miércoles, 28 de noviembre de 2007

La tentación

Algunas tentaciones son muy difíciles de resistir. Una de las más adictivas es el poder. El poder es una droga de tolerancia cero. Como dijo Lord Acton, "El poder corrompe. El poder absoluto corrompe absolutamente".

Cuando hice el servicio militar, escribí con un bolígrafo esa frase de Lord Acton en la parte interior de mi gorra de soldado. Quería que fuera un recordatorio permanente lo más cerca posible de mi cerebro. Aún así, recuerdo haber experimentado extrañas sensaciones endorfínicas en algunos momentos singularmente unísonos de esos simulacros de desfile que los militares llaman 'instrucción'.

Y es que los seres humanos llevamos una bestia dentro que aprovecha la menor ocasión para irrumpir en nuestras vidas... y, lo que es peor, muchas veces también en las de nuestros vecinos. ¿Quién es capaz de razonar cuando la mujer largamente deseada, húmeda de deseo, se quita por fin la última prenda interior sólo para nosotros? ¿Quién piensa en la familia del mosquito mientras, en una madrugada ojerosa, estampa sádicamente el periódico contra la pared? ¿Quién ha vacilado alguna vez cuando, desde lo alto de la Gran Tribuna, ordenaba a la maquinaria del Estado exterminar a los disidentes?

La única cura que conozco contra esta última tentación es una democracia fuerte. Cuando digo 'fuerte', quiero decir repleta de mecanismos de contrapeso para evitar los abusos de poder. Parece fácil, pero no siempre lo es, porque hay un principio filosófico subyacente que no todas las personas parecen compartir: el ser humano tiene tentaciones. Y, en un sistema que garantice la convivencia de una sociedad, la resistencia a las tentaciones del poder no se puede encomendar a los individuos.

Me había propuesto no hacer comentarios sobre política en este blog, pero hoy tengo que hacer una excepción. Me ha indignado la campaña emprendida por el partido español Izquierda Unida (básicamente, el antiguo Partido Comunista y otras hierbas) contra el historiador Pío Moa.

A la izquierda nunca le ha gustado que le canten las verdades. Recuerdo que, estando yo en la Facultad, unos desaprensivos volcaron un día un bote de pintura azul sobre la cabeza de un catedrático. Él nunca había hecho el más mínimo comentario público sobre política, pero corría la voz de que había estado en la División Azul. El verano pasado, mi sobrina, que muchos años después estudia en aquella misma Facultad, me comentó que también ella había oído contar lo del catedrático aquel de álgebra que era 'un facha'. De pronto, recordé a aquel buen señor escribiendo larguísimas fórmulas de tensores en la pizarra, sin meterse jamás con nadie, y después el tumulto a la salida de clase, las exclamaciones de algunos alumnos y la imagen del Profesor Abellanas, más estupefacto que humillado, recubierto de pintura azul hasta los hombros. Entonces, tuve un arranque de inspiración: "Mira, Marta", repuse, "'Facha' es, simplemente, el que no es de izquierdas".

En ese momento comprendí que lo que realmente les molestaba a aquellos izquierdistas de salón no era tanto el que el Profesor Abellanas hubiera sido o no franquista, sino que se hubiera alistado voluntariamente para luchar contra el comunismo. La izquierda española actual olvida (voluntariamente) que no pocos de sus intelectuales proceden del franquismo (leed, por ejemplo, Yo tenía un camarada, de C. Alonso de los Ríos) pero, en fin de cuentas, el franquismo es únicamente un pretexto para victimizarse y cargarse de razón. Ahora bien, armarse con fusiles y obuses y tanques y aviones para combatir el totalitarismo comunista... eso no tiene perdón.

Porque la izquierda, como los enemigos de Galileo siglos atrás, siempre tiene razón. Y, al concluir la segunda guerra mundial, Europa cometió un gravísimo error: proscribió, con toda la razón del mundo, los partidos nazis, pero no puso objeciones a los partidos comunistas. E incluso les permitió investirse de un aura de respetabilidad. En los años 70, esa situación propició el nacimiento de los grupos armados Brigadas Rojas, Baader-Meinhof y, por supuesto, ETA. Y, en España, la aparición de una izquierda stalinista y maoísta que -como siempre ha tenido por costumbre- monopolizó la oposición al régimen de Franco.

De ahí que casi todos los libros prohibidos que yo leía en aquellos años fuesen, más o menos disfrazados de libros de Historia, libelos marxistas. Esos lbros forjaron la Historia 'oficial' de España, que ha perdurado casi sin objeciones hasta hace unos pocos años, con la aparición de Pío Moa. La propaganda izquierdista es muy efectiva, y reconozco que yo resistí bastante tiempo antes de ceder a la curiosidad y comprarme por fin uno de sus libros. Lo que leí allí me dejó estupefacto, sobre todo porque lo que decía Pío Moa yo ya lo sabía, aunque hasta ese momento no había querido reconocerlo.

En realidad, lo verdaderamente convincente de los libros de Pío Moa no es tanto lo que él 'dice' como las fotocopias de periódicos de la época que él reproduce en sus libros. Ante el documento facsímil, el lector no puede mirar para otro lado, y se ve forzado a reconocerlo: la izquierda española era violenta, ponzoñosa y totalitaria, ni un milímetro menos que la derecha nazi de la Alemania del III Reich. Peor, tal vez, porque no vaciló en liquidar a los que, al menos sobre el papel, eran sus aliados contra 'la burguesía' y 'el capital'.

