jueves, 22 de octubre de 2020

Inmunidades y rebaños

A día de hoy, las cifras que nos dan los llamados “periodistas” y los llamados “expertos” sobre el COVID-19 son muy alarmantes, y parecen justificar que el gobierno limite drásticamente los contactos entre la población, dando por supuesto que los costes sociales, sanitarios y económicos de esa imposición serán inferiores al beneficio que nos reporte. Digo “dando por supuesto”, porque todavía no he visto publicado un solo análisis de la relación coste/beneficio que justificaría esa orwelliana medida.

En medio de esta tormenta de cifras para todos los gustos que inducen al terror, si uno no razona, y a la confusión, si uno trata de entender lo que realmente está sucediendo, el único dato que parece inapelable son las cifras de defunciones de los registros civiles, comparadas con las cifras de años anteriores. En España, esos datos son recogidos por el MoMo y representados en gráficas, tanto a nivel nacional como por Comunidades Autónomas.

Sin embargo, las gráficas del MoMo incluyen un concepto engañoso: las estimaciones de mortalidad esperada. Según el MoMo, estas estimaciones están basadas “en la mortalidad observada de los últimos 10 años”.

Pero, si consideramos que una mayoría de los fallecidos rondaba la esperanza de vida, si analizamos la distribución de muertes por edades en el pico de marzo-abril, y si consideramos la abundante presencia de afecciones previas al contagio, tenemos que llegar a la conclusión de que muchos de los fallecidos murieron sólo entre semanas y meses antes de lo esperable. Esto quiere decir que la curva de muertes esperadas debería presentar un bache a partir de abril --no es previsible que los que ya se han muerto se vuelvan a morir--, recuperándose después asintóticamente hasta converger con la estimación del MoMo. La recuperación es asintótica porque, como es lógico, nos acercamos progresivamente a la inmunidad de rebaño.

Sin datos completos es muy difícil modelizar este efecto, pero grosso modo podría tener esta forma:

Esto explicaría que el pico de marzo-abril fuera aparentemente tan inverosímil, y reflejaría una disminución mucho más gradual, correlacionada con el aumento de la inmunidad.

Como se puede ver en el gráfico, la presunta “segunda ola” del otoño no sería tal, sino que reflejaría simplemente un cálculo incorrecto de las muertes esperadas, que no ha tenido en cuenta ese efecto de “resaca” de la curva estimada. El número de muertes estimado debería ser todavía menor que el que publica el MoMo, y por lo tanto el exceso de mortalidad debería ser aún mayor. Pero eso no refleja un aumento exponencial de la epidemia, sino simplemente la realidad de que no podemos esperar que se mueran los que ya se han muerto. 

Pese a que debería empezar a notarse ya un aumento estacional, la gráfica del MoMo está fluctuando en meseta desde primeros de julio y es menor que en enero. En enero no había ninguna alarma sanitaria, que yo recuerde. 

Si los periodistas incompetentes, la Universidad Carlos III y el INE todavía no se han dado cuenta de todo esto, la única explicación que se me ocurre es que son unos ceporros, probablemente víctimas de la LOGSE. O, peor todavía, que están manipulando la interpretación de los datos en favor del gobierno.

En cualquier caso, cabe preguntarse si el encierro indiscriminado de la población, o el uso totalitario de las mascarillas, realmente han surtido el efecto esperado. Si examinamos la gráfica siguiente, tendremos que concluir que no:

La evolución de la epidemia ha sido exactamente la misma en Suecia, donde apenas se han limitado los movimientos y los contactos sociales, y donde las mascarillas no han sido obligatorias, que en un número representativo de países europeos, de norte a sur.

No estoy negando que haya casos de COVID-19 ni muertes por esa causa. Lo que estoy afirmando es que un análisis razonable de los datos más fiables de que disponemos no justifica el catastrofismo imperante, que acarreará pobreza, hambre y buen número de enfermedades físicas y mentales derivadas de las políticas restrictivas.

Nos quedan por explicar las cifras exorbitantes de “casos” o “contagios” con que nos bombardean diariamente. Está demostrado matemáticamente que, cuando la prevalencia de una epidemia es muy baja, como es el caso del COVID-19, el porcentaje de falsos positivos de las pruebas PCR asciende al 56 por ciento en condiciones de laboratorio, lo cual quiere decir que, probablemente, en condiciones reales alcance el 70-80%. Eso explica que las cifras de “casos” sean tan alarmantes, mientras que las cifras reales de muertes son mucho más tranquilizadoras.

En cuanto a las pruebas de anticuerpos, hay que tener presente que el paso del virus por un organismo no sólo genera anticuerpos, sino que deja huella en la 'memoria' de las células T del sistema inmunitario, y ningún test conocido detecta esa huella. Si consideramos este factor adicional y tenemos presente, además, que el resfriado común es también un coronavirus y que nuestro sistema inmunitario genera inmunidad cruzada con el resfriado común, parece sensato concluir que estamos ya cerca de alcanzar la inmunidad colectiva o 'de rebaño'.

Tal vez las futuras vacunas consigan eliminar el virus del planeta, pero los encierros colectivos y las mascarillas, con toda probabilidad, no lo conseguirán. La inmunidad de rebaño es la única solución viable, y natural.

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