sábado, 4 de mayo de 2019

De juezas y miembras

En los últimos decenios, cada uno a su manera, el sexo y el género han invadido las sociedades occidentales.

Entendámonos. Por 'sexo' quiero decir todo lo relacionado con el deseo sexual, y por 'género', esa elegante manera de sentenciar a los varones antes de habernos juzgado. En mi documento nacional de identidad figura todavía, como reliquia de un pasado inocente, el concepto "Sexo" (curiosamente, acabo de descubrir que para el Ministerio del Interior soy hermafrodita), cuyo significado es hoy ya tan distinto que, en lugar de especificar si Varón o Mujer, parecería más procedente indicar si Sí o si No.

El 'sexo' no diferencia ya a las personas en función de sus atributos reproductores. Ahora esa palabra designa al mismo tiempo los órganos sexuales, su disfrute y todo lo que pudiera imaginablemente conducir a tal fin... excepto, claro, en las películas españolas, en que se trata simplemente de exigencias del guión.

Como cabría esperar de una palabra tan cargada de significados perturbadores, la situación es confusa. Aunque el sexo moderno es algo que todos llevamos puesto, "tener sexo" significa en realidad tener relaciones sexuales, de modo que uno puede “tener” mejor o peor “sexo” con idependencia de la calidad, habilidad o tamaño del “sexo” que uno tenga. Por influencia del inglés, la palabra "sexo" está relegando incluso a otra que empieza a estar ya anticuada: sexualidad. Y que tampoco parecía, por cierto, muy acertada. Si la cordialidad es la cualidad que diferencia a los cordiales de los antipáticos, la sexualidad debería ser más bien lo que nos diferencia a todos de las amebas, sin necesidad de más detalles.

Gracias a esa transformación, el sexo permite ahora seguir diferenciando a los conejos de las conejas, pero no a los maridos de las mujeres, y no digamos ya a los jefes de las empleadas. Lo cual había que evitar a toda costa, porque un nuevo concepto empezaba a abrirse paso en la sociedad (es decir, en los medios de comunicación que la adoctrinan): el abuso de las mujeres a manos de los hombres. Dejando aparte la nebulosidad de que las razones de un delito lo hagan más o menos condenable (¿un terrorista político puede ser menos culpable que un asesino pasional?), el nuevo concepto hacía necesaria una nueva palabra.

En inglés fue fácil. Al igual que en los seres humanos, en inglés hay palabras masculinas y femeninas, y la diferencia entre ellas se denomina 'gender' ('género'). El nuevo problema se resolvió, pues, ampliando el significado de 'gender' para reemplazar al ya anticuado 'sexo'. En español, en cambio, los problemas no habían hecho más que comenzar. Para empezar, en inglés tienen palabras suficientes para distinguir entre 'gender' (género gramatical), 'genus' (género taxonómico), 'genre' (género literario), e incluso 'stuff' (género textil). En español, no. Y, para agravar las cosas, el verbo 'sexualizar' tendría que haberse convertido, por coherencia, en 'generalizar'. Pero es que el español es, además, una lengua 'sexuada' (¿generada?), con escasez de sustantivos neutros, y la incorporación de las mujeres a ámbitos hasta hace poco masculinos obligaba inevitablemente a tomar decisiones. No siempre a gusto de todos.

Hace ya algún tiempo, una ministra española se refirió --aparentemente con ánimo de provocar-- a las 'miembras' de no sé qué comisión. Como era de esperar, la palabra provocó un revuelo. La 'sexualización' de los sustantivos, que hasta hace poco era espontánea, viene dictada en los últimos tiempos por ideologías políticas. Espontáneas fueron “asistenta” y “gobernanta”, pero quizá un poco menos “modisto” y, años después, "jueza". Considerando el grado, a veces cómico, de ideologización de ciertos Gobiernos, no es aventurado suponer que el femenino ”miembra” respondiera a motivos enteramente doctrinarios. Sin embargo, para quienes consideramos el lenguaje como una caja de herramientas lo importante no es eso, sino averiguar si las nuevas herramientas son o no coherentes con las ya existentes.

Así, siendo ya femeninas 'nuez', 'preñez' o 'Aranjuez' (que es “una” ciudad), no parecería necesario añadir la 'a' de 'jueza', y con decir 'la juez' debería bastar. Otros femeninos, como 'ingeniera' o 'arquitecta', concuerdan bien con 'molinera' o 'predilecta', pero también es cierto que ningún maquinista se rasga las vestiduras porque el nombre de su oficio termine en 'a'. Algo parecido sucede con los miembros. La pierna es tan miembro como el brazo, y a nadie se le ocurriría decir que le duele la miembra inferior (¿inferiora?) izquierda. Doña Clotilde puede ser perfectamente “miembro” de una comisión, del mismo modo que Don Salustiano, sin dejar de ser ”una” persona, puede ser una “joya” para su empresa.

El hábito no hace al monje. Al igual que los eufemismos no terminan nunca de enmascarar el significado que tratan de ocultar (piénsese, por ejemplo, en la inacabable progresión desde las 'cámaras' del Siglo de Oro hasta el más reciente 'baño' o 'aseo', pasando por el 'excusado' de mi abuelo, el 'retrete' de mis padres, el 'wáter' de mi generación y el 'inodoro' de la siguiente), las ideologías, permanentemente enfrentadas a la realidad del mundo real, terminan también tarde o temprando pasando de moda, envejeciendo y... sí, muriendo.

Referirse a los ciudadanos llamándonos 'ciudadanos y ciudadanas' es, además de farragoso, innecesario. Y, lo peor de todo, la neurosis morfológica que genera en el hablante (sobre todo si el contenido del discurso es tan vacío como el de un político) puede terminar arrastrándonos al extremo opuesto del “newspeak”. Es decir, a un mundo de votantes y votantas, miembras y miembros... e, inevitablemente, botaratas y botaratos que, de cualquier forma -y esto es lo realmente importante- seguirán sin haber leído un libro en toda su vida.

Aunque, por supuesto, mientras los varones seamos portadores del nuevo pecado original de serlo, los panoramas y los sofismas seguirán sin poder someterse a la operación de cambio de... ejém, género que los convierta en su verdadera vocación: panoramos y sofismos.


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