Mi conclusión, esa que hasta entonces yo ya conocía pero que por sectarismo residual no había querido aceptar, fue clara: la II República española fue un desastre sin paliativos que conducía inexorablemente a la tragedia. Y la izquierda española, en particular, fue, con muy pocas excepciones, una mezcolanza de nazis rojos, anarquistas iluminados y -ya entrada la guerra civil- comunistas genocidas. Después de Pío Moa, el que lo niegue es, simplemente, porque no sabe leer.

O porque no quiere leer, que viene a ser lo mismo.

martes, 27 de noviembre de 2007

A merced del destino

Encaramado a duras penas en la copa de aquel sauce, acuclillado y aterido como una lechuza mojada, tuvo largas horas para pensar. En el cielo teñido de negro las estrellas se habían detenido, y el agua a su alredededor rugía como un dios recién liberado de un cautiverio milenario, deseoso de exprimir todas las nubes del Universo.

Desde su aparición ante la puerta del bar de Remedios pidiendo trabajo, Manolo se hacía llamar Rosendo. Ni siquiera ella conocía su verdadero nombre. Cosa comprensible, si tenemos en cuenta que, sólo una semana antes, Rosendo Herguijuela se llamaba Manuel Zanzón y era ministro de cultura. El autor intenta rememorar los acontecimientos que él mismo ha escrito, pero prefiere que sea su propio personaje quien los evoque. Así, tiritando en la copa de aquel árbol mientras aguarda a que amanezca, Zanzón recuerda el taller de pirotecnia de don Blas Oropesa tal y como lo ha visto por última vez: los estantes derribados, las probetas rotas, el suelo salpicado de líquidos de colores. Los pacifistas han puesto el país patas arriba, y en la desbandada gubernamental sus amigos del alma han desaparecido.

Vistas así las cosas, el cocodrilo que Remedios había visto aparecer en su bar sí tenía un significado, como ella oscuramente había sospechado. Pero no era un significado real, porque Remedios Raposo no es más que un personaje de ficción. Ella jamás habría podido imaginar que aquella aparición surrealista era una premonición de la llegada de Manolo, y se habría enfadado mucho si se hubiera enterado de que su vida -como la de su anhelado Manolo- existía únicamente dentro de una novela.

El lector me perdonará pero, aunque algunos personajes lo llamen de vez en cuando 'Rosendo', como él desea, yo voy a seguir llamándolo Manolo.

Así que, horas después de haberse puesto a salvo en aquella rama, Manolo vio amanecer. No estaba, pues, viviendo una pesadilla. Las nubes, probablemente exprimidas hasta la última gota por aquel dios vengativo, eran ya sólo algunos jirones desmechados, y los primeros rayos del sol eran para él, también, los primeros rayos de esperanza.

Lo cual es bastante literario. Ahora bien, Manolo, ahora que está saliendo el sol, descubre que está rodeado de agua hasta donde alcanza su vista, y va a ser difícil, incluso para un escritor, sacarlo de allí sin que la credibilidad de la historia se resienta. Para empezar, en cuanto sintió la tibieza de los rayos del astro rey, Manolo se desvistió y tendió sus ropas a secar en las ramas vecinas.

En lugar de arreglarlo, lo estoy poniendo cada vez más difícil. Ahora lo tenemos desnudo, desorientado, incapaz de echarse a nadar en aquellas aguas impetuosas y, probablemente, incluso resfriado. Pero es que, con la llegada del amanecer, Manolo repara en un detalle que, hasta ese momento, la oscuridad le había ocultado: trabado al tronco de su sauce por unas cuerdas providenciales, el sillón al que, sin saberlo, se había agarrado en los primeros momentos de la riada se balancea ahora allí amablemente, a impulsos de los rápidos. Está diciendo ocupadme.

De modo que esperó pacientemente a que sus ropas se secaran, se volvió a vestir, descendió por el tronco hasta el sillón, se sentó en él, lo liberó de sus ataduras y, con las cuerdas en la mano como recurso último, se dejó flotar corriente abajo hasta donde el destino, ese hado tan literario, tuviese a bien conducirlo.

lunes, 26 de noviembre de 2007

La riada

Sobrecogido por el estruendo de la riada, Manolo despertó. Durante varios minutos, todos sus movimientos fueron impensados. Gateando en la oscuridad, abandonó las sábanas y, girando la cabeza en todas direcciones, trató de orientarse. Su instinto lo empujaba hacia la ventana, que, a impulsos del río furioso en que se había convertido la calle, crujía azotada por ramas de árbol y tablas de muebles desencuadernados en vertiginoso descenso hacia el río Manzanares.

Cuando por fin localizó el vano del ventanuco, extendió sus dos brazos hacia los postigos en un gesto instintivo por contener el empuje del agua. Pero, apenas inició el movimiento, los cuatro goznes cedieron y la madera de la ventana reventó violentamente. Oyó el bramido de la corriente penetrando en la buhardilla, sintió la fuerza de la tempestad derribándolo como un pelele y, envuelto en un torbellino sin direcciones, sintió cómo era arrastrado escaleras abajo. Lo último que alcanzó a oír allá en lo alto fue el grito ahogado de Remedios despertándose.

Zarandeado por entre las mesas del bar, se ovilló como pudo y contuvo la respiración. Era como descender una catarata sin conocer el final. La furia del oleaje le abría los párpados, pero a su alrededor el universo era opaco. Durante una eternidad en que no existía ni arriba ni abajo, pensó que se había quedado ciego. Razonaba sólo a destellos. Por fin, su mano se agarró a un objeto más grande que él. Su cabeza asomó entonces a la superficie, y sus pulmones inhalaron aire desesperadamente. Estaba boca arriba. Allá en el firmamento, la luna y las estrellas volaban.

domingo, 25 de noviembre de 2007

Nosce te ipsum

Por qué no decirlo. Para algunas cosas, soy torpe. Soy especialista en tumbar vasos llenos y en salpicarme las camisas con salsa de spaghetti. Y, como bricolador, soy un desastre.

