domingo, 15 de julio de 2018

¿Para quién escribir?

No sé para quién escribí mi primera novela. Quiero decir, no sé qué tipo de lector esperaba yo que la leyese. No sé si los demás escritores se han hecho alguna vez esa pregunta conscientemente, pero yo no me la hice. Excepto los locos, uno siempre habla o escribe pensando en un destinatario, o en un tipo de destinatario. Quienes escribimos por placer y no por obligación lo hacemos obedeciendo a un impulso interior, pero el tipo de personas para las que escribimos, reales o imaginarias, determinará la manera en que lo relatemos. No sólo en la forma, que puede ser más o menos llana, profunda, familiar o distante, sino en lo que consideramos o no que vale la pena relatar.

Supongo que, en cierta medida, uno siempre escribe para sí mismo. El marqués de Sade probablemente era un caso extremo, aunque en la vida real compartió muchas de sus fantasías con personas que, quizá, las disfrutaron como él. Tal vez ellos habrían disfrutado también leyendo sus relatos más delirantes. Los dadaístas y los surrealistas, probablemente, escribían para sus correligionarios y, de paso, para escandalizar a quienes ellos consideraban la sociedad bienpensante. Góngora escribía para hipotéticos espíritus exquisitos que además supieran latín. Y las intenciones de James Joyce cuando escribió Finnegan's Wake son para mí un misterio, pero tengo que reconcer que no se equivocó pensando que alguien lo leería, e incluso lo comentaría elogiosamente. Es posible que Joyce inaugurara para la literatura un género que en música llevaba ya años circulando: escribir -o componer- sólo para los 'entendidos'.

En el otro extremo se encuentran autores como Stephen King, John Grisham, Dean Koontz y, en general, los autores de superventas americanos. Para ellos, una novela es un producto comercial cuidadosamente diseñado, y para fabricarlo contratarán a los colaboradores que sean necesarios. Como cualquiera puede comprobar, la fórmula funciona.

En el término medio de todos ellos están probablemente los novelistas del siglo XIX. Leyendo a Balzac o a Dickens, uno tiene la nítida impresión de que aquellos autores escribían para sus contemporáneos. Más concretamente, para sus contemporáneos capaces de y aficionados a leer. Pensemos que, para cierto estrato social medianamente culto, las novelas eran por entonces casi el único medio para evadirse de la cruda o aburrida realidad. El cine y la televisión no existían aún, y las palabras tenían un poder de evocación mucho mayor que ahora. Nadie pensaba en imágenes, porque nadie les había contado nunca una historia en imágenes.

Cuando escribí mi primera novela yo sabía escribir, pero aún no sabía narrar. En parte, la novela fue un experimento. Escogí como protagonista a un personaje demasiado simple, porque quería que sus experiencias fueran interpretadas como un descubrimiento. Al mismo tiempo, yo había empezado a leer en inglés las novelas de Raymond Chandler y me preguntaba cómo sería posible reflejar en español, con toda su potencia, aquel estilo conciso, distante y a la vez entrañable. Todavía me lo pregunto, pero la respuesta sigue siendo la misma: no creo que sea posible.

Aun así, lo intenté. Pero no me había planteado la gran interrogación: ¿para quién escribir? Ni lo sabía yo entonces ni lo sé aún hoy, pero voy a tratar de encontrar algunas respuestas parciales.

Yo creía estar escribiendo para un público imaginario, sin rostro, que se reiría de las peripecias de mis personajes simplemente porque yo las encontraba graciosas. Algunas lo eran, y otras no tanto, pero incluso las peripecias interesantes o divertidas tenían que haber estado bien escritas para expresar con justeza lo que yo quería expresar. Para llegar hasta allí, sin embargo, había dos grandes obstáculos que yo tenía que haber sabido vencer.

Uno, los guiños de complicidad. Ahora los detesto, pero en aquel entonces me parecían imprescindibles para conseguir que a uno le hicieran caso. Me ocurría lo que hoy censuro de mis conciudadanos: vivía en tribu, y me comunicaba con mentalidad de tribu. Pero los guiños de complicidad son siempre efímeros y excluyentes, y quizá por eso, en la historia de la literatura, buena parte de la novela española actual terminará, como mucho, bajo el epígrafe del costumbrismo.

El segundo obstáculo era que yo quería decir demasiadas cosas. El arte consiste en expresar con pocos medios mucho más de lo que aparece en el papel o en la pantalla. El cine en colores es mucho menos estimulante que el cine en blanco y negro, y el futuro cine holográfico será probablemente insufrible. La literatura tiene una capacidad expresiva muy superior porque, salvo en chino y lenguas similares, las palabras no tienen ninguna semejanza visual con lo que describen. Las posibilidades de un texto escrito son casi infinitas.

