cambiado de color preferido?", repliqué, enviando un mirada a su tanga y a su sujetador.
Se miró. "Ah, esto". Se encogió de hombros. "Se me han desteñido. Las metí en la lavadora con las plantillas de los zapatos. Pero no te preocupes. Me las puedo quitar..."

Mis tobillos me enviaron un mensaje de alarma. Eran mi último recurso para librarme de la silla de ruedas.

"No, cariño, ahora no", me excusé, inclinándome ávidamente sobre el plato de los croissants."Hoy tengo muchas cosas que hacer. Si quieres..."

Levanté la vista. Katia me sonreía pícaramente, mientras su lengua lamía con deleite un cornete de chocolate.

Qué diablos. Mis tobillos podían esperar. Y Belinda, también.

(Siguiente)

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