Esto no es ni malo ni bueno. Cada uno es como es, y punto. Durante mucho tiempo sufrí por ello, pero ahora, cuando sucede, me proporciona incluso buenos ratos: me lo tomo con humor.

Pero, si reconozco mis defectos, ¿por qué no reconocer también mis virtudes? Respuesta: porque alguien podría interpretarlo como síntoma de arrogancia. ¿Arrogancia? Sí, Ricky: cuando uno proclama sus virtudes, está escenificando su sentimiento de superioridad.

Pisamos terreno pantanoso. Evidentemente, nuestro comportamiento en sociedad tiene unos límites. Pero, en la comunicación hablada, los límites objetivos sólo pueden afectar a lo que uno dice, no a lo que 'quiere decir'. Lo que yo digo es el florete. Lo que quiero dar a entender, la esgrima. Y la esgrima es, simplemente, un arte.

Cuando no se entiende esto, las sociedades caen en los clichés: lo políticamente incorrecto. No puedo decir 'un negro', 'un moro' o 'un maricón' porque estoy dando a entender que los considero despreciables. Por absurdo que parezca, debo decir 'una persona de color' (¿de qué color?; el negro es precisamente la ausencia de color), un 'magrebí' (¿llamaremos también así al fruto de la zarzamora?) o un 'gay' (en inglés, porque el equivalente español, 'gayo', sería... ejém, fonéticamente desconcertante).

Cuando una sociedad está contaminada de clicheísmo, los eufemismos no pueden estarse quietos. En el siglo XVII denominaban 'cámaras' a lo que mi abuelo llamaba 'excusado', mis padres llamaron 'retrete', yo conozco como 'wáter', y ahora, difuminadamente, se denomina 'baño' o 'aseo'. ¿Qué mejor prueba de que el paquete lo pone el hablante, y el envoltorio, el oyente?

No sé si existirá alguna sociedad que esté libre de tabúes. Unos se van y otros vienen, pero difícilmente desaparecen todos al mismo tiempo. El tabú de la desnudez, por ejemplo, ha ido cediendo poco a poco hasta llegar a su límite cuántico absoluto: los tangas de cordoncillo. Pero en Estados Unidos, cuando un jefe de recursos humanos entrevista a una candidata, tiene instrucciones de mirar siempre a un punto indefinido de la pared, tangencialmente a una de las orejas de la entrevistada. Ironías de la vida: así es precisamente como se comportan los musulmanes integristas, sus más enconados enemigos.

Probablemente, pues, los tabúes nunca desaparecerán de entre nosotros. ¿Habrá alguna razón fundamental? Tal vez los seres humanos, como nuestras palabras, estamos hechos tanto para agradar como para... agredir. ¿Será puramente casual la similitud fonética entre estos dos verbos?

sábado, 24 de noviembre de 2007

Guardar la ropa

La mañana hoy era soleada, espléndida. Sin pensarlo dos veces, me he subido a mi bicicleta y he paseado largo rato por la ciudad. Por las mañanas, el barrio del Mercado Central rebosa de animación, y los grupos almorzando en las terrazas de los bares devuelven a la ciudad ese sabor popular que yo creía perdido.

Desplazarse en bicicleta tiene muchas ventajas. En unas pocas horas puede uno, si lo desea, recorrer una ciudad del tamaño de Valencia, e incluso detenerse en una de esas terrazas el tiempo necesario para saborear un café. Por eso, casi siempre que exploro la ciudad en bicicleta descubro algo nuevo.

Hoy, muy cerca precisamente del Mercado Central, en una callejuela peatonal salpicada de librerías de lance, me ha sorprendido ver un espacioso local con un pomposo título: 'Museo de Cultura Contemporánea'.

Últimamente, aquí todo son museos. Doblas una esquina, y te encuentras con un museo. De qué, da igual. Desde que España es un país rico, los museos forman parte de la vestimenta de las ciudades. Bollullos del Marquesado: Museo de Alfarería. Villaconejos del Cerro: Museo del Esparto. Viveiros del Río: Casa-Museo del Orujo. Y así sucesivamente.

Naturalmente, a falta de publicidad todos estos museos de nuevo rico están siempre vacíos. No están hechos para fomentar la cultura, sino para presumir. Al gobierno de turno realmente se la da una higa que la gente tenga o no cultura. Al poder, lo que realmente le importa es que sus súbditos no se quejen. Por eso, los políticos viven obsesionados con la riqueza: crear riqueza.

Riqueza material, se entiende. Que no es otra cosa que comprar votos. Pero, ¿y la cultura? ¿Quién le agradece al gobierno la cultura?

Depende de lo que se entienda por cultura. Para mí, cultura es cultivar. Nunca me gustó el football, esa expresión máxima de la cultura popular contemporánea. Si hubiera tantos programas de radio y televisión dedicados a cultivar el mundo de los libros, las artes o las ciencias como a cultivar el mundo del deporte, quizá la riqueza material no sería el valor supremo de nuestra sociedad.

Pero la afición a los deportes no es una afición de individuos, sino de masas. ¿Cuál es ese placer inefable que proporciona el sentirse masa? Exceptuando alguna que otra excursión en autocar en mis tiempos adolescentes, siempre he sentido aversión por esa variante de placer, el más tosco de cuantos puede experimentar el ser humano.

Es que me aburro. Una vez averiguadas todas las combinaciones posibles de jugadas sobre un campo de football, ¿qué novedades puede aportar la contemplación de una de ellas? El football es un ajedrez para neanderthales. Algo así como sacar a pasear al perro y difrutar viéndolo correr, con la lengua fuera. Mí no comprender.

