domingo, 11 de noviembre de 2018

Izquierda, derecha y libertad

El 15 de mayo de 2011 recibí una llamada telefónica inesperada. Mi amigo más antiguo -llamémoslo G.- había acudido a la Puerta del Sol de Madrid y en aquel momento, para él emocionante, se había acordado de mí. Quería compartir conmigo su entusiasmo por un movimiento social en cuyo nacimiento estaba participando. En directo. Me pilló tan de sorpresa que apenas supe responderle con un comentario escéptico, para salir del paso. Mi gran amigo, el que siempre había sido más sensato que yo, había perdido la cabeza y se había pasado al enemigo. ¿Cómo podía estar sucediendo una cosa así?

Aquella llamada me trastornó profundamente. Tengo una gran intuición, pero razonando soy lento. Necesito darle muchas vueltas a las cosas, analizarlas desde todos los puntos de vista y descartar todas las posibles alternativas antes de estar seguro de lo que argumento. Y detrás de aquella llamada había mucha tela para cortar. Lo que estaba sucediendo en mi país era un cambio cualitativo que yo me resistía a aceptar, y aquella llamada me obligaba a mirar de frente a la realidad.

El caso de G. no era el único que yo había conocido. A bote pronto, me vienen a la mente dos más. Los dos eran amigos muy queridos. Muy buena gente, como suele decirse. Los dos se pasaron al bando de los malos. No espero que ninguno de ellos se asome nunca a este blog, pero aun así los mencionaré sólo por sus iniciales.

Conozco a M. desde la más tierna infancia. Su familia y la mía veraneaban en la misma playa. Tenía cuatro hermanos varones, y el mayor de todos ellos era el alevín de mi grupo de amigos. Con los años, las diferencias de edades se difuminaron, y de todos los hermanos él fue el único con el que mantuve contacto durante muchos años, a pesar de mis idas y venidas de uno a otro país. El era un hombre de derecha, con las ideas claras. Yo entonces todavía coqueteaba con la izquierda, pero siempre sentí admiración por la nobleza que traslucían sus convicciones. M. no era sectario, se sentía unido al resto de los españoles, defendía a su familia, no era envidioso y siempre estaba dispuesto a echarte una mano.

Cuando dejó su trabajo en una notaría de Valencia, perdimos el contacto. El estaba cambiando. Se separó de su mujer, empezó a renegar de sus antiguas ideas y, finalmente, hace unos años -la última vez que nos encontramos- vi en él el polo opuesto del M. que yo había conocido. Hacía poco que había estallado la burbuja inmobiliaria, y él ahora repetía como un loro las manidas consignas izquierdistas. Se había vuelto envidioso y sectario. Quizá no es casualidad que, a pesar de mis intentos, no nos hayamos vuelto a ver.

J. era uno de los amigos que hice en aquel pueblo de Valencia, cuando fui a parar allí con mi vieja furgoneta en el año 80. Le gustaba conocer mundo y le agobiaba el provincianismo circundante. No sólo la mentalidad provinciana, sino la ideología provinciana, que por aquel entonces todavía no merecía el nombre de nacionalismo. Fue a trabajar a la vendimia francesa en varias ocasiones y, posiblemente en uno de aquellos viajes, se presentó en Ginebra, donde yo vivía por entonces.

Siempre vi con benevolencia su ecologismo convencido. Incluso, en una época, compartí con él algunas de sus inquietudes en ese sentido, sobre todo el amor por la naturaleza. Cuando yo me distancié de la ideología ecologista, solíamos argumentar acaloradamente tanto a favor como en contra, pero él nunca dejó de ser mi amigo por esas diferencias. Sin duda como consecuencia de sus lecturas, sus posturas se fueron radicalizando, mientras que las mías se fueron haciendo cada vez más escépticas. Nuestros encuentros habían terminado convirtiéndose en un agotador diálogo de sordos, pero la amistad seguía estando por encima de todo.

Hace sólo unos meses, sin embargo, en una cena con él y con su mujer las diferencias ideológicas habían dejado de ser impersonales. Para mi sorpresa, su mujer había asumido íntegramente el ideario nacionalista, hasta el punto de defender la inmersión lingüística en valenciano, aun sabiendo que afectaba a un niño de mi propia familia. J. callaba. Trataba de mantenerse equidistante, pero ya no era el J. que yo había conocido. Ya no aborrecía el provincianismo. Ponía reparos a los desmanes del nacionalismo catalán, pero ya no eran objeciones de fondo. Y sus ideas políticas, cada vez más descabelladas, habían traspuesto ya la frontera del sectarismo. El también había sido abducido por el bando enemigo.

Sí, he dicho 'bando'. Eso es lo que ha cambiado en España. Una cosa son las ideas, y otra muy distinta son los bandos. Un amigo puede tener ideas opuestas a las tuyas, pero cuando esas ideas se materializan en un bando tenemos un problema. Yo he tenido buenos amigos que, en algunos aspectos, consideraba inferiores a mí, pero nunca se me ha pasado por la cabeza unirme a un movimiento que proponga exterminarlos, someterlos a mis ideas u obligarlos a cambiar sus costumbres.

