lunes, 13 de septiembre de 2010

Retazos de Murcia (II)

Murcia, en agosto, es una cazuela al horno. Pero a mí me gusta el calor tórrido del verano, y a las tres de la tarde, cuando nadie en su sano juicio osa siquiera levantar las persianas, yo disfruto paseando a pleno sol por la anchurosa plaza del Cardenal Beluga. La ciudad antigua de Murcia es una espléndida desconocida, con un fuerte sabor romano que sus habitantes están empezando a descubrir. Lamentablemente, el restaurante argentino donde yo esperaba comer ya no existe, y me tengo que conformar con un tentempié en un bar de franquicia. Lo justo para aguantar hasta la hora de la cena.

Mi hotel está un tanto alejado del núcleo urbano, cerca del Centro de Congresos. Hace sólo tres años, recién inaugurado, era un hotel excelente, pero la falta de mantenimiento se empieza a notar. El mando del aire acondicionado tiene varias posiciones pero, después de experimentar largo rato, llego a la conclusión de que todas ellas se resumen en dos: apagado, y encendido. Tengo que conformarme con encenderlo a ratos solamente, cuando la humedad que entra por la ventana se hace demasiado agobiante, y por la noche lo apago, porque el aire que sale sin tregua por la rejilla es un huracán polar capaz de hospitalizar por neumonía a una morsa. La próxima vez me volveré a alojar en el hotel donde solía, frente a los jardines del río Segura.

El lunes por la mañana me siento al volante y recorro los 15 kilómetros que me separan de Archena. En muy pocos años, la burbuja inmobiliaria ha ido empujando la linde del pueblo hacia el Monte Ope y, después de dudar un rato, me encuentro dando dos o tres vueltas innecesarias hasta dar con la casa de Vicente. En ocasiones anteriores hemos celebrado el encuentro comiendo una paella murciana en Los Torraos, un pueblo cercano, escueto y seco como un sarmiento. Esta vez, sin embargo, Vicente insiste en que comamos en su casa, y yo acepto gustoso. Hace mucho que no nos vemos, y tenemos mucho en que ponernos al día. Lo mejor, pues, será dejar a la familia en casa y emprender una pequeña excursión en coche por los alrededores.

La primera escala es Blanca, un pueblo cercano camino de Cieza, a orillas del Segura. Están en fiestas, y para encontrar dónde aparcar tenemos que dejar atrás la calle principal, ornada de banderitas, hasta salir casi del pueblo. Caminando, regresamos al centro y nos metemos en un bar a tomar unas tapas. Comprendo que por estas latitudes los veranos son muy calurosos, pero un bar de pueblo con aire acondicionado es una experiencia vagamente decepcionante. Me guardo la decepción en el bolsillo, y disfruto de la cerveza y de la conversación. Una cosa tengo que agradecerle al progreso: la filosofía del carpe diem que me ha inculcado. Aprende a disfrutar las cosas auténticas mientras puedas, porque quizá mañana te las encuentres con aire acondicionado, DJ, iPod, fast food, televisor en 3D o muebles de diseño.

Cumplido ya el rito del aperitivo, dejamos atrás Blanca y nos internamos en la vega del Segura. Viendo desde lejos las crestas afiladas de aquellas montañas calizas, es difícil imaginar que al pie de sus laderas hay un vergel exuberante de frutales, flanqueado por higueras y cañaverales y salpicado de palmeras. Un oasis serpenteante que se prolonga mucho más allá de lo que podremos abarcar en un día. Habrá, pues, que continuar camino.

Baños de Mula es un pueblo de apenas cuatro calles, todas ellas desiertas bajo el sol de agosto. Parece casi deshabitado. Bajo su suelo hay aguas termales, y en algún tiempo pasado el negocio de los baños generó cierta prosperidad, ahora venida a menos. Los cuatro o cinco habitantes con que nos encontramos están a la puerta de sus respectivas posadas, dejando pasar las horas como las aguas del río que fluye a poca distancia. Antes de que se les adelante la competencia, se apresuran a preguntar a los viajeros si quieren habitaciones o, simplemente, baños. Por un momento, me siento como una lombriz rodeada de atunes.

Después de tomar un café a la entrada del pueblo, nos asomamos a un portal que se abre a un hermoso patio de estilo colonial. Antiguos baños termales, sin duda. Mientras saco unas fotos, se nos acerca una señora y trabamos conversación. La posada ha sido reformada recientemente, pero no vienen muchos clientes. ¿Y extranjeros? Sí, sí, en una ocasión vinieron unos ingleses, u holandeses, o de no sé qué país de aquéllos. Está claro que el único objeto de la conversación es hablar de lo que sea con alguien. Con los forasteros, en este caso. Quedan ya tan pocos habitantes en el pueblo...

Por alguna razón que desconozco, me fascinan los desiertos, los pueblos deshabitados y las aguas termales. Baños de Mula, con sus fachadas deslavadas y sus aires de pueblo suspendido en el tiempo, tiene exactamente esos ingredientes. Antes de seguir camino, desciendo unos peldaños del pretil que da al río y pongo la mano bajo el agua que mana de unas rocas. Efectivamente, sale caliente. De regreso al coche, me llama la atención un letrero colgado en la puerta de un estanco: "Abierto 25 horas". Lo que no aclara, sin embargo, es si al día o al año. En cualquier caso, a esas horas el establecimiento está cerrado. En decadencia o no, los habitantes de este pueblo al menos no han perdido el sentido del humor.

La última parada antes de regresar a Archena será en Mula. La inclinación de la luz ha cambiado, y algunas montañas, ahora en sombra, han adquirido un tinte vagamente morado. Sus perfiles, picudos y desordenados, se me antojan murciélagos fantásticos. Tal vez echarán a volar al anochecer.

Ya en casa de Vicente, después de comer en la terraza me asomo al interior para ver los botijos. Este hombre tiene el azogue en el cuerpo, y es incapaz de pasarse un día entero sin pintar o componer. En dos veranos ha juntado una colección de botijos pintados por él que ocupan ya varios estantes del cuarto de estar. Los compra a un alfarero en Mula, los pinta a su aire y los va colocando donde puede, con la esperanza de que algún día un visitante se encapriche de alguno y se lo quede. Mi maleta, por desgracia, está ya demasiado llena. Pero tarde o temprano me haré con uno.

En la terraza otra vez, charlamos durante horas hasta que, casi anocheciendo ya, van llegando uno a uno los hermanos de Vicente. Precisamente hoy tenían previsto salir a cenar todos juntos, con las respectivas familias. Yo allí no pinto nada, pero insisten lo suficiente como para convencerme de que los acompañe. Al fin y al cabo, Murcia no queda lejos, y tampoco regresaremos muy tarde. Cenamos animadamente, de tapas, las dos generaciones entreveradas a ambos lados de una larga mesa, en una terraza rodeada de pinos. La brisa es suave, y la noche, espléndida. Hacia la medianoche, en algún lugar del pueblo el cielo se llena de fuegos artificiales. El lugar está en fiestas, y para mí es el final perfecto de mis vacaciones en Murcia. Dos noches, máximo. Era la única condición.

Mañana por la mañana emprenderé el camino de regreso a casa.

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