Esa supremacía de los valores de masa frente a los de individuo hace que el arte, e incluso la ciencia, sólo puedan formar parte de la cultura popular en tanto que fenómeno multitudinario. Los museos y salas de exposiciones se abarrotan de japoneses, de familias, de autocares de jubilados en visitas guiadas. ¿Realmente toda esa gente disfruta con las obras que se les muestra?

La respuesta, pese a todo, es 'Sí'. Pero para que un cuadro de Cézanne tenga tantos aficionados como un Sevilla-Bétis ha sido necesario antes transformarlo en espectáculo. ¿Qué espectáculo? La contemplación de un 'objeto decorativo'. Sin honduras ni sutilezas. Sin análisis ni síntesis. Sin resonancias históricas ni dramáticas. Sin cortocircuitos mentales. Simplemente, un objeto decorativo... demasiado caro para mi presupuesto.

Volvemos así al principio: la riqueza, como referente del status social. Desde esta perspectiva, ¿por qué interesarse por la literatura, la música o la pintura más que por un desfile de modelos?

El razonamiento es impecable. Y democrático: ¿por qué diablos -se preguntará usted- tendría que ser más trascendente el Stabat Mater de Pergolesi que unas bragas de Armani?

miércoles, 21 de noviembre de 2007

¿Bueno o malo?


El reciente descubrimiento de que es posible obtener células madre de la piel y, probablemente, de casi cualquier otro tejido, cambia radicalmente el panorama de la investigación genética. Para empezar, la manipulación de embriones no será ya necesaria, y los que consideran que un embrión de unas cuantas células es un ser humano podrán descansar -al menos, en ese frente- tranquilos. De hecho, el creador de la oveja Dolly ha decidido ya tirar la toalla y dedicarse a otra cosa.

Haya paz, pues. Pero, al igual que muchas otras tecnologías inventadas por el ser humano, esta podría tener consecuencias que superan nuestra imaginación actual. La pequeña Laxmi fue un lamentable error genético pero, provisto de una técnica sofisticada para moldear las células madre, cualquier biólogo podrá en el futuro crear variedades de la especie humana a gusto del consumidor. Podremos modificar nuestro aspecto exterior para parecer más atractivos, rejuvenecer prácticamente a voluntad, modificar la morfología de nuestro cuerpo para adaptarnos mejor a determinadas tareas o máquinas, o incluso, tal vez, desarrollar alas y aprender a volar. Y todas esas transformaciones serán reversibles.

Fuera bótox. Se acabaron los pechos de silicona y los calvos involuntarios. ¿Quieres causar impresión en la próxima fiesta de disfraces? Acude con rabo de demonio, con pelo de pantera o con cuerpo de centauro. Si eres alpinista o ejecutivo, hazte instalar un segundo corazón, por si las moscas. O, si te atrae más la vida bohemia, guarda un hígado de repuesto en la nevera y alcoholízate sin temor.

En la medida en que son, simplemente, instrumentos para conseguir resultados, las tecnologías no tienen color moral: simplemente, facilitan las cosas. Para bien o para mal. Una caja de fósforos nos ahorra muchas horas de frotar un palito contra una madera, pero una minoría de desaprensivos los usan para incendiar bosques. Por eso, una sociedad que quiera ser sofisticada nunca debe olvidar -sí, sí, leéis bien- el cultivo de la moral.

Porque el mal, como el bien, forma parte de los instintos humanos, y no se arredra ante la falta de tecnologías. Si no conoces el cemento, trenza hojas de palma; si en tu témpano no hay zapaterías, desuella una nutria. Antes de inventarse las armas de fuego, hubo que inventar la catapulta, el aceite hirviendo, el arco, la jabalina. Construir o destruir: siempre buscando atajos.

Pero para cada descubrimiento se necesita también una palabra. En griego clásico, por ejemplo, el arco se denominaba toxon. Por eso, los aficionados al lanzamiento de flechas reciben a veces el nombre de toxófilos. Os suena a otra cosa, ¿verdad? Efectivamente, hubo un tiempo en que las flechas estaban envenenadas, y su uso debió ser tan frecuente que el veneno llegó a ser simplemente esa sustancia con que se embadurnaban las puntas de las flechas. Cuando decimos hoy que una sustancia es tóxica, estamos rememorando sin saberlo aquella época en que nuestros antepasados se defendían, o atacaban, a golpe de arco.

Otro nombre con que se conocen los venenos es ponzoña. En francés y en inglés, poison. Curiosamente, esta palabra proviene del latín potio, que significaba bebida. De ahí, pócima, poción, e incluso el adjetivo potable. ¿Son, pues, las bebidas intrínsecamente buenas, o malas? Depende.
De hecho, pueden ser ambas cosas. Sobre todo en la Edad Media, en que, no habiéndose inventado todavía el chocolate, los dos ingredientes más fuertes de la vida eran... el amor y la muerte. No hay más que leer la Celestina. Por eso, en español usamos ahora la palabra veneno, que originalmente significaba 'brebaje de amor'.

Acordáos de esta etimología la próxima vez que veáis en el cielo brillar a... Venus.

lunes, 19 de noviembre de 2007

Flaupassant

Como este blog es una especie de mensaje en una botella de un náufrago, me siento libre para escribir lo que me apetece. ¿Por qué un náufrago? Porque el barco en el que Ricky Mango navegaba zozobró hace no mucho tiempo, allá por los albores del siglo XXI. Ha sido un naufragio lento y previsible. El náufrago consiguió ganar la orilla de una pequeña isla, y desde ella otea todos los días afanosamente el océano virtual, en busca de buques de bandera amiga.

