sábado, 10 de junio de 2017

Horteras

Oí por primera vez la palabra 'hortera' allá por los años 70. Es sorprendente la capacidad del ser humano para captar instantáneamente, a veces ante un solo ejemplo de la vida real, el significado de una palabra. En aquellos años de patillas de hacha, jersey exageradamente corto y transistor debajo del brazo, no era difícil reconocer un cierto tipo de personaje callejero que se distinguía del resto, no tanto en la forma de las patillas o en la longitud de la melena, sino más bien en la falta de estilo.

No he dicho esto en sentido despectivo. Muchos de los horteras de aquella época me caían bien, y algunos fueron incluso buenos amigos míos. Pero, del mismo modo que un actor malo no nos conseguirá convencer interpretando a Shakespeare, un hortera nunca nos convencerá de que el buen gusto es una de sus virtudes. Naturalmente, parto de la base de que las tragedias de Shakespeare son dramas más sutiles que las telenovelas. Si usted cree lo contrario, entonces este no es su blog, y yo en su lugar no perdería más el tiempo leyéndolo.

Algunos años después llegó a mis oídos la palabra 'kitsch', más o menos indirectamente importada del alemán. Pero no es lo mismo. El kitsch es de interiores. El hortera, no. El hortera se lanza a la calle sin pudor ni afectación, simplemente convencido de que, con arreglo a un criterio indefiniblemente esotérico, va a la moda.

Como todo en la vida, hubo y hay horteras entrañables y horteras abominables. Y también horteras controvertidos. En nuestro tiempo, el presidente Trump es uno de los más polémicos, pero ser hortera no tiene nada que ver con ser bueno o malo, excepto quizá en las reminiscencias. Los penitentes de la Semana Santa serán tétricos, si usted se empeña, pero los miembros del Ku-Klux-Klan son unos horteras. El sombrero floreado de ciertas damas inglesas puede ser simplemente el atuendo de boda de una madre bondadosa, pero los fascistas de camisa negra eran unos canallas.

En los años 60 y 70, los horteras eran más bien inofensivos. Amaban el rock and roll, la ganja, las canciones italianas o el intercambio de parejas. El hortera moderno, con sus tatuajes de borrachera tabernaria y sus piercings de tribu africana en pie de guerra, parece anunciar un Armagedón no tan inverosímil como muchos piensan. Cada época tiene su impronta.

Como todas las demás modas, la moda hortera ha conocido los extremos del péndulo en más de una ocasión. Compárese, si no, la voluminosa permanent de las chachas de los 60, o las melenas a imitación del siglo XVIII, con el cráneo rasurado de los jadeantes joggers que infestan hoy los parques públicos, antaño parajes de apacible deleite y contemplación. O las faldas floreadas de las hippies, reminiscentes de la mesa camilla, con las más intrépidas minifaldas o los tangas de cordoncillo, que dejan al varón paseante sin aire en los pulmones y sin apenas margen para la imaginación.

Algunos estereotipos de hortera son específicamente de ámbito nacional. Por ejemplo, los gordos desbordantes o los émulos de Buffalo Bill o de Elvis Presley, en Estados Unidos. Pero también algunos millonarios de países petroleros, con sus parachoques de oro y sus propinas de tres ceros en hoteles suizos. En España tenemos dos tipologías excepcionales: los tunos y los toreros, que más que horteras se sitúan ya en la frontera con lo extraterrestre.

Lo hortera no entiende de clases sociales. Hay horteras adinerados, como los nacionalistas catalanes de gafapasta, las aristócratas con implantes de silicona o los intelectuales de perilla verde y corbata imposible, y horteras lumpen, como el macarra de pechera abierta y camisa de colores, el cachas bien dotado en camiseta sin mangas, o la discotequera de zapatos con plataforma y vaquero desgarrado marcando hucha.

Un cierto porcentaje de horteras, en realidad no lo son. Simplemente, compran la ropa más barata que encuentran en el bazar chino de la esquina, y les importa un pepino la impresión que puedan causar en el observador tiquismiquis.

Si uno se propone hablar de horteras, tarde o temprano deberá adentrarse en el terreno de la incorrección política, porque es imposible no mencionar a los esperpentos que abarrotan los desfiles del orgullo gay, a las feministas de ubres pintarrajeadas o a las góticas hijas de cierto expresidente español que, para bien o para mal, todos recuerdan todavía.

El hortera tradicional pretende ser elegante, pero el hortera moderno aspira a todo lo contrario. Puestos a escoger, entre los anillos despampanantes o los zapatos de charol blanco de los años 30 y los pantalones caídos de los hipsters o los cabellos en cresta de los punk yo no dudaría ni un instante.

También ha habido horteras geniales, no crean. Con sus abrigos extravagantes, sus bigotes en compás astrológico y su pronunciación amanerada, Salvador Dalí conquistó a ricos y pobres de medio mundo. Pero él se lo podía permitir, porque... sabía pintar. Justo al contrario que Picasso, que tuvo el honor de introducir el mal gusto en la historia de la pintura.

Aunque, si me preguntan, para mí el hortera más hortera de todos los horteras del universo es... Manolo el del bombo.

Sin discusión.


* Hortera:
1. Escudilla o cazuela de palo
2. En Madrid, apodo del mancebo de ciertas tiendas [farmacias]


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