sábado, 24 de abril de 2021

Médicos y no tan médicos

El doctor Hernando había abierto su consulta en la primera planta de nuestro edificio, y pronto se convirtió en nuestro médico de cabecera. Cada vez que cogíamos la gripe o nos dolía la tripa, ir al médico era tan sencillo como bajar cuatro plantas en el ascensor. Un día, uno de nosotros acudió a la consulta y el doctor Hernando le hizo pasar a una habitación contigua donde acababa de instalar un flamante aparato de rayos X. No para hacerle una radiografía, no, sino para tratar de averiguar lo que sucedía en tiempo real. El paciente se colocaba entre el generador y una pantalla, y a continuación el doctor apagaba la luz, ponía en marcha el aparato y se asomaba a mirar los pulmones o los riñones del observado durante un ratito.

El doctor Hernando no era el único. Algún tiempo después, estando yo todavía en plena etapa de crecimiento, un cardiólogo me metió en una máquina parecida y examinó el comportamiento de mi corazón durante largo rato. Años después, observamos que el doctor Hernando se ponía un peto protector antes de examinar a los pacientes tras la pantalla. Pero aquella precaución no duró mucho.  Al poco tiempo, el aparato de rayos X había desaparecido. Tanto el doctor Hernando como el médico que compartía la consulta con él murieron jóvenes.

Sin embargo, los efectos nocivos de la exposición a rayos X eran conocidos desde los años 30. No sé lo que les enseñaban a los médicos por aquellos tiempos en la Facultad de Medicina pero, evidentemente, eso no se lo dijeron.

Años después, una amiga de la Universidad me invitó a su boda. Su futuro marido era un tipo muy simpático, con un gran sentido del humor y una vitalidad inagotable. Caminaba con ayuda de unos bastones, y cierto día me explicó que siendo niño había contraído la poliomielitis, pero no espontáneamente, sino a causa de una vacuna. De una vacuna contra la poliomielitis.

Su caso no fue el único. En 1955, en Estados Unidos, se averiguó que varios lotes de vacunas administradas a niños contenían el virus vivo. Por error, naturalmente. Se sabe que al menos uno de los fabricantes causó más de 250 casos de polio en niños sanos. Aquella vacuna fue retirada inmediatamente pero, todavía hoy, la OMS tiene noticia de 24 brotes de poliomielitis de origen vacunal en 21 países.

Tampoco aquel percance fue único en la historia de la medicina. En 2017, las autoridades filipinas interrumpieron una campaña de vacunación contra el dengue al descubrir que la vacuna, en realidad, incrementaba el riesgo de que el niño contrajera una variante más grave de esa enfermedad.

Y seguimos. A comienzos de los años 60, miles de niños recibieron una vacuna contra el sarampión. Pero resultó que, cuando esos niños entraban en contacto con el virus, desarrollaban un sarampión atípico, que les causaba fiebre alta, fuertes dolores abdominales e inflamación pulmonar. Y, en ocasiones, hospitalización. Terminaron retirándola.

Hubo más. En esos mismos años 60, ocurrió lo mismo con los niños que recibieron una vacuna contra el virus respiratorio sincitial. Los vacunados desarrollaron una variante más grave de la enfermedad que producía fiebres altas y bronconeumonía. Docenas de ellos acabaron hospitalizados, y dos murieron.

Sí, la medicina se equivocó. O por falta de información o por negligencia en los ensayos clínicos. Pero los errores de la medicina pueden tener también otras causas. Me estoy refiriendo a las influencias políticas, que se empezaron a hacer patentes pocos años después. Me explicaré.

Hasta mediados de los años 40, el paludismo era un problema muy serio en el medio rural. Incluso en muchos países desarrollados, incluidos los Estados Unidos. En España, todos recordamos aquellas terribles imágenes del documental de Buñuel sobre las Hurdes (que después hemos sabido que no era tan 'documental' como se pensaba). Buñuel o no Buñuel, en España por aquellos años había oficialmente paludismo, y no poco. Pero un producto químico consiguió erradicarlo: el DDT.

El DDT terminó con el paludismo en los países desarrollados y en buena parte de Africa, gracias a tres efectos: es repelente de insectos, es irritante (para los insectos) y es tóxico. Si un mosquito valeroso se atreviera a penetrar en un hogar, a pesar del olor a DDT, y estuviera tan ansioso de picar que resistiera la irritación que le causa el DDT, todavía tendría bastantes posibilidades de estirar la pata a causa del DDT.

No era así para las personas. Todavía recuerdo, en las tardes de verano de mi infancia, que mi madre rociaba las habitaciones con un flit lleno de DDT, que toda la familia respiraba durante horas cada día, al igual que casi todas las demás familias del mundo que lo usaban, que no eran pocas. Es más, en cierta ocasión leí que en Estados Unidos algún que otro barman añadía un toque de DDT a sus cócteles para darles ese punto especial de la casa. Nunca se tuvo noticia de que a algún cliente de aquellos bares se le hubiera aguado la fiesta a causa del DDT.

Sin embargo, el naciente movimiento 'verde', basándose en evidencias tan irrefutables como las apariciones de extraterrestres, consiguió instigar el miedo entre la población y, por fin, el DDT fue erradicado. Al instante, los casos de paludismo se multiplicaron vertiginosamente, sobre todo en los países pobres. Pero ¿a quién le importan los pobres cuando uno es ecologista y vive en un país rico?

Investigando sobre este lamentable episodio en la historia de la medicina he averiguado muchas más cosas, y muy esclarecedoras de lo que hoy está sucediendo en el mundo. Como el tema tiene mucha miga, lo dejo para una próxima entrega de este mismo blog. Atentos.

Y termino con otro episodio lamentable. Sólo los lectores más veteranos de este blog recordarán la palabra 'talidomida'. La talidomida es un fármaco que fue descubierto en 1956. Al principio, como sedante, y después también como alivio para la gripe, la neumonía y las náuseas asociadas al embarazo. Por más que aumentó la dosis en los ensayos, el fabricante no consiguió matar a un solo animal, y la talidomida fue puesta a la venta en 46 países. Sin receta.

Pero empezaron a aparecer efectos secundarios y, apenas dos años después, miles de casos de recién nacidos con horribles deformidades. Sus madres habían tomado talidomida durante el embarazo. A los científicos no se les había ocurrido, pero resultaba que la talidomida atravesaba la placenta y afectaba gravemente al feto en las primeras semanas de gestación. No se les había ocurrido pero, por lo visto, tampoco se les había ocurrido exigir un ensayo previo con animales. Tardaron cinco años en establecer la relación entre la talidomida y las mujeres embarazadas.

En esos cinco años, nacieron en todo el mundo más de 10.000 niños con deformidades irremediables. En 1968, el fabricante fue llevado a los tribunales, pero la empresa llegó a un acuerdo para compensar a las familias afectadas y, finalmente, nadie fue declarado culpable. ¿Os suena?

Por definición, los pacientes saben menos de medicina que los médicos. Pero los médicos no son ni infalibles ni incorruptibles. Hoy en día, todos tenemos acceso a tanta información como ellos y, cuando nos encontramos con datos que no encajan, no está de más que desconfiemos y tratemos de entender mejor lo que sucede.

En realidad, nunca está de más.

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