El 15 de mayo de 2011 recibí una
llamada telefónica inesperada. Mi amigo más antiguo -llamémoslo G.-
había acudido a la Puerta del Sol de Madrid y en aquel momento, para
él emocionante, se había acordado de mí. Quería compartir conmigo
su entusiasmo por un movimiento social en cuyo nacimiento estaba
participando. En directo. Me pilló tan de sorpresa que apenas supe
responderle con un comentario escéptico, para salir del paso. Mi
gran amigo, el que siempre había sido más sensato que yo, había
perdido la cabeza y se había pasado al enemigo. ¿Cómo podía estar
sucediendo una cosa así?
Aquella llamada me trastornó
profundamente. Tengo una gran intuición, pero razonando soy lento.
Necesito darle muchas vueltas a las cosas, analizarlas desde todos
los puntos de vista y descartar todas las posibles alternativas antes
de estar seguro de lo que argumento. Y detrás de aquella llamada
había mucha tela para cortar. Lo que estaba sucediendo en mi país
era un cambio cualitativo que yo me resistía a aceptar, y aquella
llamada me obligaba a mirar de frente a la realidad.
El caso de G. no era el único que yo
había conocido. A bote pronto, me vienen a la mente dos más. Los
dos eran amigos muy queridos. Muy buena gente, como suele decirse.
Los dos se pasaron al bando de los malos. No espero que ninguno de
ellos se asome nunca a este blog, pero aun así los mencionaré sólo
por sus iniciales.
Conozco a M. desde la más tierna
infancia. Su familia y la mía veraneaban en la misma playa. Tenía
cuatro hermanos varones, y el mayor de todos ellos era el alevín de
mi grupo de amigos. Con los años, las diferencias de edades se
difuminaron, y de todos los hermanos él fue el único con el que
mantuve contacto durante muchos años, a pesar de mis idas y venidas
de uno a otro país. El era un hombre de derecha, con las ideas
claras. Yo entonces todavía coqueteaba con la izquierda, pero
siempre sentí admiración por la nobleza que traslucían sus
convicciones. M. no era sectario, se sentía unido al resto de los
españoles, defendía a su familia, no era envidioso y siempre estaba
dispuesto a echarte una mano.
Cuando dejó su trabajo en una notaría
de Valencia, perdimos el contacto. El estaba cambiando. Se separó de
su mujer, empezó a renegar de sus antiguas ideas y, finalmente, hace
unos años -la última vez que nos encontramos- vi en él el polo
opuesto del M. que yo había conocido. Hacía poco que había
estallado la burbuja inmobiliaria, y él ahora repetía como un loro
las manidas consignas izquierdistas. Se había vuelto envidioso y
sectario. Quizá no es casualidad que, a pesar de mis intentos, no
nos hayamos vuelto a ver.
J. era uno de los amigos que hice en
aquel pueblo de Valencia, cuando fui a parar allí con mi vieja
furgoneta en el año 80. Le gustaba conocer mundo y le agobiaba el
provincianismo circundante. No sólo la mentalidad provinciana, sino
la ideología provinciana, que por aquel entonces todavía no merecía
el nombre de nacionalismo. Fue a trabajar a la vendimia francesa en
varias ocasiones y, posiblemente en uno de aquellos viajes, se
presentó en Ginebra, donde yo vivía por entonces.
Siempre vi con benevolencia su
ecologismo convencido. Incluso, en una época, compartí con él
algunas de sus inquietudes en ese sentido, sobre todo el amor por la
naturaleza. Cuando yo me distancié de la ideología ecologista,
solíamos argumentar acaloradamente tanto a favor como en contra,
pero él nunca dejó de ser mi amigo por esas diferencias. Sin duda
como consecuencia de sus lecturas, sus posturas se fueron
radicalizando, mientras que las mías se fueron haciendo cada vez más
escépticas. Nuestros encuentros habían terminado convirtiéndose en
un agotador diálogo de sordos, pero la amistad seguía estando por
encima de todo.
Hace sólo unos meses, sin embargo, en
una cena con él y con su mujer las diferencias ideológicas habían
dejado de ser impersonales. Para mi sorpresa, su mujer había asumido
íntegramente el ideario nacionalista, hasta el punto de defender la
inmersión lingüística en valenciano, aun sabiendo que afectaba a
un niño de mi propia familia. J. callaba. Trataba de mantenerse
equidistante, pero ya no era el J. que yo había conocido. Ya no
aborrecía el provincianismo. Ponía reparos a los desmanes del
nacionalismo catalán, pero ya no eran objeciones de fondo. Y sus
ideas políticas, cada vez más descabelladas, habían traspuesto ya
la frontera del sectarismo. El también había sido abducido por el
bando enemigo.
Sí, he dicho 'bando'. Eso es lo que ha
cambiado en España. Una cosa son las ideas, y otra muy distinta son
los bandos. Un amigo puede tener ideas opuestas a las tuyas, pero
cuando esas ideas se materializan en un bando tenemos un problema. Yo
he tenido buenos amigos que, en algunos aspectos, consideraba
inferiores a mí, pero nunca se me ha pasado por la cabeza unirme a
un movimiento que proponga exterminarlos, someterlos a mis ideas u
obligarlos a cambiar sus costumbres.