Me dolió la abducción de M., aunque nuestro distanciamiento había sido progresivo y, por lo tanto, el desenlace no fue traumático. Me dolió mucho más la transformación de J., que a lo largo de muchos años había demostrado ser el amigo más fiel de cuantos he tenido en aquel pueblo de Valencia. Me distancié también irremediablemente de B., otro amigo entrañable del mismo pueblo, que se había ido radicalizando hasta formar parte del bando enemigo. Otros dos antiguos amigos de aquella época ya se habían negado explícitamente, años atrás, a que siguiéramos viéndonos. Todo eso me dolió. Todavía me duele. Pero la transformación de G. es mucho peor: me tortura.

Desde hace ya años, me tortura una y otra vez pensar que G., una persona extraordinariamente inteligente, que siempre tuvo un corazón de oro y que siempre ha tenido un sentido común muy superior al mío, se haya convertido en un zombie ideológico. No es que yo no sepa cómo se llega a eso. Lo sé perfectamente, porque lo he vivido en mis carnes desde mis primeros años en la Facultad. A ese estado se llega por la vía emocional y por la falta de información. Precisamente los dos ingredientes típicos de los dos grandes sistemas totalitarios: el comunismo y el fascismo.

Cuando he dicho “falta de información” he sido benévolo. Lo que en realidad quería decir era “una combinación de información selectiva y de información falsa, o tendenciosa”, todas ellas al servicio de los fines totalitarios de turno. Los monopolios siempre son nefastos, y en España, en los últimos años, han convergido dos monopolios de los medios de comunicación: el de la extrema derecha en manos de los bandos independentistas, y el de la extrema izquierda en manos de los bandos socialistas.

La tenaza es formidable, y me temo que ya no va a ser posible contrarrestarla, al menos pacíficamente. Lo único que puedo hacer, a ese respecto, es prepararme para que, cuando estalle el pandemónium, no me pille en medio. De hecho, si pudiera, ya me habría marchado. La dictadura que se está gestando aquí empieza a ser ya más insoportable que el franquismo.

Pero la idea de que G. continúe obnubilado por la propaganda de unos canallas me torturará hasta el fin de mis días. No sólo por él. Estoy seguro de que hay muchos más como él, buenas personas que viven engañados por una visión del mundo totalitaria y tendenciosa y, lo que es peor, que podrían terminar siendo víctimas de su propia ingenuidad. Recuerdo a menudo a una amiga de simpatías izquierdistas que vivía en Caracas. Era compañera de trabajo, y solíamos encontrarnos cada dos o tres años en algún lugar del Caribe para alguna conferencia internacional. Con el paso del tiempo fui viendo su evolución. Al principio veía con buenos ojos la presidencia de Hugo Chávez. Años después, se mostraba crítica con él, aunque siempre desde posiciones de izquierda. En nuestros últimos encuentros estaba ya aterrorizada, y ni siquiera me permitió que viajara a Caracas para pasar unos días con ella y con su familia. Ahora, hace ya un par de años que no sé nada de ella.

Sé que yo solo no puedo hacer frente a un tsunami, y no otra cosa es el fenómeno de masas que está devorando mi país. Ante un tsunami que se te viene encima, es absurdo ponerse a rezongar contra el servicio meteorológico. Lo único que se puede hacer es echar a correr. Yo ya lo hice en Barcelona y lo tendré que volver a hacer pronto otra vez. Pero no por huir dejará de torturarme la idea de que hay ahí afuera mucha buena gente que, por falta de información real, o nada entre dos aguas o se deja llevar por la corriente. Por eso he decidido hacer algo que desde hace algún tiempo vengo rumiando. No puedo luchar yo solo contra los grandes medios de comunicación que manipulan a las masas, pero tal vez pueda aportar a un puñado de buenas personas la información que esos medios les hurtan o les presentan deformada en aras de sus perversos intereses.

No soy la persona más adecuada para ello. No soy economista, ni jurista, ni historiador, pero sé ser objetivo, he pensado mucho en todos los temas que quiero abordar, y en largos años de búsqueda de la verdad he accedido a fuentes de información que, aunque están al alcance de todos, los monopolios de la verdad ocultan concienzudamente, trocean a su conveniencia, vetan o convierten en anatema para que nadie, accediendo a ellas, descubra cómo arrancarles a ellos la careta.

He dudado mucho antes de decidirme. No sólo porque no soy un experto, sino porque no tengo mucho tiempo libre. Pero es la única manera en que podré librarme de mis demonios y sentirme en paz conmigo mismo. Cuando todos los que me lean estén informados, podrán tomar partido con conocimiento de causa. Quizá contra mí de todas formas, pero mi compromiso es sólo con la información. Contra la maldad de los seres humanos no hay antídoto posible.

Capitulo siguiente ¿Izquierda o derecha?

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