martes, 7 de septiembre de 2010

Retazos de Murcia (I)

París, Barcelona, Valencia. Cuanto más rápidamente se suceden las etapas, más aprisa se esfuman los recuerdos del viaje. Al final, un mes después, el viajero tiene que reconstruir los fragmentos dispersos, no con ánimo de crónica, sino de evocación. Desde la autopista que viene de Alicante hay apenas dos o tres kilómetros hasta Los Narejos, pero es ya noche cerrada y el paisaje es tinta de calamar. Durante el recorrido ha llovido a trechos, con furia de finales de verano. Es tarde, y el conductor está cansado. Por suerte, el hotel ha sido fácil de encontrar y la habitación es cómoda. Estaba ya deseando llegar. Y dormir.

Los Narejos es en realidad una playa de Los Alcázares, a orillas del Mar Menor. El hotel está tierra adentro, en terreno urbanizado, rodeado de un dédalo de viviendas adosadas donde veranean familias polícromas y callejeras. Por la mañana, la primera visita será a Cartagena. No está lejos. Para llegar hay que bordear el Mar Menor, festoneado allá en el horizonte por las edificaciones ininterrumpidas de los dos brazos de La Manga. Parece ser que la familia Trillo se forró vendiendo terrenos en aquellas costas, ahora irremediablemente urbanizadas. Eran otros tiempos. Ahora los caciques están en los parlamentos locales, y profieren diariamente juramentos de amor al terruño que los vio nacer. Probablemente, porque todas las tierras están ya vendidas, y la única manera de forrarse hoy es mediante recalificaciones, permisos de obra, sobres en mano y auditorías imaginarias.

Cartagena ha cambiado mucho en los últimos años. Aquella ciudad polvorienta y desangelada de hace apenas un lustro se muestra ahora limpia y cuidada, con alguna que otra superficie verde aquí y allá, y las inevitables palmeras embelleciendo las grandes avenidas. Quienes han estado en Cartagena de Indias aseguran que ambas ciudades se parecen como madre e hija. No es casualidad. Cartagena de Indias fue fundada en 1533 por Pedro de Heredia, sobre una aldea indígena llamada Calamarí. La mayoría de sus marineros eran de Cartagena.

A veces, perderse sin rumbo fijo tiene recompensa. En las afueras de la ciudad, un viejo polvorín restaurado preside una ensenada amplia, de aguas tranquilas, a cuyas orillas pasan apaciblemente el tiempo cinco o diez pescadores. Sorprendentemente, la chica que vende las entradas conoce la historia del polvorín, que fue construido en los años de la famosa revuelta del Cantón de Cartagena. En España es un milagro encontrarse con una persona que no hable de famosos o de football, de modo que aprovecho para comentar con ella algunas anécdotas de aquel episodio histórico. Durante sus escasos meses de existencia, el Cantón de Cartagena acuñó moneda propia, saqueó la costa desde Barcelona hasta Cádiz con los barcos de la Armada española que había requisado, y declaró la guerra al Kaiser. Como no tenían enseña propia, se apropiaron de una bandera turca que se encontraron por allí. "Todavía hay un cartagenero que iza todos los años en su casa la bandera del Cantón", me dice la muchacha. No quiero ni imaginarme los conflictos diplomáticos que se crearían si el Gobierno turco llegara a enterarse.

La comida de mediodía es en Cabo de Palos, un pueblo áspero y feo con un pequeño puerto delicioso donde uno puede comer el típico caldero de arroz en un ambiente tranquilo aunque, en agosto, quizá demasiado concurrido. Todavía quedan allí casas de vacaciones de las que se usaban hace cincuenta años, a pie de puerto, sin pretensiones, con sus largos pasillos umbríos y su porche espacioso para sentarse a la fresca del atardecer.


Pero el atardecer no será en Cabo de Palos, sino en La Unión. Es el quinto o sexto año que acudo al Concurso del Cante de las Minas, en el que ahora, además de cantaores, participan también guitarristas y bailaores. De todo eso, a mí lo único que me interesa es el cante. Sobre todo, cuando el concursante entona la obligada minera y todos los asistentes contienen la respiración para no perder detalle. Entre cante y cante, uno puede salir a la plaza del Mercado para tomarse una cerveza o un helado. Y cuando termina el espectáculo, ya de madrugada, algunos cantaores se arrancan espontáneamente por bulerías o por seguiriyas en las terrazas de los bares, casi hasta el amanecer. Es lo mejor de todo.

Este año, sin embargo, yo no había querido planificar el viaje, y en el último momento no encontré entradas. Me consolé con unas tapas y un chocolate con churros, y escuché a los concursantes de regreso a Los Alcázares, en la radio del coche. Poco a poco, fui levantando el pie del acelerador hasta avanzar a velocidad de tractor. En mitad de aquellas carreteras secundarias, oscuras y desiertas, los sones quebrados del flamenco y las luces solitarias de mis dos faros componían un paisaje mágico. Dilaté el recorrido todo lo que pude. Era un final de etapa perfecto. Dos noches seguidas en un mismo hotel son el límite. Toca ya levantar el campamento.

Mañana por la mañana estaré en Murcia.

*  *  *  *

1 comentario:

VAG dijo...

Me gusta tu crónica. Amena y refrescante. Una bonita mezcla de diario, crítica y pinceladas históricas. También me he leído el de Francia. Igualmente sabroso.

 
Turbo Tagger