Pero Ricky Mango no tiene bandera. Arrió la bandera negra hace ya tiempo y ahora, como un antropólogo del siglo XXXVII extraviado en el túnel del tiempo, se contentará con los colores de cualquier estandarte que no sea convencional.

¿Qué quiere decir todo esto? En términos llanos: Ricky Mango busca los colores estimulantes de la transgresión, pero sólo encuentra anodinos grises de complicidad. Después de haber leído a Stendhal, ¿qué interés puede tener Javier Marías? Después de haber confraternizado con los espíritus de Alvar Núñez, de Jules Verne, de Alfred Kubin, de Chloderlos de Laclos o de Guy de Maupassant, ¿a quién podría importarle que Jorge Herralde se emborrache elegantemente, rodeado de balantes acólitos, los viernes por la noche en un bar 'exquisito' junto a la calle Tuset de Barcelona?

Pero todo esto era el introito. Lo que yo quería, en realidad, era hablar de Maupassant. Y de Flaubert. Algunos autores maliciosos han sugerido que Guy de Maupassant era en realidad hijo de Gustave Flaubert. La obsesión de Maupassant por las paternidades dudosas confirmaría, no sólo que lo era, sino que además lo sospechaba. O quizá, incluso, lo sabía.

Descubrí a Maupassant en 1984, en la cama de un hotel de Ginebra. Hôtel Lido. Rue Chantepoulet. En aquella cama, durante un mes, devoré uno tras otro varios libros de don Guy adquiridos en la librería Payot. Lo que don Guy describía en aquellas narraciones era, ni más ni menos, mi propia alma. Aquella pasión por el Mediterráneo y por los encantos femeninos, aquellas ansias de vivir, aquella fina pluma que describía como un óleo de Renoir la campiña francesa o como una composición de Caravaggio el mineral de las pasiones humanas resonaban en mi interior con armónicos de octava perfecta.

Hoy, muchos años y muchas líneas de texto después, creo que a las narraciones de Maupassant les sobran adjetivos. Pero la fuerza de su humanidad sigue incólume. He releído uno de sus cuentos que más me emocionó: 'Le baptême'. Un bautizo campagnard dibujado con fino pincel, en apenas tres páginas. Una fiesta rural, estrepitosa, y una criatura -el recién nacido- que alguien coloca entre los brazos del párroco. ¿Qué hacer con aquel niño tierno y frágil que palpita, como una flor nueva, apretado junto a la sotana? Todos están ya a la mesa. Bromean. El niño entonces rompe a llorar, y la madre lo acuesta en alguna habitación de la casa familiar. Los postres, por fin, concluyen. Anochece.

Y, de pronto, alguien cae en la cuenta de que el párroco ha desaparecido. ¿Dónde se habrá metido aquel hombre, el buen abbé? La madre entonces, a tientas, entra en la habitación donde duerme el pequeño y percibe un ruido inquietante, un movimiento. Alarmada, acude en busca de los demás. Y el grupo familiar, casi en tropel, penetra en la habitación con una lámpara, dispuestos a todo.

Allí precisamente estaba el buen cura, arrodillado junto a la cuna del niño, su frente apoyada en aquella misma almohada. Sollozando.

***

Después, rebuscando por Internet, he encontrado este artículo de Maupassant sobre Flaubert. Para poder publicar Madame Bovary, don Gustave tuvo que consentir que dos oscuros editores la mutilaran sin piedad. Aquella novela, sentenciaban los entendidos, era demasiado farragosa. Para suscitar el interés del público había que podar los pasajes excesivos, los párrafos más aburridos. Había que dejarla coqueta y decorativa, como un envoltorio para regalo confeccionado en El Corte Inglés.

Me consuela comprobar que los 'entendidos' no han cambiado de estilo. Siguen cultivando esa gris complicidad con los clichés de su época. Esa mediocre anuencia con los estereotipos que ellos mismos han imbuido en la sociedad.

Menos mal que, al igual que Flaubert, las sociedades humanas padecen, de cuando en cuando, perturbadoras crisis epilépticas.

sábado, 17 de noviembre de 2007

Aguas abajo

Remedios, exhausta, cerró los párpados y se quedó dormida. Inmediatamente, un viento suave abrió la ventana de la buhardilla y, en medio de una luz intensísima, un ser luminoso entró en la habitación batiendo dos alas majestuosamente. Era un ángel. Había dejado de llover, y en las ramas de los árboles los pájaros gorjeaban con alegría. Manolo se levantó de la cama y, flotando a la par del ángel, salió al exterior. La mujer, asomada de medio cuerpo a la ventana, alcanzó a verlos desaparecer en la lejanía azul del horizonte. Viéndolos alejarse, se juró no descansar hasta dar con Manolo y traerlo de nuevo al bar, junto a ella. Entonces se dio cuenta de que estaba desnuda.

Manolo, a su lado, roncaba. Roncaba tan fuerte que Remedios despertó. Cuando comprendió que aquel estruendo era en realidad el rugido de la crecida, era demasiado tarde. Abrió los ojos. En la oscuridad, la habitación era un río embravecido, y Manolo ya no estaba a su lado.

El sueño de Remedios no estaba previsto. Ha sido una treta inesperada de este personaje para permanecer en la narración. Ahora, Manolo no estará solo. Sean cuales sean las vicisitudes a que se enfrente, sabremos que en algún lugar invisible de esta historia Remedios, testaruda y protectora, lo estará buscando. Aunque tal vez las alturas del cielo no sean el lugar idóneo para emprender la búsqueda.

E8

Hace sólo 11 días se ha publicado un artículo de física teórica que podría cambiar la historia de la Ciencia. Garrett Lisi, un físico que abandonó el mundo académico por aburrimiento con la teoría de cuerdas, ha puesto de moda una palabra: E8.

