domingo, 19 de septiembre de 2010

Caza mayor

Por el mismo camino de siempre y a la misma hora de siempre, Ovidio Reminbi regresa a su casa, cansado. Hace ya muchas horas que ha anochecido. Por encima del resplandor de las farolas de la ciudad, la telaraña mal tejida de las estrellas sugiere miríadas de rumbos que apuntan a rutas exóticas. Nunca ha salido de aquel barrio, y ni siquiera conoce la tierra de sus orígenes: la del Sol Naciente. Muchas veces ha soñado con ella. ¡Qué grande es el mundo! Al cruzar una bocacalle se detiene en mitad de la calzada. A esas horas, la calle está desierta, y el aire que viene del mar le llega a pequeñas ráfagas húmedas, salinas. Ovidio mira hacia el este. Por allí amanecerá dentro de poco: el Sol Naciente.

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lunes, 13 de septiembre de 2010

Retazos de Murcia (II)

Murcia, en agosto, es una cazuela al horno. Pero a mí me gusta el calor tórrido del verano, y a las tres de la tarde, cuando nadie en su sano juicio osa siquiera levantar las persianas, yo disfruto paseando a pleno sol por la anchurosa plaza del Cardenal Beluga. La ciudad antigua de Murcia es una espléndida desconocida, con un fuerte sabor romano que sus habitantes están empezando a descubrir. Lamentablemente, el restaurante argentino donde yo esperaba comer ya no existe, y me tengo que conformar con un tentempié en un bar de franquicia. Lo justo para aguantar hasta la hora de la cena.

Mi hotel está un tanto alejado del núcleo urbano, cerca del Centro de Congresos. Hace sólo tres años, recién inaugurado, era un hotel excelente, pero la falta de mantenimiento se empieza a notar. El mando del aire acondicionado tiene varias posiciones pero, después de experimentar largo rato, llego a la conclusión de que todas ellas se resumen en dos: apagado, y encendido. Tengo que conformarme con encenderlo a ratos solamente, cuando la humedad que entra por la ventana se hace demasiado agobiante, y por la noche lo apago, porque el aire que sale sin tregua por la rejilla es un huracán polar capaz de hospitalizar por neumonía a una morsa. La próxima vez me volveré a alojar en el hotel donde solía, frente a los jardines del río Segura.

El lunes por la mañana me siento al volante y recorro los 15 kilómetros que me separan de Archena. En muy pocos años, la burbuja inmobiliaria ha ido empujando la linde del pueblo hacia el Monte Ope y, después de dudar un rato, me encuentro dando dos o tres vueltas innecesarias hasta dar con la casa de Vicente. En ocasiones anteriores hemos celebrado el encuentro comiendo una paella murciana en Los Torraos, un pueblo cercano, escueto y seco como un sarmiento. Esta vez, sin embargo, Vicente insiste en que comamos en su casa, y yo acepto gustoso. Hace mucho que no nos vemos, y tenemos mucho en que ponernos al día. Lo mejor, pues, será dejar a la familia en casa y emprender una pequeña excursión en coche por los alrededores.

La primera escala es Blanca, un pueblo cercano camino de Cieza, a orillas del Segura. Están en fiestas, y para encontrar dónde aparcar tenemos que dejar atrás la calle principal, ornada de banderitas, hasta salir casi del pueblo. Caminando, regresamos al centro y nos metemos en un bar a tomar unas tapas. Comprendo que por estas latitudes los veranos son muy calurosos, pero un bar de pueblo con aire acondicionado es una experiencia vagamente decepcionante. Me guardo la decepción en el bolsillo, y disfruto de la cerveza y de la conversación. Una cosa tengo que agradecerle al progreso: la filosofía del carpe diem que me ha inculcado. Aprende a disfrutar las cosas auténticas mientras puedas, porque quizá mañana te las encuentres con aire acondicionado, DJ, iPod, fast food, televisor en 3D o muebles de diseño.

Cumplido ya el rito del aperitivo, dejamos atrás Blanca y nos internamos en la vega del Segura. Viendo desde lejos las crestas afiladas de aquellas montañas calizas, es difícil imaginar que al pie de sus laderas hay un vergel exuberante de frutales, flanqueado por higueras y cañaverales y salpicado de palmeras. Un oasis serpenteante que se prolonga mucho más allá de lo que podremos abarcar en un día. Habrá, pues, que continuar camino.