Me dolió la abducción de M., aunque
nuestro distanciamiento había sido progresivo y, por lo tanto, el
desenlace no fue traumático. Me dolió mucho más la transformación
de J., que a lo largo de muchos años había demostrado ser el amigo
más fiel de cuantos he tenido en aquel pueblo de Valencia. Me
distancié también irremediablemente de B., otro amigo entrañable
del mismo pueblo, que se había ido radicalizando hasta formar parte
del bando enemigo. Otros dos antiguos amigos de aquella época ya se
habían negado explícitamente, años atrás, a que siguiéramos
viéndonos. Todo eso me dolió. Todavía me duele. Pero la
transformación de G. es mucho peor: me tortura.
Desde hace ya años, me tortura una y
otra vez pensar que G., una persona extraordinariamente inteligente,
que siempre tuvo un corazón de oro y que siempre ha tenido un
sentido común muy superior al mío, se haya convertido en un zombie
ideológico. No es que yo no sepa cómo se llega a eso. Lo sé
perfectamente, porque lo he vivido en mis carnes desde mis primeros
años en la Facultad. A ese estado se llega por la vía emocional y
por la falta de información. Precisamente los dos ingredientes
típicos de los dos grandes sistemas totalitarios: el comunismo y el
fascismo.
Cuando he dicho “falta de
información” he sido benévolo. Lo que en realidad quería decir
era “una combinación de información selectiva y de información
falsa, o tendenciosa”, todas ellas al servicio de los fines
totalitarios de turno. Los monopolios siempre son nefastos, y en
España, en los últimos años, han convergido dos monopolios de los
medios de comunicación: el de la extrema derecha en manos de los
bandos independentistas, y el de la extrema izquierda en manos de los
bandos socialistas.
La tenaza es formidable, y me temo que
ya no va a ser posible contrarrestarla, al menos pacíficamente. Lo
único que puedo hacer, a ese respecto, es prepararme para que,
cuando estalle el pandemónium, no me pille en medio. De hecho, si
pudiera, ya me habría marchado. La dictadura que se está gestando
aquí empieza a ser ya más insoportable que el franquismo.
Pero la idea de que G. continúe
obnubilado por la propaganda de unos canallas me torturará hasta el
fin de mis días. No sólo por él. Estoy seguro de que hay muchos
más como él, buenas personas que viven engañados por una visión
del mundo totalitaria y tendenciosa y, lo que es peor, que podrían
terminar siendo víctimas de su propia ingenuidad. Recuerdo a menudo
a una amiga de simpatías izquierdistas que vivía en Caracas. Era
compañera de trabajo, y solíamos encontrarnos cada dos o tres años
en algún lugar del Caribe para alguna conferencia internacional. Con
el paso del tiempo fui viendo su evolución. Al principio veía con
buenos ojos la presidencia de Hugo Chávez. Años después, se
mostraba crítica con él, aunque siempre desde posiciones de
izquierda. En nuestros últimos encuentros estaba ya aterrorizada, y
ni siquiera me permitió que viajara a Caracas para pasar unos días
con ella y con su familia. Ahora, hace ya un par de años que no sé
nada de ella.
Sé que yo solo no puedo hacer frente a
un tsunami, y no otra cosa es el fenómeno de masas que está
devorando mi país. Ante un tsunami que se te viene encima, es
absurdo ponerse a rezongar contra el servicio meteorológico. Lo
único que se puede hacer es echar a correr. Yo ya lo hice en
Barcelona y lo tendré que volver a hacer pronto otra vez. Pero no
por huir dejará de torturarme la idea de que hay ahí afuera mucha
buena gente que, por falta de información real, o nada entre dos
aguas o se deja llevar por la corriente. Por eso he decidido hacer
algo que desde hace algún tiempo vengo rumiando. No puedo luchar yo
solo contra los grandes medios de comunicación que manipulan a las
masas, pero tal vez pueda aportar a un puñado de buenas personas la
información que esos medios les hurtan o les presentan deformada en
aras de sus perversos intereses.
No soy la persona más adecuada para
ello. No soy economista, ni jurista, ni historiador, pero sé ser
objetivo, he pensado mucho en todos los temas que quiero abordar, y
en largos años de búsqueda de la verdad he accedido a fuentes de
información que, aunque están al alcance de todos, los monopolios
de la verdad ocultan concienzudamente, trocean a su conveniencia,
vetan o convierten en anatema para que nadie, accediendo a ellas,
descubra cómo arrancarles a ellos la careta.
He dudado mucho antes de decidirme. No
sólo porque no soy un experto, sino porque no tengo mucho tiempo
libre. Pero es la única manera en que podré librarme de mis
demonios y sentirme en paz conmigo mismo. Cuando todos los que me
lean estén informados, podrán tomar partido con conocimiento de
causa. Quizá contra mí de todas formas, pero mi compromiso es sólo
con la información. Contra la maldad de los seres humanos no hay
antídoto posible.
Capitulo siguiente ¿Izquierda o derecha?
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