Lisi es un físico sui generis. Durante los veranos, practica el surf en Hawaii y, en invierno, el snowboard en nevadas montañas. Pese a todo, ha encontrado tiempo para devanarse los sesos sobre la esencia del espacio, el tiempo y la materia.

Cierto día, cuenta Lisi a los periodistas, descubrió en un artículo sobre ese misterioso objeto llamado E8 ecuaciones idénticas a las que él había formulado. ¿Podría ser que una estructura algebraica de 240 dimensiones tuviera la clave de nuestra realidad? Podría. Lee Smolin se ha apresurado ya a manifestar su entusiasmo.

Ante el magno descubrimiento, Lisi pronunció también su Eureka personal. Acorde con los nuevos tiempos, naturalmente. Según sus propias palabras, al ver aquellas ecuaciones milagrosas exclamó: "Holy crap!"

Prefiero no traducir esta expresión. La física contemporánea es prodigiosamente bella en muchos respectos pero, científico por científico, me quedo con Arquímedes.

domingo, 11 de noviembre de 2007

Una frase de Ramón y Cajal

Una frase de Ramón y Cajal que suscribo íntegramente:

"Se ha dicho hartas veces que el problema de España es un problema de cultura. Urge, en efecto, si queremos incorporarnos a los pueblos civilizados, cultivar intensamente los yermos de nuestra tierra y de nuestro cerebro, salvando para la prosperidad y enaltecimiento patrios todos los ríos que se pierden en el mar y todos los talentos que se pierden en la ignorancia."

sábado, 10 de noviembre de 2007

Pólvora mojada

En una de muchas cenas a las que tuve la desgracia de acudir en mis años barceloneses, un conocido intelectual español explicó una noche, mediante una metáfora, lo que él entendía por arte. Evocando uno de aquellos trenes alemanes que transportaban judíos en vagones de ganado hacia los campos de exterminio, relataba cómo en uno de esos vagones uno de los pasajeros, asomándose a una rendija, describía a los demás el paisaje que iba viendo transitar ante sus ojos.

El arte es eso, afirmó el erudito. Conseguir que otras personas vean con los ojos de la imaginación. Y tal vez, también, del deseo. La metáfora es, por supuesto, conmovedora, pero a mí nunca me satisfizo como definición de la obra artística.

Una obra de arte ha de tener, desde mi punto de vista, al menos dos elementos: ritmo -es decir, estructura- y carga. Me explicaré.

Según los cánones clásicos, una buena narración ha de desarrollarse en términos de exposición, nudo y desenlace. Esta estructura no es más que la unidad elemental del ciclo tensión-distensión. Pero, cuando tomamos conciencia de esto, nos damos cuenta de que hay muchas más estructuras capaces de transportar a un ser humano de unas emociones a otras manteniendo, o incluso reforzando, la sensación de 'viaje'.

Al igual que en música o en pintura, podemos construir obras cíclicas, difuminadas, entrelazadas, encabalgadas, convergentes o divergentes, y el tipo de itinerario que escojamos, aun siendo un elemento abstracto, puede ser un componente tan exquisito como el perfil de una columna dórica.

Cuando digo 'carga' me refiero a lo que se dice sin decir. Cuantas más resonancias tenga una obra, más posibilidades tendrá de conmovernos. El arte de hoy, en cambio, está más cerca de la decoración o del entretenimiento que de la creación. Quizá el mayor exponente del concepto actual de arte son los videoclips. Un videoclip es una mera sucesión de imágenes sin principio ni fin: pura superficialidad.

Me he planteado todo esto a causa de Remedios Raposo. Remedios es un personaje fugaz. En el océano de la narración, aparece y desaparece como la luz de una bengala, y quizá no es casualidad que el personaje más querido del autor, en esa historia recién desempolvada, sea un pirotécnico.

Yo sé que Remedios Raposo desaparecerá dentro de pocas páginas. Ello no me produce ni pena ni alegría, pero... ¡me gustaría tanto saber qué será de ella cuando el foco que alumbra a Zanzón deje de iluminarla! ¿Se habrá quedado embarazada de Manolo aquella noche de rayos y lluvia? ¿Encontrará otro hombre que llene ese hueco que Manolo va a dejar en su vida? Y, si se ha quedado embarazada, ¿qué será de su hijo con el paso de los años? ¿Reaparecerá quizá más adelante, en la misma novela, para añadir un nudo más a su complejo tejido?

No lo sé, y si me propusiera averiguarlo tendría que escribir otras tres, ocho, quince, quién sabe cuantas novelas diferentes que, a su vez, se ramificarían en otras hasta el infinito. Tal vez ése es el desafío del artista: la lucha contra el infinito. En otras palabras: cómo expresar una infinidad de cosas en un formato cerrado.

Siento ternura por Remedios Raposo, pero pronto no podré continuar ocupándome de ella. A lo largo de la vida de un solo Zanzón tendré que explicar también la vida invisible de esa misma Remedios, que es, en parte, la de todos los seres humanos. Y no sé cómo me las voy a apañar.

Por suerte, los personajes a veces sorprenden a su autor, y toman ellos mismos las riendas de su propia peripecia. Y el autor, fascinado, sorprendido o incomodado, no tiene más remedio que seguirlos.

Así que, en fin de cuentas, quizá Remedios Raposo no sea en esta historia lo que, a primera vista, parece que va a terminar siendo: pólvora mojada.

viernes, 9 de noviembre de 2007

La inundación

Cuando los empleados del zoológico vinieron a llevarse los restos del cocodrilo, el agua cubría ya las aceras de la calle, y en el interior del bar empezaban a formarse los primeros charcos. Afuera, la lluvia no cesaba. Remedios, alarmada, acondicionó la exigua buhardilla que había sobre la cocina y se preparó para lo peor.