Baños de Mula es un pueblo de apenas cuatro calles, todas ellas desiertas bajo el sol de agosto. Parece casi deshabitado. Bajo su suelo hay aguas termales, y en algún tiempo pasado el negocio de los baños generó cierta prosperidad, ahora venida a menos. Los cuatro o cinco habitantes con que nos encontramos están a la puerta de sus respectivas posadas, dejando pasar las horas como las aguas del río que fluye a poca distancia. Antes de que se les adelante la competencia, se apresuran a preguntar a los viajeros si quieren habitaciones o, simplemente, baños. Por un momento, me siento como una lombriz rodeada de atunes.

Después de tomar un café a la entrada del pueblo, nos asomamos a un portal que se abre a un hermoso patio de estilo colonial. Antiguos baños termales, sin duda. Mientras saco unas fotos, se nos acerca una señora y trabamos conversación. La posada ha sido reformada recientemente, pero no vienen muchos clientes. ¿Y extranjeros? Sí, sí, en una ocasión vinieron unos ingleses, u holandeses, o de no sé qué país de aquéllos. Está claro que el único objeto de la conversación es hablar de lo que sea con alguien. Con los forasteros, en este caso. Quedan ya tan pocos habitantes en el pueblo...

Por alguna razón que desconozco, me fascinan los desiertos, los pueblos deshabitados y las aguas termales. Baños de Mula, con sus fachadas deslavadas y sus aires de pueblo suspendido en el tiempo, tiene exactamente esos ingredientes. Antes de seguir camino, desciendo unos peldaños del pretil que da al río y pongo la mano bajo el agua que mana de unas rocas. Efectivamente, sale caliente. De regreso al coche, me llama la atención un letrero colgado en la puerta de un estanco: "Abierto 25 horas". Lo que no aclara, sin embargo, es si al día o al año. En cualquier caso, a esas horas el establecimiento está cerrado. En decadencia o no, los habitantes de este pueblo al menos no han perdido el sentido del humor.

La última parada antes de regresar a Archena será en Mula. La inclinación de la luz ha cambiado, y algunas montañas, ahora en sombra, han adquirido un tinte vagamente morado. Sus perfiles, picudos y desordenados, se me antojan murciélagos fantásticos. Tal vez echarán a volar al anochecer.

Ya en casa de Vicente, después de comer en la terraza me asomo al interior para ver los botijos. Este hombre tiene el azogue en el cuerpo, y es incapaz de pasarse un día entero sin pintar o componer. En dos veranos ha juntado una colección de botijos pintados por él que ocupan ya varios estantes del cuarto de estar. Los compra a un alfarero en Mula, los pinta a su aire y los va colocando donde puede, con la esperanza de que algún día un visitante se encapriche de alguno y se lo quede. Mi maleta, por desgracia, está ya demasiado llena. Pero tarde o temprano me haré con uno.

En la terraza otra vez, charlamos durante horas hasta que, casi anocheciendo ya, van llegando uno a uno los hermanos de Vicente. Precisamente hoy tenían previsto salir a cenar todos juntos, con las respectivas familias. Yo allí no pinto nada, pero insisten lo suficiente como para convencerme de que los acompañe. Al fin y al cabo, Murcia no queda lejos, y tampoco regresaremos muy tarde. Cenamos animadamente, de tapas, las dos generaciones entreveradas a ambos lados de una larga mesa, en una terraza rodeada de pinos. La brisa es suave, y la noche, espléndida. Hacia la medianoche, en algún lugar del pueblo el cielo se llena de fuegos artificiales. El lugar está en fiestas, y para mí es el final perfecto de mis vacaciones en Murcia. Dos noches, máximo. Era la única condición.

Mañana por la mañana emprenderé el camino de regreso a casa.

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martes, 7 de septiembre de 2010

Retazos de Murcia (I)

París, Barcelona, Valencia. Cuanto más rápidamente se suceden las etapas, más aprisa se esfuman los recuerdos del viaje. Al final, un mes después, el viajero tiene que reconstruir los fragmentos dispersos, no con ánimo de crónica, sino de evocación. Desde la autopista que viene de Alicante hay apenas dos o tres kilómetros hasta Los Narejos, pero es ya noche cerrada y el paisaje es tinta de calamar. Durante el recorrido ha llovido a trechos, con furia de finales de verano. Es tarde, y el conductor está cansado. Por suerte, el hotel ha sido fácil de encontrar y la habitación es cómoda. Estaba ya deseando llegar. Y dormir.