El advenimiento del cine fue, probablemente, el verdadero inspirador del movimiento dadá y, posteriormente, del surrealismo. Entre 1896 y 1913, George Meliès, el verdadero inventor del cine, filmó más de quinientas películas, todas ellas sin argumento propiamente dicho (recordemos que, antes de descubrir el cine, Meliès era ilusionista). Las películas de Meliès eran simplemente concatenaciones de efectos especiales que, sin narrar realmente una historia, sugerían miles de historias posibles en cada escena. La cuna del movimiento dadá, el Cabaret Voltaire, abrió sus puertas en Zurich en 1916. Quien quiera, que ate cabos.

Los escritores habían descubierto la posibilidad de experimentar con el lenguaje escrito, y se lanzaron a ello con entusiasmo. En 1922 James Joyce publicó el Ulises, y en 1953 El innombrable de Samuel Beckett llevó aquel experimento al final del callejón sin salida al que, inevitablemente, conducía la técnica del stream of consciousness, que trataba de engañar al lector por partida doble: haciéndole creer que sus pensamientos discurrían linealmente, y haciendo pasar por 'conciencia' lo que no eran sino unos cuantos pedruscos extraídos de la mina de lo inconsciente.

La experimentación duró todavía hasta los años 70, y consistía básicamente en omitir los signos de puntuación, probablemente por considerarlos 'burgueses'. El resultado es que hoy ya nadie se acuerda de aquellas novelas que, a falta de párrafos propiamente dichos, lo tenían a uno jadeando mentalmente durante páginas y páginas para terminar relatando, en fin de cuentas, el mismo tipo de historias que si las hubieran pasado por un corrector de estilo.

Sin embargo, si no quiere desaparecer, la literatura tendrá que salir del impasse en que la han metido el cine, la televisión y, últimamente, las redes sociales. Antes de la aparición de Internet, yo le argumentaba ya a mi agente literaria que, para conseguir sobrevivir, la literatura tenía que aprender a competir con el lenguaje visual. Ella era escéptica, pero yo hoy sigo pensando lo mismo.

Quizá por eso me matriculé, años después, en un curso de guión de cine. Quería saber en qué se diferencia el lenguaje de los guiones del de las novelas. En los guiones, sobre todo los de las grandes películas americanas, descubrí un filón bastante poco explotado por los novelistas. El guionista no está autorizado a explicar lo que pasa por la cabeza de sus personajes. Sólo puede describir lo que se verá en la pantalla. Esa limitación es un desafío fascinante porque, como todos hemos comprobado, las imágenes pueden evocar todo tipo de sentimientos imaginables sin necesidad de recurrir al lenguaje introspectivo de Flaubert o de Kafka. Y recordemos que el arte nace, precisamente, de las limitaciones...

Esa es la técnica narrativa que yo, sin saberlo, había adoptado en mi primera novela, y que volví a utilizar en la novela siguiente, que se quedó inacabada y que, treinta años después, estoy tratando de terminar ahora. Es una tarea muy dificultosa, porque treinta años son muchos años, y mi visión del mundo hoy es muy distinta, a menudo en aspectos esenciales. Además, hay mucha hojarasca que podar, y a veces me desespero.

Pero todavía no me he respondido a la pregunta esencial: ¿para quién escribo?

De la respuesta a esa pregunta dependen muchas cosas. Por ejemplo, el nivel de abstracción del lenguaje, o la abundancia o no de referencias cultas. Soy consciente de que un alto porcentaje de mis conciudadanos son virtualmente analfabetos, o no tienen ningún interés por leer un libro. También soy consciente de que su nivel cultural es bajísimo y, sumando esto con lo anterior, la sutileza de sus pensamientos no llega mucho más allá del nivel de una conversación por Whatsapp. ¿Debo considerarlos también a ellos mis lectores potenciales?

Si la respuesta es afirmativa, entonces mi novela será tan ramplona que no valdrá la pena escribirla. Pero si escribo para lectores capaces de disfrutar de un texto muy trabajado, entonces probablemente no venderé muchos ejemplares. Terrible dilema.

Entre esas dos aguas me debato. Por una parte, no me gustaría escribir una novela de altos vuelos, pero por otra tampoco me apetece descender al nivel del cerebro de la salamandra. Lo ideal sería escribir para ese lector ideal, parecido a mí mismo, que habría desarrollado el gusto por la literatura hasta el punto de entender todos mis giros, saltos y argucias narrativas. Pero ese lector no existe, y yo me siento como un funambulista que avanza vacilante entre los guiños provincianos, las expectativas de un puñado de 'entendidos' a la violeta y la tabula rasa de memeros y tuiteros, víctimas de bachilleratos de saldo y masters de mercadillo.

Que Zeus me pille confesado.

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