jueves, 15 de noviembre de 2018

¿Izquierda o derecha?

(Introducción)

No es fácil definir de manera inequívoca lo que en política suele llamarse 'izquierda' y 'derecha', o sus dos sinónimos habituales: 'conservador' y 'progresista'. Los dos primeros términos son puramente convencionales, y provienen de la Asamblea Constituyente de Francia en los tiempos de la Revolución, en que los representantes leales al rey ocupaban los asientos de la parte derecha, mientras que los revolucionarios se sentaban en la mitad izquierda.

Sin embargo, a lo largo de la Historia ha habido muchas variantes de aquella distribución. En la Unión Soviética o en la República Popular China, por ejemplo, los diputados de izquierda ocupaban la totalidad del parlamento y, aunque en los primeros años todos ellos eran revolucionarios, con el paso del tiempo terminaron representando el inmovilismo más recalcitrante. En el siglo XIX, tanto los liberales como los colectivistas eran radicalmente opuestos al régimen establecido, pero las diferencias entre ellos eran mucho mayores que las diferencias entre cualquiera de ellos y los conservadores.

En realidad, todas estas confusiones se deben a que hay dos criterios diferentes para diferenciar entre izquierda y derecha. Uno de ellos es moral, mientras que el otro es económico. Por lo general, los conservadores morales defienden las tradiciones, la familia y la religión, suelen ser contrarios al aborto y a la eutanasia, y se sienten cómodos con los regímenes monárquicos. Los izquierdistas morales, naturalmente, defienden todo lo contrario. Desde la perspectiva económica, hay una derecha que propugna la libertad de comercio y la libre competencia, mientras que la intervención del Estado en la economía es defendida tanto por la izquierda como por una parte de la derecha, con argumentos esencialmente similares.

En los últimos cincuenta años, tanto la derecha como la izquierda han evolucionado, aunque en grado diferente. La derecha se ha vuelto menos nacionalista y menos ostensiblemente vinculada a la iglesia católica, mientras que la izquierda, tras el hundimiento de la Unión Soviética, ha ido abandonando los esquemas del proletario explotado por el capitalista para apoyarse en distintas minorías con fuerte carga ideológica, fundamentalmente ecologistas, feministas y defensores del llamado 'multiculturalismo'. Además, la izquierda parece estar abandonando el internacionalismo del que se enorgullecía hasta mediados del siglo XX.

Pero la cosa puede complicarse más todavía. Uno puede sentirse fuertemente vinculado a la religión y a la familia sin pretender imponer a nadie esas dos instituciones, del mismo modo que uno puede ser ateo y partidario del amor libre sin desear que toda la sociedad lo sea. Dos personas así pueden convivir perfectamente sin necesidad de enfrentamientos ni de partidos políticos. Sin embargo, una persona que desee libertad para hacer negocios y otra que pretenda limitar esa libertad necesitarán algún tipo de acuerdo para no entrar en conflicto.

El problema, por lo tanto, no es la diferencia de ideas o de visiones del mundo, sino la libertad para ponerlas en práctica. Desde ese punto de vista, una persona que prohiba el adulterio o que imponga una religión al conjunto de la sociedad no es diferente de otra que proscriba la religión o que imponga el amor libre a todos sus semejantes. Derecha o izquierda, el problema no son las ideas, sino en qué medida una parte de la sociedad consigue imponerlas o prohibirlas al resto de sus conciudadanos. El verdadero problema, pues, es el poder.

La solución más simple a este problema son las sectas. En el seno de una secta nadie cuestiona el comportamiento de los demás porque todos se rigen voluntariamente por las mismas normas. Por desgracia, las sectas requieren una uniformidad de pensamiento que choca con la diversidad habitual en las sociedades normales. Algunas sectas, como los mormones, los amish o las monjas carmelitas, han resuelto el problema fundando comunidades a las que uno puede -al menos en teoría- decidir libremente incorporarse o no. Pero difícilmente podemos esperar que una sociedad se divida espontáneamente en sectas de individuos afines y, en cualquier caso, estaría por ver en qué manera conseguirían convivir unas con otras.

Otra solución es el totalitarismo. Los experimentos nazis y comunistas son suficientemente conocidos, de modo que no vale la pena extenderse mucho en ellos. Están basados en la coerción, e incluso el exterminio en masa, de los disidentes, y sólo son satisfactorios para quienes detentan el poder.

La democracia es un sistema intermedio, que trata de conseguir un equilibrio inestable entre quienes no se conforman con sus propias ideas, sino que quieren que sean adoptadas por todos sin distinción. Las democracias son tanto más eficaces cuantos más controles y contrapesos tienen, no respecto de los individuos, sino de las instituciones que ejercen el poder. La finalidad de una democracia es lograr que un grupo de personas específico no pueda excederse más allá de cierto punto y que, cuando lo intente, se vea obligada a ceder el poder a alguno o algunos de sus adversarios.

De manera que, contra lo que habitualmente se piensa, la clave de una democracia no radica en que los gobernantes sean de izquierda o de derecha, sino en hasta qué punto consiguen imponer su visión del mundo al conjunto de la sociedad. En particular, una visión del mundo que afecta a todos sin excepción es el modelo económico. Pero ese es un tema que merece un capítulo aparte.

Capítulo siguiente: Tres países imaginarios

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