martes, 19 de diciembre de 2017

Enfermos de fanatismo (II)

"Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla", escribió Antonio Machado.

La mía, no. Mi infancia son recuerdos de una ciudad inhóspita, con habitantes inaccesibles como coches de choque y cielos de acero hasta donde alcanzaba el horizonte. Sólo que, una vez al año, allá por las últimas canículas de junio, mi horizonte se ensanchaba hasta llegar al mar.

De aquel mar recuerdo pocas cosas, pero todas intensas y balsámicas. Era la cura de diez meses fríos y adoquinados, inacabables. Recuerdo bandadas de peces plateados a pocos pasos de la orilla, diminutos cangrejos de color de arena y huellas de pájaros en zigzags caprichosos que llegaban hasta las dunas. Allí no había luz eléctrica ni agua corriente, pero había seres humanos, y entre los juncos zumbaban las libélulas. Y, por las noches, allá en lo alto, un océano mágico de estrellas.

Ya te he relatado alguna vez la llegada de los alcoyanos. Aparecieron una mañana, en la playa, acompañados de un carro tirado por un caballo y cargado de enseres. Mis recuerdos son borrosos, porque yo era muy pequeño, pero tengo la certeza de que no se alojaban en ninguna de las casas del lugar. Con cañas cortadas y atadas entre sí, construyeron sobre la misma arena varias empalizadas rectangulares, y allí dentro echaron los colchones que habían traído de casa para pasar las vacaciones de verano en la playa. No necesitaban más.

Eran varias familias, y venían de Alcoy. No recuerdo sus rostros ni sus edades. Recuerdo sólo su alegría contagiosa, su sentido del humor indestructible, y aquella lengua vernácula que me fascinó desde el primer instante. Era imposible no amar aquel habla valenciana melodiosa y certera, que desbordaba de ingenio y alegría de vivir.

Los alcoyanos venían todos los veranos, y se quedaban en la playa casi todo el mes de julio. Con el paso del tiempo, el añoso carro fue sustituido por un automóvil, y las cabañas en la playa por viviendas de alquiler. Incluso hubo quien se compró su propio chalecito, no lejos de donde nosotros veraneábamos. Años después, algunos de los hijos de aquellos alcoyanos se hicieron amigos mios. Fue un privilegio.

Muchos de los días más felices de mi vida los he vivido en valenciano, y la región valenciana ha sido para mí la quintaesencia del Mediterráneo. Sí, del mismo Mediterráneo en el que Zenón concibió la paradoja de la flecha y en el que Odiseo supo burlar al gigante Polifemo. En cuanto pude, ya en los primeros años de la Universidad, me escapaba a menudo de Madrid para ir a visitar a mis amigos alcoyanos, que por aquel entonces estudiaban en Valencia.

Cuando acabé la carrera, un día, harto ya de aquel esperpento medieval al que sus habitantes llaman Madrid, me subí a mi furgoneta desvencijada y, después de muchas vicisitudes, terminé instalándome en un pueblo de Valencia. Allí me curé de mi mal de amores y reuní fuerzas para emprender la que sería la principal etapa de mi vida. Todavía conservo algunos buenos amigos de aquella parada y fonda, pero de entonces acá el mundo ha dado muchas vueltas, y la Valencia que yo amé es ahora ya un espantajo irreconocible.

Siguiendo las huellas de Cataluña, el nacionalismo regional ha secuestrado la lengua y el espíritu valencianos, los ha pervertido y los ha convertido en un instrumento de poder. La región valenciana ya no es el Mediterráneo de Homero y de Parménides. Ahora todo en ella está impregnado de ideología. Ideología xenófoba y ridícula, acunada en fantasías totalitarias. Valencia no es un imperio. Ni siquiera un Estado. Valencia ahora no es nada, o apenas nada. Apenas un aspirante a gulag, una caricatura de la Inquisición, un Quijote sin Rocinante. Un páramo cultural gobernado por psicópatas.

Ya no amo la lengua valenciana. Ahora detesto todo lo valenciano, porque detrás de todo aquello que un día amé sólo veo a unos nazis grotescos moviendo los hilos de su propia vanidad. No tienen futuro, pero están tan pagados de sí mismos que ni siquiera se dan cuenta. Son un tren lanzado hacia el abismo, y con él arrastrarán a los nietos embrutecidos de aquellos valencianos maravillosos que yo amé y admiré, y con los que he vivido algunos de los mejores momentos de mi vida.


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