Los Narejos es en realidad una playa de Los Alcázares, a orillas del Mar Menor. El hotel está tierra adentro, en terreno urbanizado, rodeado de un dédalo de viviendas adosadas donde veranean familias polícromas y callejeras. Por la mañana, la primera visita será a Cartagena. No está lejos. Para llegar hay que bordear el Mar Menor, festoneado allá en el horizonte por las edificaciones ininterrumpidas de los dos brazos de La Manga. Parece ser que la familia Trillo se forró vendiendo terrenos en aquellas costas, ahora irremediablemente urbanizadas. Eran otros tiempos. Ahora los caciques están en los parlamentos locales, y profieren diariamente juramentos de amor al terruño que los vio nacer. Probablemente, porque todas las tierras están ya vendidas, y la única manera de forrarse hoy es mediante recalificaciones, permisos de obra, sobres en mano y auditorías imaginarias.

Cartagena ha cambiado mucho en los últimos años. Aquella ciudad polvorienta y desangelada de hace apenas un lustro se muestra ahora limpia y cuidada, con alguna que otra superficie verde aquí y allá, y las inevitables palmeras embelleciendo las grandes avenidas. Quienes han estado en Cartagena de Indias aseguran que ambas ciudades se parecen como madre e hija. No es casualidad. Cartagena de Indias fue fundada en 1533 por Pedro de Heredia, sobre una aldea indígena llamada Calamarí. La mayoría de sus marineros eran de Cartagena.

A veces, perderse sin rumbo fijo tiene recompensa. En las afueras de la ciudad, un viejo polvorín restaurado preside una ensenada amplia, de aguas tranquilas, a cuyas orillas pasan apaciblemente el tiempo cinco o diez pescadores. Sorprendentemente, la chica que vende las entradas conoce la historia del polvorín, que fue construido en los años de la famosa revuelta del Cantón de Cartagena. En España es un milagro encontrarse con una persona que no hable de famosos o de football, de modo que aprovecho para comentar con ella algunas anécdotas de aquel episodio histórico. Durante sus escasos meses de existencia, el Cantón de Cartagena acuñó moneda propia, saqueó la costa desde Barcelona hasta Cádiz con los barcos de la Armada española que había requisado, y declaró la guerra al Kaiser. Como no tenían enseña propia, se apropiaron de una bandera turca que se encontraron por allí. "Todavía hay un cartagenero que iza todos los años en su casa la bandera del Cantón", me dice la muchacha. No quiero ni imaginarme los conflictos diplomáticos que se crearían si el Gobierno turco llegara a enterarse.

La comida de mediodía es en Cabo de Palos, un pueblo áspero y feo con un pequeño puerto delicioso donde uno puede comer el típico caldero de arroz en un ambiente tranquilo aunque, en agosto, quizá demasiado concurrido. Todavía quedan allí casas de vacaciones de las que se usaban hace cincuenta años, a pie de puerto, sin pretensiones, con sus largos pasillos umbríos y su porche espacioso para sentarse a la fresca del atardecer.


Pero el atardecer no será en Cabo de Palos, sino en La Unión. Es el quinto o sexto año que acudo al Concurso del Cante de las Minas, en el que ahora, además de cantaores, participan también guitarristas y bailaores. De todo eso, a mí lo único que me interesa es el cante. Sobre todo, cuando el concursante entona la obligada minera y todos los asistentes contienen la respiración para no perder detalle. Entre cante y cante, uno puede salir a la plaza del Mercado para tomarse una cerveza o un helado. Y cuando termina el espectáculo, ya de madrugada, algunos cantaores se arrancan espontáneamente por bulerías o por seguiriyas en las terrazas de los bares, casi hasta el amanecer. Es lo mejor de todo.

Este año, sin embargo, yo no había querido planificar el viaje, y en el último momento no encontré entradas. Me consolé con unas tapas y un chocolate con churros, y escuché a los concursantes de regreso a Los Alcázares, en la radio del coche. Poco a poco, fui levantando el pie del acelerador hasta avanzar a velocidad de tractor. En mitad de aquellas carreteras secundarias, oscuras y desiertas, los sones quebrados del flamenco y las luces solitarias de mis dos faros componían un paisaje mágico. Dilaté el recorrido todo lo que pude. Era un final de etapa perfecto. Dos noches seguidas en un mismo hotel son el límite. Toca ya levantar el campamento.

Mañana por la mañana estaré en Murcia.

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