Acondicionar era mucho decir. En realidad, Remedios había subido a la buhardilla un par de sillas, el colchón de su dormitorio, ropa de cama, algunas provisiones y, por supuesto, la radio, para poder escuchar el football el domingo por la tarde. Mientras acarreaba todas esas cosas por la estrecha escalera de paredes desconchadas, en la mente de Remedios se iba gestando un plan.

Al llegar la noche, en efecto, el agua inundaba ya el resto del bar y las habitaciones. Manolo y ella, a zapatos quitados, iban de un lado para otro mientras evaluaban la situación. En esas condiciones no se podía pasar la noche en los dormitorios, sentenció Remedios. Sólo la humedad ya era desaconsejable para la salud. Pero es que, además, la lluvia no amainaba, y corrían el peligro de despertarse flotando como náufragos entre las cuatro paredes del bar. La única solución era la buhardilla. Ya había preparado ella las cosas para pasar la noche. Y, empuñando una vela y unas cerillas, tomó la delantera escaleras arriba.

Manolo la siguió. En lo alto del techo de la buhardilla, una única bombilla parpadeaba. En cualquier momento se irá la luz, dijo Remedios. Anda, anda, quítate esos pantalones, que están empapados, y ponte estos otros que te he subido. Aparentando indiferencia, se dio media vuelta y, agachada sobre el infiernillo, se ocupó de calentar una olla de cocido. Manolo se cambió rápidamente. Para no tener que contemplar las posaderas de Remedios balanceándose al ritmo del cucharón, se acercó a mirar por el ventanuco que daba a la calle. Las ventanas de los vecinos parpadeaban al compás de la bombilla y, a la luz intermitente de los relámpagos, la calle entera parecía un gigantesco mensaje en Morse impetrando a los dioses que detuvieran la lluvia.

Comieron en silencio. Al terminar la cena, Remedios bajó a fregar los platos a la cocina, pero subió casi inmediatamente, con el bajo de las faldas empapado. Ni fregar he podido, dijo. Aquello parece el estanque del Retiro. Y, mirándose la falda mojada, experimentó un temblor. Tengo frío, añadió. Mira, será mejor que nos metamos ya en la cama. Manolo entonces miró el único colchón tendido en el suelo, donde a duras penas cabían dos personas, miró después a Remedios, y dijo:

-No sé si esto va a ser muy decente.

-Mira, por una noche nos apañaremos como podamos. Aquí los dos somos ya mayorcitos, ¿no crees?

La voz de Remedios sonaba entre intimidatoria y asustada. Volvió a temblar. Su mano recogió el borde de la falda, y sus dedos exprimieron la tela. Un pequeño goteo de agua acumulada regó el suelo.

-No mires -dijo. Y, volviéndose de espaldas, se desvistió. Aguardó en paños menores hasta que le pareció que Zanzón estaba ya en la cama, y se deslizó entre las sábanas hasta que los brazos de ambos, inevitablemente, se tocaron.

-Ay, ahora se me ha olvidado apagar la luz.

-Ya voy yo -dijo Manolo. Pero, en el instante en que empezaba a levantarse, al otro lado de la ventana un rayo rasgó la oscuridad de la noche, y la bombilla se apagó definitivamente.

Remedios tiritaba. Tápate bien, aconsejó Manolo. Su voz sonaba indecisa. Entonces ella, de espaldas a él, acercó su trasero al cuerpo masculino, buscando calor, y al toparse con él sus nalgas percibieron una señal. De improviso se dio la vuelta, respirando fuerte. Ya no tenía frío.

-¡Poséeme! -exclamó entonces al oído de él, con voz ronca.

La lluvia, indiferente, repiqueteaba con furia sobre las tejas de la buhardilla.

jueves, 8 de noviembre de 2007

Remedios Raposo

Todos hemos visto alguna vez en algún museo esos dibujos un poco fantasmagóricos que el artista, por falta de tiempo o de interés, ha dejado a medio terminar. Personalmente, los encuentro muy sugerentes, porque incitan a fantasear. Esa ambigüedad de las cosas no terminadas encierra todo un mundo de posibilidades que, con su obra inacabada, el autor regala a la imaginación del espectador.

Remedios Raposo es, como uno de esos dibujos, un personaje a medio terminar. En mi fantasía la veo como una silueta femenina de busto nítido y expresivo que, sin embargo, de la cintura hacia abajo no está del todo dibujada.

Ello se debe a que Manolo Zanzón lleva semanas dándole calabazas. Y Remedios no es alguien que se conforme cuando no consigue salirse con la suya. Ha buscado la ocasión ya muchas veces, incluso colándose en el dormitorio de Manolo sin avisar, con una tortilla de patatas y una botella de vino a la hora de la cena. Decían en aquellos tiempos que al hombre se lo conquista por el estómago, pero Zanzón, después de comerse la tortilla y beberse varios vasos de vino, no reaccionaba. Y en ese punto muerto se quedaron los dos hace muchos años, congelados en el tiempo y en el papel hasta que, hace unos meses, su autor decidió, casi literalmente, desempolvarlos.

Remedios se rompía los sesos. En una mujer, la osadía tiene límites, y ella creía haber llegado ya al borde de ellos. Prácticamente, lo único que le faltaba ya era irrumpir en la habitación de Manolo a las once de la noche y meterse en la cama con él. Pero Remedios se mordía con fuerza los labios antes de dar un paso así. En parte, porque en sus fantasías era él, Manolo, quien tenía la obligación de seducirla a fuerza de roces, tonteos e insinuaciones y, en la fase final, venciendo las (fingidas) resistencias de ella. Y, en parte, porque desde niña le habían enseñado que una mujer que ofrece su cuerpo a un hombre es una puta.

