domingo, 14 de agosto de 2016

Un libertarismo diferente

Percibir tu propio 'yo' proporciona placer. Delegar en otras personas, también. Estos dos extremos son el yin y el yang de los modelos de sociedad, y la combinación de uno y otro en diferentes grados genera híbridos variopintos, en uno de los cuales estamos metidos usted y yo. ¿Por qué estoy diciendo esto?

More input! More input!

Somos lo que somos porque podemos conseguir fines. Si nuestro fin es alcanzar una cuchara, alargamos el brazo y nos hacemos con ella. Si nuestro fin es llegar a presidente de los Estados Unidos o matar N marcianitos en una pantalla y lo conseguimos, nuestro 'yo' se refuerza, y en consecuencia nuestro cerebro genera endorfinas: ¡bingo!

El problema de esta vía hacia la felicidad son los fracasos, que son dolorosos para el ego. O, más exactamente, el riesgo de fracasar. Quién sabe, tal vez uno puede llegar hasta donde se lo proponga. El cielo es el límite. Pero, cuanto más codiciado sea el objetivo, más duro podrá ser después el batacazo.

Siempre hay quienes se arriesgan. Sus herramientas para conseguir el poder -porque a estas alturas ya se habrá imaginado usted que estoy hablando del poder- son tan variadas como la naturaleza humana. Uno puede picar piedras para prosperar, o puede hacerlo más aprisa o mejor que su colega. Pero también puede idear o fabricar una máquina que pique piedras sin intervención humana, crear un banco que explote los beneficios de tales fábricas, o entrar en política para favorecer los intereses de ese banco o para ponerle límites. No es cuestión de ser buenos o malos. Igual podríamos despertar admiración que manipular o adular como medio para conseguir nuestros fines. Cualquiera de esas vías nos puede servir para controlar el mundo exterior. Es decir, para tener poder.

Querámoslo o no, todos tenemos al menos alguna dosis de ese ingrediente. Desde el porquero que controla su pequeña porqueriza hasta Mahatma Gandi, que consiguió controlar él solo a millones de personas predicando la perfidia del control de las mayorías por las minorías.

La Venus de las pieles paga con tarjeta

En el otro extremo de esa tendencia innata hacia la felicidad están los que delegan. Para ellos, la felicidad no consiste en controlar las cosas, sino en dejar que otro las controle por ti. Es la vía adoptada por el creyente, el votante, el manipulador, el paciente o el hipnotizado, por poner sólo algunos ejemplos. Y tampoco tiene nada que ver con la moral. Uno puede ser mantenido de buen grado por una persona amada o estropearle los frenos del coche para cobrar el seguro.

Naturalmente, sólo somos humanos. Hay muchas cosas que ni podemos ni podremos nunca hacer, y el éxito de una sociedad se medirá por el grado de equilibrio entre los que controlan y los que delegan. Cuando el equilibrio se rompe, las sociedades podrían terminar derivando hacia el extremo más temido: el control total de unos y el abandono incondicional de todos los demás. Es un imán que siempre tiene dos polos: no puede haber controladores si no hay controlados. Y es un extremo absoluto: si al menos una minoría se resiste, el equilibrio no será del todo estable.

Extasis junto a St. Paul Cathedral, London, UK

Era una mañana del mes de julio y yo acababa de sentarme en unas escaleras frente a St. Paul's Cathedral. Hacía apenas unos meses que había decidido renegar de toda religión cuando, en una réplica involuntaria del rayo celestial que derribó a San Pablo del caballo, un joven barbudo que pasaba por allí depositó un panfleto entre mis manos. Bajo una bandera negra artesanalmente dibujada en la cabecera, los autores de aquel texto resumían en sólo tres palabras las tres cosas que a mí más me molestaban de la vida: la familia, la religión y el Estado.

Fue una revelación. Aquel panfleto verbalizaba mis ansias de libertad, hasta aquel momento crepusculares. Mi familia era un quilombo, la religión católica en España era por entonces un forúnculo en el trasero, y el Estado eran unos burócratas remotos que sustentaban una oprobiosa dictadura.

Pero la vida, como dicen, da muchas vueltas. Durante años alimenté mi hostilidad a aquel monstruo de tres cabezas, hasta que un día tuve que reconocer que, en el fondo, anhelaba tener una familia. Por otra parte, la iglesia católica había dejado de entrometerse en mis costumbres. El Estado, en cambio, simplemente había cambiado de manos, y había sustituido aquella vieja ideología, rancia e impopular, por otra mucho más convincente. Y peligrosa.

La nueva ideología había ido mucho más allá que el ideario de la dictadura, porque en su afán por tenernos a todos satisfechos -es decir, controlados- había erradicado la noción de riesgo. Liberado de la responsabilidad de prever el futuro, el ciudadano medio se lanzó a endeudarse, paradójicamente, como si el mundo se fuera a terminar mañana. Carpe diem. Vivir es hermoso. Eran los primeros síntomas...

Bailando el surf (en la cubierta del Titanic)

Hasta que la ola descargó. No, el futuro nunca había estado asegurado. Unicamente había remoloneado más de la cuenta, y ahora estaba pasándonos de una sola vez todas las facturas atrasadas. El mundo se encontraba en estado de shock. ¿Qué había sucedido?

En asuntos tan complejos como la realidad, es de idiotas simplificar. Habían sucedido muchas cosas, pero uno tenía la impresión de que ninguna de las argumentaciones que leía las explicaba realmente. Al fin y al cabo, la economía es esa pseudociencia que me permite explicar hoy por qué ayer mi teoría estaba equivocada.

Por eso, razoné yo, para entender lo que estaba pasando, a quienes había que escuchar era no a los pregoneros oficiales, sino a los que previeron que la burbuja estallaría. Y así fue como descubrí la denominada 'escuela austriaca' de economía. El resultado fue una segunda revelación: aquellos pensadores amaban la libertad tanto como yo, y sus teorías estaban basadas en un principio inamovible: la dignidad del ciudadano frente al Estado.

La sombra de Proudhon se invierte al atardecer

Fue una buena noticia. Las ideas libertarias tradicionales siempre me parecieron demasiado utópicas, y en la actualidad se han vuelto tan siniestras como las consignas y métodos de la izquierda, que han terminado adoptando. Los viejos libertarios eran individualistas y generosos. Los de hoy son igualitaristas y sectarios.

Todo esto no quiere decir que uno deba adoptar a pies juntillas las explicaciones de los 'austriacos'. Es un mundo variopinto, en el que coexisten intelectuales profundos como Hayek o von Mises, pensadores lúcidos como Ayn Rand, y algún que otro personaje estrafalario que cree en la astrología o que interpreta la torpeza cortoplacista de la economía oficial como una conspiración secreta fraguada en las cumbres de Davos.

Pero los austriacos predijeron el estallido de las dos burbujas: la de 2001 y la de 2008. Frente al dogma keynesiano imperante, los austriacos creen en la responsabilidad del individuo y en su capacidad de iniciativa, defienden el juego limpio y el valor real de las cosas, y se oponen a distorsionar la percepción de riesgo, que tan nefastas consecuencias está teniendo todavía hoy en nuestras economías.

Algo de credibilidad se merecerán, diría yo.


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