La mañana en que Remedios y Zanzón quedaron congelados en el tiempo había empezado a llover. Iba a llover durante muchos días y muchas noches, y la calle en que Remedios tenía su humilde bar, que no estaba asfaltada, se iba a convertir en un torrente. Pese a todo, los clientes acudían al bar a tomar sus cafés y sus chatos de vino como pretexto para conversar. Algunos, con botas de agua para no mojarse. Los más, con los zapatos y los calcetines en la mano y las perneras del pantalón arremangadas. Tiempo habría después, ante la vieja estufa del bar de Remedios, de secarse los pies desnudos y, si uno se quedaba amodorrado con el runrún de las voces de fondo, incluso de quemárselos en un descuido.

El tema de conversación era, naturalmente, el cocodrilo. La noticia de que Remedios había hecho frente (con éxito) a un cocodrilo recién escapado del zoológico había corrido como la pólvora por el barrio. El saurio se había comido el palo de la escoba de Remedios, sí, pero una buena panzada de lacón inapto para el consumo se lo había llevado al otro barrio en pocas horas. Remedios, de pie sobre el mostrador, había tenido la santa paciencia de aguardar a que el bicho, después de merodear largo rato por entre las mesas, empezase por fin a hipar, abriese las fauces lastimeramente, virase los ojos y, echando un poco de espuma por la boca, aflojase definitivamente las cuatro patas y se quedase como un peso muerto quieto, sin respiración, junto a la ventana.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Laxmi

En un quirófano de Bangalore acaban de operar a la pequeña Laxmi para separar de su cuerpo los dos brazos y las dos piernas extra con que nació. De hecho, esos cuatro miembros adicionales eran parte de una hermana gemela que no había llegado a separarse durante la gestación y que ni siquiera se había desarrollado completamente en el útero materno.

Cuando la pequeña nació, sus padres y todos los presentes se postraron, emocionados, y prorrumpieron en oraciones, porque aquella criatura de cuatro brazos y cuatro piernas que venía al mundo era tal como la leyenda, desde tiempo inmemorial, había descrito a la diosa Laxmi.

Naturalmente, yo no sabía nada de esta deidad hindú. He averiguado que Laxmi es la diosa de todas las cosas buenas: prosperidad, belleza, fertilidad, buena suerte. Pero, más allá de estos datos, todos mis esfuerzos por comprender la historia de Laxmi han sido inútiles. La mitología hindú parece ser como esas composiciones religiosas que todos hemos visto alguna vez en las paredes de algún restaurante indio: inextricable.

Los dioses se entrelazan con otros dioses y demonios, con mares y lunas y nubes y montañas, con elefantes y tortugas y lechuzas y serpientes. Vacas, gemas, flores y frutas, reyes, abejas, loros, mariposas o caballos componen una trama complicadísima en la que un afanoso buscador de misterios podría encontrar millones de códigos da Vinci.

Inevitablemente, he pensado en todas esas personas que se marchan una temporada a India y vuelven con sonrisa sospechosamente serena y mirada un poco virada hacia el infinito. ¿Qué tendrá aquel universo mental abigarrado que fascina a todas esas personas hasta el punto de convertirlas en una especie de queso blanco en éxtasis permanente?

Tal vez que, por ser tan sobreabundante, no deja espacio para la soledad. Hace bastantes años, apenas instalado en Viena, conocí en cierta ocasión a una muchacha que hizo la peregrinación. Ella tenía ya fuertes tendencias místicas o, quizá, demasiadas preocupaciones metafísicas. La abordé a la salida de un cine. En aquella sala oscura donde proyectaban una película de Bob Marley, su silueta era la única que se movía al compás de la música.

Nos tratamos durante varios meses. Ella no era feliz. Un buen día, desapareció, y yo la olvidé. Pero, casi dos años después, reapareció de improviso. Había estado en India, a donde, por lo visto, había conseguido llegar en autostop. Tenía ya esa mirada suavemente vidriosa de los iniciados, y me escribía cartas adornadas con símbolos etéreos. En aquellos dos años indios, dijo, había estado en la cárcel, no recuerdo por qué razón, y había convivido con un maharashi. Me acusaba, sobre todo, de tener orgasmos.

No tengo nada en contra de hacer el amor durante noches enteras, pero la idea de quedarme sin postre nunca me hizo gracia. Contaba Aldous Huxley en uno de sus ensayos que, a finales del XIX, un pequeño grupo de visionarios había fundado en algún lugar de Argentina la comuna Oneida, basada en la práctica del método karezza. Por lo visto, esa sola práctica disipaba todo sentimiento de celos en los varones y, gracias a ella, la comuna podía compaginar sin enfrentamientos el amor libre con la armonía social. Yo sobre eso no puedo opinar, pero la comuna, lejos de extenderse por todo el orbe, languideció en pocos años.



Huxley escribió también un ensayo de fuerte sabor hindú sobre la obra de El Greco. Concretamente, sobre El entierro del Conde de Orgaz. En su opinión -tal vez con ayuda de alguna que otra dosis de LSD-, la pintura de El Greco era fantásticamente 'intestinal'. En efecto, las telas de aquel pintor son aglomeraciones retorcidas de personajes oblongos en las que apenas encontramos resquicios. Pero, además de intestinos, Huxley veía en ellas cosas rarísimas. Me salté grandes párrafos de aquel ensayo.

Creo que me he ido por las ramas. En realidad, de lo que yo quería hablar hoy era de la simetría.

 
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